
Por Stephanie Serna
“Te busco, veo una gorra cualquiera y espero encontrarte debajo de ella, aunque sé que no vendrás, ni hoy ni mañana.” No sabía que a pesar de tenerte enfrente sentiría tu ausencia.
“Me pregunto si en estos momentos piensas en mí.”
“Me pregunto si te dolió que te dijera no.”
“Lograste llamar mi atención.”
“Cuando corrí a escribirte lo que acababa de pasarme, supe que no había marcha atrás.” No me arrepiento, pero es hora de poner el último punto.
Anoche, en un arranque de pensamientos miserables, me decidí a sacar del cajón todas mis líneas escritas a medias y terminarlas, con un objetivo no muy claro, pero al menos no inconcluso.
Un poco de confusión por aquí, otro tanto de desconfianza por acá, los completamos con algunas conclusiones llegando a la definitiva y ¡Voila!
Cierro la carta, bueno, la última, la verdad es que he perdido la cuenta. Pasé la mañana entre los borradores de todas las cartas de amor que le escribí, esos borradores que se me mancharon de realidad mientras los hacía y terminé ocultando entre tanta cursilería.
No fue hasta hoy que me resolví a entregarlas para hacer lo que algunos llamarían “pasar página”, cómo incluso yo en algún momento le llamé, pero tenía más de una para él y lo cierto es que prefiero la idea de la correspondencia (aunque ya nadie la use) a escribirle un libro.
Que la vida suceda con esas cartas rondando por la ciudad, por el mundo, que lleguen a él si es necesario, que todas mueran en sus manos o en sus cajones.
Mi historia terminó al llegar al buzón.
A la mañana siguiente, salgo de casa para recoger los recibos, la única correspondencia que llega a mi puerta. Es entonces que veo pasar por la calle de enfrente un ente que rompe con lo rutinario.
¿Qué hace un espécimen de esa clase en medio del caos urbano una mañana de jueves?
Entraría en la descripción de un simple cartero: de no ser porque va en bicicleta, como los de antaño, y lleva una enigmática máscara bicolor puesta. Una canasta llena de entregas, cajas de todas formas que, amontonándose entre ellas, no dejan ver los sobres, o eso quiero pensar. No creo que este ser sea el encargado de entregar mis cartas, pero me encantaría, imagino la cara de mi destinatario al abrirle la puerta a semejante personaje:
Por la mitad negra de su máscara se podría deducir que oculta su identidad al igual que hace con sus paquetes, cartas y (¿Quién sabe qué otras cosas?) demás entregas de la canasta; y por la parte blanca se podría sacar la conclusión de que busca pasar desapercibido, protegerse del aire frío o simplemente llevarse consigo las sonrisas, gestos confundidos y locas conclusiones que va despertando en su andar. O eso pienso hasta que sus alas se extienden y vuelven obsoleta su bicicleta, desapareciéndolo de mi vista con todo y canasta.
¿Ves cómo todo tiene más de una cara?