Cabalgata en Soledad

Por Alejandra Maraveles

Gracias, mamá por seguir inspirándome.

Era la primera vez que estaba sola, nací en una familia numerosa, compartía habitación desde que tengo uso de razón, demasiada gente para una casa que, a pesar de ser espaciosa, parecía de menor tamaño. 

Cuando tomé el tren hacía mi destino laboral, comenzó a pegarme, era la primera vez que iba a un destino lejano sin alguien conmigo. Para haberme sentado en un vagón casi lleno de gente, me sentía un tanto abandonada. 

La situación fue empeorando a medida que llegaba a la estación donde debía descender. La zona estaba vacía, a excepción de un par de personas que trabajaban en el sitio. Cuando les comenté cuál era mi destino final, sus caras adustas, con ese dejo de compasión hacia mi persona me hizo pensar que era un lugar por demás inhóspito.

Sus preguntas “¿A qué va a allí?, “¿Qué va a hacer una señorita tan jovencita como tú?, ¿es demasiado peligroso para una muchacha?”, quedaron satisfechas con mi respuesta, me acababa de graduar como maestra, era mi primera asignación, ir a dar clases a esa ranchería. 

“Sólo se puede llegar a caballo o en avioneta”, me informaron, la ubicación de la escuela se encontraba en la parte alta de la sierra, donde no había carreteras ni caminos, unas cuantas brechas que sólo podían ser transitadas en caballo o mula. 

Recordé que había montado a caballo algunas veces, pero no éramos gente de mucho dinero, así que mi instrucción equina era poca. Sin embargo, consideré que si era la única forma de llegar tomaría el caballo pinto que me estaban ofreciendo para llegar a la ranchería. 

Sujeté con una soga mi veliz en la parte de atrás de la silla para después montar al Duque, aunque parecía más un jamelgo que un caballo perteneciente a la realeza. Los primeros kilómetros no representaron mayor problema, la brecha estaba bien marcada, por los arrieros de la zona, que debían pasar por allí con sus animales de carga, y tal vez, alguna bicicleta. 

La situación comenzó a empeorar cuando dejamos atrás la última ranchería y todavía me quedaban por transitar varios kilómetros. Los transeúntes esporádicos habían quedado en el olvido, únicamente el sonido de los cascos del Duque contra la terracería junto al ligero aullido del viento eran los sonidos que rompía el silencio. Yo suspiraba, el sentimiento de abandono que se había apoderado de mí en el tren, ahora lo sentía pesado como una roca y a medida que pasaban los minutos me estaba haciendo un hueco en mi interior. 

“Llegando a la barranca hay un puente de madera” me habían dicho, el viento ululaba ferozmente, lo que me indicó que estaba cerca del sitio indicado. Al llegar, mi desilusión fue ver que del puente sólo quedaban vestigios. La barranca era pequeña, no muy larga, eran un par de metros. Giré mi cabeza y sólo pude ver matorrales y la desolada brecha. Fue en un segundo, no era experta cabalgando, sin embargo, prefería enfrentarme al salto en caballo que regresar. 

Tomé las riendas de Duque, retrocedí para tomar impulso y con la seguridad que hubiera mostrado un jinete experimentado apreté las piernas e hice saltar al caballo al otro lado. Llegó apenas al borde, sus patas delanteras se aferraron al piso terregoso, yo me impulsé hacia adelante para ayudarle con mi peso al Duque. Poco a poco, el animal pudo subir. Respiré aliviada mientras el pobre jamelgo bufaba del esfuerzo hecho. 

Desmonté y entonces me percaté que mi maleta se había desprendido de la silla, me asomé a la barranca y vi que se había quedado atorada en unas ramas. No podía pasar la semana sin ropa, ya había hecho la avería de saltar la barranca, regresar no era una opción. Respiré por unos minutos, mientras miraba hacia el barranco. Tal vez era algo temerario tratar de recuperar la maleta, Duque me miró con esos ojos grandes, se veía tranquilo a pesar del salto que acababa de realizar. 

“Tienes razón”, le dije, “tengo que ir por mi ropa”. La decisión estaba tomada, después de tomar aire, me acerqué al caballo, le susurré en el oído que no se moviera, amarré una cuerda a la montura, después me apeé hasta llegar a mi maleta. Me recordaba no mirar hacia abajo y no soltar la cuerda. La respiración entrecortada y el sudor escurriendo por las mejillas no fueron impedimento para llegar hasta la rama. Con cuidado y media hora después estaba de regreso con el fiel Duque. 

Era raro, en la última hora ni siquiera había pensado en la soledad del camino, ni en ese sentimiento que se había pegado a mí desde que abordé el tren. Me abracé a mi leal caballo, de nuevo até mi maleta y volví a montar a Duque. 

Después de descansar un rato, seguimos el camino. La escuela me esperaba a unos cuantos kilómetros. Cuando llegué al lugar, la gente se sorprendió de verme, no sólo por ser mujer sino por haber tomado la ruta difícil, al parecer había otro camino un poco menos peligroso, “¿Cómo se le ocurrió venir sola?”. En mis adentros sonreí, realmente no había estado sola, Duque me había acompañado en todo el trayecto.