La cabaña en el monte

Cortesía Pexels

Por Maik Granados

“Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte”.

Continuidad de los parques, Julio Cortázar.

1
Colin sintió los acelerados latidos de su corazón en el flujo sanguíneo recorriendo sus oídos. Con la respiración agitada, cató la hiel emanada desde su estómago. A sus pies bailoteó un sendero serpenteante, tapizado de hierba seca y hojarasca, flanqueado por una hilera de árboles flexibles, las ramas parecían moverse por voluntad propia, como si hubieran querido frenardo a punta de chicotazos.
Al final del camino, una cabaña en la espesura del monte, alejada de miradas indiscretas, era el sitio propicio para sus encuentros clandestinos.

2
Meses atrás, mientras Colin esperaba el correo en la estación del tren, tuvo un encuentro fortuito con una joven de larga cabellera. Ella esperaba la llegada de su esposo. En una distracción, Colin chocó accidentalmente con ella, que soltó involuntaria uno de los elegantes guantes que llevaba. Se disculpó con una sonrisa. La joven sonrojada por el gesto, correspondió la cortesía del mismo modo.
Ambos se agacharon a levantar el guante. El roce mutuo de sus dedos inició una complicidad empática. El chirrido de las ruedas del tren en las vías, rompió el encuentro. Ella recibió a su marido. Él, su correo. Ambos parecieron actuar con normalidad. Ambos se lanzaron miradas indiscretas, antes de perderse entre la gente.
Días después, Colin coincidió con la joven en el mercado ambulante del pueblo. Ella iba sola, cargando un canasto con frutos y verduras. Él se acercó cauteloso. Tocó su hombro para llamar su atención. Ella volteó sorprendida, le reconoció de inmediato y se quedó en silencio esperando una explicación:
–Veo que entre tus compras no llevas flores para adornar tu casa –dijo Colin.
–Tal vez no las necesito.
–Es cierto… Permítame regalarte unas.
–¿Y por qué debo aceptarlas?
–Son para disculparme por el incidente en la estación del tren.
–¿Cuál es tu nombre?
–¡Colin!
–Colin, muchas gracias, pero soy una mujer casada.
–Discúlpame, eh…
‒Ethel.
‒Ethel, sólo son una cortesía de mi parte.
Ella lo miró. Recorrió su cara como si quisiera descifrarlo. Hizo otro silencio y después de un ligero suspiro.
–Muy bien Colin, acepto tu flores, pero no es suficiente.
–¿Ah, no?
–No, ayúdeme con el canasto. Mi casa es por allá.
Colin se quedó en pausa.
–¿Tienes algún incoveniente con ello?
– ¡No! Sin problema.
–Gracias, son unas flores muy bonitas.
Los siguientes encuentros fueron concertados durante las ausencias del esposo de Ethel. Al principio las reuniones se limitaban a conversaciones y caminatas en lugares poco concurridos. Pretendieron ser buenos amigos. Sentían una atracción mutua, lo sabían, lo sentían. Ambos coincidían en que nadie más debía notarlo. Nadie.
No tardaron en frecuentarse a diario. Incluso cuando el esposo se sentaba en el estudio de su casa a leer una novela que lo tenía totalmente cuativado, ella aprovechaba para encontrarse con Colin, en el parque de los robles, frente a su casa.
Los viajes del esposo para asuntos de negocios aumentaron, y con su ausencia, las reuniones entre Colin y Ethel, pasaron del inocente coqueteo a la cama, en la cabaña en el monte.

3
Colin llegó a la entrada de la cabaña, observó a su alrededor para cerciorarse que nadie le había seguido. Recuperó el aliento y tocó a la puerta. Ethel abrió. Lo miró enamorada. Él tenía una mejilla lacerada, de inmediato ella le abrazó y con besos restañó su herida. Colin la apartó. Sintió celos. La imaginó haciendo lo mismo con el esposo, cuando éste regresaba de negocios.
Ethel notó la exasperación repentina de Colin, intentó compensarle con más besos y caricias, pero permaneció indignado. Le pidió concentrarse en el plan. Habían acordado el escape. Lo harían esa misma noche. Repasaron la estrategia varias veces. Al anochecer salieron de la cabaña en aquel monte. No hubo besos. Se separaron en la entrada. Ella corrió hacia el norte, su pelo suelto zigzagueó en el aire. Colin se internó en el bosque. Corrió ansioso la senda. Llegó a los jardines de la casa de Ethel. Sintió el recorrido más corto de lo usual, tal vez por la continuidad de los parques.

4
Agazapado detrás de unos setos, acechó los alrededores en busca de los perros guardianes. No ladraron. Atravesó el prado principal de la finca hasta el porche. Ethel le aseguró que el caballerango no estaría en la casa a esa hora. Así fue. Repasó mentalmente la distribución del lugar. Entrando, la sala; una galería, la escalera alfombrada, dos habitaciones, y al fondo, el estudio.
Colin ingresó con sigilo al estudio. Ethel le dijo que su esposo estaría sentado en un sillón de terciopelo verde, leyendo una novela sobre el romance de unos jóvenes en una cabaña en el monte. La obra lo tenía atrapado, nada lo distraía. Urgó entre sus ropas buscando la daga, la alzó por encima de su hombro con la diestra, para asestar una puñalada en el cuello del esposo. Un estruendo perturbó el espacio. Los perros ladraron en la lejanía de la hacienda. Colin cayó abatido, moribundo. La bala de una escopeta reventó en su espalda. Agazapado detrás de la puerta, el esposo de Ethel, sostenía el arma y sentado en el sillón, el caballerango sostenía el libro de “La cabaña en el monte”, con un separador en las últimas hojas.

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