
Por Jorge Haro
Los llamados de su madre lo despertaron en la madrugada; abominables berridos que contaminaban la atmósfera de la casa. Resonaban por las paredes, las hacían temblar de espanto o quizás una ardiente irritación. Sus ondas se expandían, aferrándose al aire, un chillido como uñas contra la superficie de un pizarrón; esos llantos desahuciados, un virus que se infiltraba entre las molduras, las cenefas, bajo las puertas, en las grietas de las paredes, se deslizaban por cada superficie, se convertían en una brea negra, pegajosa e inescapable que envolvía toda la estructura en su podredumbre.
A regañadientes él comenzó a subir las escaleras hacia la habitación principal. Cada escalón rechinaba doliente bajo su peso; quejas que ni los lamentos de Madre podían callar. Temía el día que la edad o la gota en su pie izquierdo le impidieran subir a la planta superior. Ya seguido tenía que detenerse a la mitad del camino —cuando la escalera aún se extendía como una cumbre imponente— para recuperar el aliento y poner bajo control su ritmo cardiaco. Y es que él consideraba no estar en mala forma para los cincuenta y seis, pero ya hacía tiempo que no contaba cuántos vasos de whisky acompañaba con sus comidas o cuántas cajetillas de cigarrillos quemaba a la semana. De lo único que mantenía un control meticuloso eran las píldoras; entre sus propios antidepresivos y la ración que tomaba para sí de aquellas recetadas por el doctor para el dolor crónico de la espalda de Madre, podía mantenerse en un cómodo estupor por todo el mes, mientras no se sobrepasara de las porciones diarias. La alternativa era días de miseria plagados de constantes jaquecas y escasas horas de sueño, interrumpidas por una recurrente pesadilla en las que millares de insectos trepaban sus piernas, incrustándose bajo su piel, produciendo con sus diminutas patas y quijadas una torturante picazón de la que no se libraría ni rascando hasta llegar al blando y sangrante músculo. Era entonces que despertaba de un brinco horrorizado, su cama destendida, las cobijas y su pijama empapadas en sudor frío.
Llegando al segundo piso, vio cómo el papel tapiz, arrugado y despintado luego de tantas décadas, se había pelado en listones que se enrollaban sobre sí mismos, aludiendo a un fútil intento de escapar de los temibles aullidos que persistían en su obstinada ocupación de la casa. Los rombos amarillescos entre lo que alguna vez fue un campo azul celeste se habían agrietado, dejando expuestos los tablones de madera en la pared, los cuales ya comenzaban a mostrar indicios de un cultivo mohoso causado por la constante humedad en el aire.
Al pie de la escalera se encontró con un marco de fotografía boca abajo en el suelo. Diminutos trozos de cristal cayeron sobre las tablas hinchadas al recogerlo. Las pocas que no se habían deslindado, formaban una telaraña cristalina sobre la imagen. La tomó entre sus dedos, una ilustración de días de antaño, de miradas fijas y labios planos. Un niño de no más de siete u ocho años vestía su nítido atuendo de domingo: un pantalón y saco de lana café sobre una camisa blanca abotonada hasta el cuello y un moño centrado cuidadosamente con su nariz. Se encontraba sentado en el regazo de Madre, quien lucía una gabardina del mismo color y ese bultoso sombrero de ala que portaba exclusivamente para la misa de Pascua, pero que en aquella única ocasión se había permitido alardear ante los ojos curiosos de la gente en el estudio de fotografías.
Al salir, mientras caminaban en dirección a la parada de autobús, él había avistado a un grupo de sus compañeros de escuela quienes jugaban en un parque adyacente. Le pidió —no, le rogó— a Madre que le permitiera unírseles, incitado por el prospecto de una tarde de rodillas mugrosas y mejillas chapeteadas. Ella frunció el ceño, negó con la cabeza y siguió su camino sin soltarlo del brazo. Pasaron la tarde recogiendo rosas del jardín. Con un cuchillo, Madre les quitaba las espinas, mientras él se daba a la tarea de envolver cada racimo en papel para que ambos fueran más tarde a regalárselos a los vecinos de la cuadra. En varias ocasiones se percató de alguna espina que había evadido la daga y sin decir una palabra, acomodó el tallo de tal manera que la fina punta pinchara la cubierta del ramo. En un amargo desdén, esperó con ansias el momento en el que alguna de esas encontrara un receptor y para su absoluto deleite, fue Madre la que se retorció de dolor y emitió un chillido agudo —no muy diferente a los que ahora estremecían la casa— antes de llevarse el dedo índice a la boca.
Con esa memoria en la cabeza se adentró a la habitación principal, dónde inmediatamente percibió el punzante olor a solución antiséptica y leche de magnesia, mezclados con los aromatizantes artificiales que colgaban del techo —Pinos Silvestres, Brisa Marina, Jardín Botánico, Lima-Limón— cuales en una paradoja se mezclaban para prendar el cuarto de un ambiente incorrecto a los sentidos, algo así como un tazón de popurrí en un transitado baño público.
Cruzó el umbral. Desde una mayor distancia y con un sentido de la vista tan pobre como el de él, algún otro individuo encontraría difícil identificar a Madre como humana. Postrada en la cama de cuatro postes que ya por años había jugado el papel de su residencia permanente, Madre — por su piel pálida y el camisón descolorido que vestía — se asemejaba a un montículo de arcilla húmeda que se inflaba y desinflaba metódicamente con cada agonizante jadeo de sus vías respiratorias. La piel descubierta de sus gruesos brazos como salchichones estaba seca hasta el punto de quebrarse alrededor de los codos y periódicamente más opaca por las várices cercana a los hombros. La celulitis, misma que también infectaba sus piernas, causaba que sus extremidades tuvieran el aspecto de troncos carcomidos por una colonia de termitas. A pesar de su anchura, ninguna persona en su sano juicio pensaría que estas fueran capaces de soportar el peso de tan voluminosa mujer.
Recapituló como, alrededor de los cuarenta, Madre había dejado de cuidar su apariencia. Las comidas balanceadas y actividad física dieron paso a festines que compensaban por su poca calidad proteínica gracias a la asombrosa cantidad que ella podía consumir en una sola sentada. Pasaba horas frente al televisor de la sala hasta el día que demandó que este fuese mudado a su habitación. Sus caderas se ensancharon; de las curvas definidas de su juventud brotaron pliegues de grasa que se asentaban uno sobre el otro en una figura abstracta. Los postes de la cama se doblaron ante el aumentante peso y las cuatro piernas que la sostenían comenzaron a taladrar dentro del piso. Poco después dejó atrás la higiene personal; no más baños de burbujas y aceites en la costosa tina del baño dentro de la habitación principal, ni horas frente al espejo arreglando su maquillaje, su peinado, removiendo vellos de su nariz y entrecejo con diminutas pinzas, exfoliando su piel con cremas humectantes, aplicando tratamientos rejuvenecedores para desvanecer las arrugas alrededor de sus ojos o depilando las rizadas hebras que brotaban de sus piernas y brazos. Actualmente, tendría que ser un buen día para que pusiera algo de esmero en asearse luego de usar el retrete.
Con un movimiento forzoso, Madre giró la cabeza y lo observó. En sus diminutos ojos no se identificaba nada intrínsecamente humano. Las oscuras pupilas reflejaban la entrada de la habitación. Veía a través de él, aquello más allá de la puerta. Se apresuró hacia ella, y mientras caminaba, jugó con la idea de machacar los vidrios rotos del marco de fotografía en un polvo fino y espolvorearlos en el azucarero de tal manera que Madre se los empinara con su café. Quizás incluso echarle unos pocos en el desayuno de la mañana siguiente. Ella jamás se percataría mientras tuviese comida a su alcance. Se devoraría su habitual media docena de huevos revueltos con tocino y una hogaza de pan tostado e incluso pediría otra ración.
Parado a su lado, deslizó un brazo por debajo de la espalda de la mujer, procurando no sentirse asqueado por lo pegostoso de su piel ni la sensación de estar incrustando sus dedos dentro de una cubeta de mantequilla. Madre, por su lado, levantó ambos brazos para sostenerse de sus hombros y con un esfuerzo sobrehumano lograron que se irguiera sobre la cama. Sin importar cuantas veces repitieran ese ritual, él no podía acostumbrarse a sus quejosos aullidos. Era como si ella pudiese dirigirlos directo a sus tímpanos y las ondas sonoras despertaban en él una furia embravecida.
Lentamente, Madre viró hasta que sus piernas quedaron colgando por el costado de la cama, a unos centímetros del suelo. Él la envolvió con sus brazos, los cuales no pudieron abarcar toda la circunferencia de su ser, pero en lugar de eso asentaron sus palmas en la superficie de donde se debería localizar cada respectiva escápula. Poco a poco, él forcejeando con ímpetu y Madre, a juzgar por sus gemidos imposiblemente estruendosos, en completa agonía, alcanzaron a ponerla de pie.
Un paso a la vez, recorrieron la longitud de la cama, la puerta del baño solo a unos metros más adelante. Él la sostenía y Madre se quejaba, ya no con llantos ni berridos, pero con sus palabras apuntalantes: Niño desconsiderado, tu madre agoniza y tú no puedes salirte de la cama. Te importo una mierda, ¿no es así? Ten cuidado, que me caigo ¡No me vayas a tirar! Ya te urge que me muera para que tus putas y tú profanen mi casa. ¡Yo sé lo que son, no me vengas con mentiras! Me quieren muerta para drogarse y coger y qué sé yo. Solo dilo y dejo que el dolor en mi pecho me mate aquí y ahora. Sí, lo que escuchaste, me rompiste el corazón. A tu propia madre. Me lo partiste en dos pedazos, por eso me duele tanto. Todo lo que hice por ti y es así como me pagas. ¡Que desdicha la mía, tener un hijo tan malagradecido!
Dieron un paso más, su mente ausente. Pensaba en que la próxima vez se desplomaría sobre el sofá de felpa en su habitación con un vaso de vodka y una doble ración de pastillas en la mano. No sería un viaje placentero, pero Madre no lo sacaría de ahí ni con el más potente de sus gritos. Entonces la vieja lucharía por levantarse sola al baño, perdería el equilibrio y la fuerza de la caída causaría que la casa se la tragara viva. Un piso, dos pisos, luego el sótano y de ahí hasta el infierno. Esbozó una sonrisa. Madre recargó más peso sobre él. Dieron otro paso. ¿Por qué no me tienes compasión y me mandas a un asilo? Así al menos no tendría que soportar esa jeta que me lanzas. Las rodillas le temblaban. A duras penas habían recorrido la mitad del camino. De esa geta hablo exactamente. Soy una molestia para ti, no lo puedes esconder. Mi cansado corazón ya no puede con tu insolencia. Otro paso. Se fue jorobando más y más. Un chispazo recorrió su columna mientras él apretaba los dientes y de pronto el techo se veía más lejano. Posterior al fuerte golpe, solo había silencio y una repentina ausencia de aire en sus pulmones.
Fueron pocos los que se atrevieron a presenciar la escena. Eso no era decir que no los agobiaba la curiosidad —la noticia se esparció por todas las estaciones de bomberos, comisarías, hospitales y morgues de la ciudad con la avidez de un jugoso escándalo político— sino que tomaba una clase especial de persona para tolerar algo más que las fotografías de los hechos. Se rumoró por un tiempo que, al salir, los tres bomberos voluntarios que entraron primero a la habitación, de entre los seis que habían llegado a la casa en respuesta a la frenética llamada de uno de los vecinos, tuvieron que desvestirse completamente y ser rociados con la manguera, solo para que la peste se disipara al punto de que podrían transportarlos a una ducha química sin contaminar permanentemente el camión. Sus trajes y sus ropas, mientras tanto, fueron quemados en el jardín trasero, al costado de unos marchitos rosales.
A pesar de la inconveniencia, los tres bomberos mórbidamente describieron la escena a detalle para quien estuviese dispuesto a escuchar y no temiera darle una bienvenida de regreso a su desayuno. Al hijo, quien después se enteraron a través de la oficina del forense que había muerto tras una asfixia prolongada y deshidratación, lo encontraron con solo la cabeza y un brazo expuestos, el resto de su cuerpo cubierto en su totalidad por la madre. De acuerdo con el forense, las alimañas que habitaban las paredes de la casa ya habían pasado varios días degustando el primer cadáver, mientras que solo propinaban esporádicas mordidas a ese que seguía vivo, más no tenía manera de ahuyentarlas. Para cuando él mismo tomó su último forzoso aliento, esas mismas pasaron a comprobar si el linaje tenía relación alguna con el sabor.
Era en ese punto que muchos preferían no escuchar el resto. Los pocos valientes que se quedaban al final sabían que le tomó a todo un equipo de paramédicos medio día para remover los cuerpos, los cuales habían pasado cerca de seis meses en descomposición dentro de la casa, causando que el ayuntamiento la clausurara luego de declararla una emergencia sanitaria. También sabían que en la persona del difunto encontraron un viejo marco de fotografía, en el que una grieta corría justo en el medio de la imagen de la mujer y el niño sentado en su regazo y que esto provocó que a pesar de la grotesca escena; del hedor, la putrefacción, de las ratas, las cucarachas, las larvas de moscas y la sangre, uno de aquellos bomberos se sintiera extrañamente conmovido al ver que en sus últimos momentos, ese hombre quién no tenía a nadie más en el mundo, de alguna manera había logrado desplazarse hasta el lado contrario de donde fue atrapado inicialmente —esto, les comprobó el forense, se supo por los rasguños propinados al suelo de madera a ambos lados de los cadáveres y las astillas incrustadas por debajo de las uñas de ambas de sus manos— y rotado su cuerpo lo suficiente para recostar su barbilla en el hombro de su captora, por siempre en la pureza íntima de un abrazo entre un hijo y su adorada madre.