
Por Nicte G. Yuen
Aquella mañana de primavera comprendí que él había tomado la decisión de terminar. Lo hice mientras aún dormía enredado entre las cobijas y el aroma a café de las siete de la mañana. No puedo explicar cómo lo supe; pero es que había algo en su rostro, como si ya no estuviera conmigo, como si su cuerpo estuviera atado a la casa por un finísimo hilo. Y pensar que mi mayor anhelo era envejecer a tu lado, eso era todo, envejecer… Suspiré aguantándome las ganas de llorar. Entonces estiré la mano para acariciar su mejilla, y es que lo amaba tanto que no concebía mi vida sin su presencia. ¿Qué haré por las mañanas cuando la cama tenga un inmenso vacío? ¿Cuándo despierte y tu respiración ya no esté? ¿Qué haré mañana, la próxima semana o el siguiente año? ¿Qué haré en tu cumpleaños y en navidades?
Salí de la recámara con la sensación de estar respirando sin hacerlo, un estar y no estar. Avancé por las escaleras con una avalancha de pensamientos invadiendo mi cerebro; quería obligarme a sonreír, de la misma manera que venía haciéndolo durante las últimas no sé cuántas semanas. Me detuve en la cocina frente a la estufa, había sacado algunos huevos del refrigerador. Oh, ese viaje a la playa que teníamos programado para el verano en uno de esos todo incluido, Dios, y esa excursión a las montañas para el solsticio de otoño con nuestros amigos… Ahí permanecí mirando el fuego de la hornilla, sin saber qué hacer para no derrumbarme. Unos minutos más tarde, lo escuché caminar por el pasillo hacia el baño; fue en ese momento que mis manos volvieron a funcionar y comencé a preparar el desayuno. No habría otro día como aquel, unos huevos revueltos, una taza de café, fruta picada, los buenos días seguidos de un beso, su loción acariciándome el rostro, y la promesa de encontrarnos por la tarde. El tiempo pasaría, yo olvidaría su voz y el murmullo de sus palabras en las noches oscuras, caminaría por las mismas calles que recorrimos juntos con la mano vacía. Cuando se sentó junto a mí, estuve a punto de decirle que lo sabía; sin embargo, tenía esa enorme sonrisa y esa conversación tan amena de las ocho de la mañana, que no reuní fuerzas para semejante afirmación. Me dejé abrazar y lo acompañé hasta la puerta.
No volví a verlo.
Unas horas más tarde recibí una llamada telefónica, el tono de su voz había cambiado por completo. Te vas, para mañana martes seremos historia, sólo dilo, te vas… puedes decirme cuanto quieras, son palabras erradas, es falta de amor lo que asoma por tus ojos, pensaba mientras él formulaba un par de excusas. Estuve al teléfono media hora sin poder hablar, luego cuando finalmente él dijo que no quería volver a la casa yo no hice otra cosa que colgar. Al final de cuentas, la decisión estaba tomada y poco importaba lo que yo dijera, gritara, blasfemara o rogara desde mi oficina, él nunca en su vida había cambiado de opinión, obviamente no lo haría ahora. Sabes qué es lo peor de este rompimiento, a ti no te importo… Lo descubrí desde hace tanto tiempo, y lo reafirmé, día tras día, durante el último año; muchas veces pensé en detenerme y hablarlo, expresar lo que estaba sintiendo; es sólo que no estaba preparada para decir adiós. Respiré profundamente, el aroma de su loción aún podía olerla frente a mí, resbalando por mi cuello, acariciándome.
Comencé a llorar.
Lloré el primer mes veinte de las veinticuatro horas que tiene el día, el segundo mes me sentía tan agotada emocionalmente que lloraba en sueños, y despertaba empapada en sudor, con la sensación de la peor de las pesadillas pegada a mi cuerpo, negada a abandonarme. Para el tercer mes solía quedarme quieta en algún rincón de la casa mirando el vacío, sin llorar, sin reclamos, sin incertidumbre, simplemente existiendo. Del cuarto y el quinto mes ya no tengo recuerdos, de algún modo extraño sobreviví a mi propio dolor, cumplí con las horas laborales y dormité en alguno de los sillones. Cuando acordé, el verano había llegado y se había ido, los escaparates de las tiendas se llenaron de suéteres y abrigos, anunciando la nueva temporada. Estoy segura que en más de una ocasión el tiempo se detuvo dentro de mi cuerpo, enrollándose a mi existencia; y luego, aburrido de mi quietud proseguía su marcha. Finalmente el año tan entretenido como estaba con las fiestas decembrinas, concluyó sin que me diera cuenta. Y ahí estaba yo comiendo uvas y brindando con sidra las últimas doce campanadas.
Han transcurrido nueve meses desde aquel día de primavera, las lágrimas han dado paso a la calma.