
Por Emmanuel Ochoa
Esther soltó un suspiro ahogado entre los besos de Dylan, los labios lentamente separándose para cuando ella descansó, dando fin a su clímax. Él se levantó con suavidad, sosteniéndose en sus fornidos brazos de jugador de fútbol. Su fleco, sudoroso, cubría parte de su frente y sonreía satisfecho. Esther, sin embargo, mantuvo los ojos cerrados, y Dylan jamás supo el dolor que le causaba sonreír en ese momento.
Se separó de ella, dándose media vuelta, quedando ambos boca arriba sobre el frío metal de su auto. En esa noche, la luna brillaba con más intensidad. Era verano, el último día de julio, y aunque por la tarde el calor había sido insoportable en el pueblo de Eastwood, esa noche el viento soplaba, refrescando los dos cuerpos.
Permanecieron desnudos solo dos minutos. Dylan bajó y recogió su pantalón y el vestido de Esther. Lo posó encima de ella, quién se mantenía quieta y con los ojos cerrados.
—¿Estás bien? —le preguntó después de subirse nuevamente al capote—. ¿Te gustó?
La eterna preocupación de un cuerpo y mente jóvenes, y su constante anhelo de satisfacerla, le causó risa a Esther. Se obligó a abrir los ojos. La herida latía, y vio la inocencia aun intacta en Dylan, a pesar del año que vivieron casi juntos.
—Sí, cariño. Fue maravilloso. Siempre lo has sido.
Puso su mano sobre su mejilla y lo atrajo para darle un beso tierno. En ese momento, llegó a dudar si acaso ese sería el último beso entre ambos. Una parte de ella estaba segura, y tenía razón, de que así sería, y por eso decidió alargar el contacto con sus labios. Sin embargo, una ingenua parte de su ser le daba esperanzas, diciéndole que todo será tal cual como Dylan decía que sería.
Las palabras de Esther relajaron al muchacho, quién se volvió a acostar en el auto. Atrajo a Esther, rodeándola con su brazo y dejando reposar su cabeza sobre su pecho. Ella sabía lo que a Dylan le gustaba, se sentía orgulloso de su cuerpo de gimnasio y fútbol americano. Le encantaba el aroma del joven, y con una profunda inhalación, decidió memorizar esa fragancia. Ojalá vendieran su fragancia en una botella de cristal, pensó años después, pues llegó a olvidarlo.
—En verdad lo fue.
—¿Qué cosa, cielo?
—Maravilloso. Esta noche, fue increíble.
Esther notó el orgullo en su voz, con su mirada perdida en el cenit nocturno.
—Sí, tú lo eres.
Dylan no notó la melancolía en su voz, con su mirada perdida en un horizonte vacío, como sospechaba que siempre sería en Eastwood, a menos que decidieras huir.
Se quedaron callados durante un rato, cada uno con sus mentes navegando distintas fantasías. Y aunque ninguno sabía lo que el otro pensaba realmente, Esther fue la única que pudo hacerse una idea casi acertada.
Fue un año maravilloso, mientras Dylan estuvo ahí antes de ser transferido a otra universidad, en otro estado del país. Se vieron por primera vez cuando Esther le dio clases en su último año escolar en la Eastwood High School antes de partir a su primera experiencia universitaria. Apenas se sonrieron, si acaso cruzaron un par de palabras. Nada especial, nada extraordinario. Sin embargo, sucedió lo que el destino, inevitablemente, prepara para ciertas personas: un encuentro inesperado, un Dylan ya graduado, en la pequeña feria anual del pueblo, llena de mazorcas, pasteles y juegos oxidados.
Una mirada, un roce de las manos, fragancia en el aire, y la fortuna de encontrarse solos, lejos de las luces y las familias.
Lo que siguió fue un sinfín de besos y caricias. Él llegó a conocer cada una de las cicatrices de Esther, también vio las arrugas empezando a formarse, unos ojos hundidos, ahora radiantes. Por otra parte, ella encontró en Dylan un cuerpo fortaleciéndose con cada semana que pasaban juntos en una cama o en un asiento trasero de un auto, pues aunque él nunca quiso ser atleta profesional, sin duda aprovecharía su beca deportiva para graduarse y conseguir su empleo soñado como fundador de una cadena de cafés, una fantasía única, casi ficticia, para una de las estrellas de un equipo de fútbol.
Esther había dejado atrás sus sueños. De joven, le contó a Dylan, ella quiso ser parte de un gran departamento científico de investigaciones en Alemania. Carajo, hablaba un alemán perfecto, siempre esperanzada de llegar hasta Berlín. La vida, en cambio, para las personas que sueñan grande en el pueblo de Eastwood, les prepara unos platillos amargos. Su madre enfermó, su padre enfermó, su hermano se alejó. Pocas opciones le quedaron más que abandonar su último semestre universitario y volver a esas tierras donde la niebla cubre las calles ocho de doce meses, y las novedades del resto del mundo pasan desapercibidas, únicamente conocidas luego de que una película se estrena en el único cine, con una única sala. Todo único, excepto las fantasías de Esther, que intercambiaron lugar con sus sueños. Ahora, al dormir, ella solo veía oscuridad luego del fallecimiento de sus padres. Sin embargo, por las tardes, antes de conocer a Dylan, podía imaginarse, con ojos cristalinos, una carrera cambiando vidas, trazando el curso de la historia.
Pobre Dylan, jamás comprendió esas palabras. Escuchaba la tristeza en la voz de Esther. Podía ver la melancolía acumulándose en sus ojos. Y sentía el tiempo agrietando la piel de su amada. No obstante, dada su joven ingenuidad, el nuevo soñador de Eastwood nunca entendió la profundidad inalcanzable en el corazón de Esther.
Pero esa noche, mientras veían las estrellas, poco importaba el pasado o el futuro. El tiempo presente, como decían los trillados poemas compartidos en internet, era lo más valioso en ese momento, cuando Dylan tomó su mano y le dio un tierno beso.
—Todavía me quedaré aquí tres días más, ¿segura qué no quieres que nos veamos?
—Está bien, cariño. Tienes mucho por empacar, debes despedirte de tus amigos y todavía has de arreglar tus papeles, y no puedes esperar más para conocer tu nuevo campus.
Claro que quería verlo, pera tampoco… quería. No porque no lo quisiera tener cerca. Eso era claro hasta para los astros en el cielo, ubicados a miles de millones de kilómetros de distancia. La mujer lo que quería era acostumbrarse a la falta de ese cariño, de los besos y de una nueva fantasía hiriente al corazón, el creer que tal vez era posible que pudieran tener una vida juntos, cuando era evidente que él recorrería una travesía designada solo para sus andares, mientras ella estaba ya destinada a ser enterrada junto a su madre y padre, y tal vez junto a su hermano, en ese pueblo, cuyas cadenas han atrapado a su alma por el resto del tiempo.
Así que no, no quería volver a Dylan, pues necesitaba irse habituando a su ausencia. Porque si, durante esos tres días que todavía estuviera en Eastwood, ella no resistía más y necesitaba verlo, lo tendría cerca. Era una oportunidad trágicamente única.
—Voy a volver, ¿sabes? —lo dijo con convicción, con verdadera creencia de que volvería.
Y fue cierto. Dylan volvió en incontables ocasiones a Eastwood.
—Volveré aquí, pase lo que pase. Yo sé que tal vez no quieras seguir haciendo… esto, y lo entiendo. Pero quiero que sepas que siempre serás especial para mí. Y te seguiré viendo, y oyendo, y apoyando cuando lo necesites.
Cuantas veces no había escuchado esas palabras. Mismo discurso, mismo orden. Sin embargo, para una mujer como ella, ya acostumbrada a esas conversaciones, y otras peores; una mujer que ha conocido si no el mundo, sí a las personas; a Esther, lo que Dylan dijo, la manera de hacerlo, le hizo saber que el joven creía genuinamente en lo que decía. Ella vio sus ojos y tomó sus manos, él sonrió, feliz. Entendió que, en su ignorancia al no salir nunca de Eastwood hasta ese entonces, y la bondad en su corazón aun intacta en ese pueblo alejado de los males más terribles, Dylan hablaba en serio. Quería seguir viéndola, oyéndola, apoyándola. No quería perder a esa persona tan especial, tan querida, pasara lo que pasara.
—Lo prometo —dijo Dylan para finalizar la velada.
Lástima que rompió su promesa. Esther comprobó, años después, que aquel no fue un abandono voluntario, ni mucho menos planeado. El futuro dueño de una cadena de cafeterías por varios estados del país, sí quería seguir con ella, aunque tan solo fuera una amistad. Pero sucedió lo que ella sabía que ocurriría. Dylan salió de Eastwood, Dylan se enamoró. Se enamoró de las grandes ciudades y las grandes exposiciones; de los museos y conciertos; de los vuelos en aviones y zarpar en cruceros; de otros países, de otras culturas; Dylan se enamoró de otras personas. Mujeres jóvenes, mujeres con sus mismos ideales. Mujeres de su misma edad.
Al año siguiente, cuando Dylan volvió a Eastwood, lo hizo tomado de la mano de una joven de piel morena, cabello rizado y gran talento para el piano. La llevó por todo el pueblo, presentándola a viejos amigos y familiares. Sí, incluso se la presentó a Esther, cuando en medio de la feria de la ciudad, mientras ella degustaba un pequeño pastelito, se toparon inesperadamente.
—Hola —dijo con una sonrisa, aunque clara incomodidad—. No sabía dónde estabas, Esther… señora Oakes.
Hubo un instante en que ambas miradas se encontraron, como si el resto del festival hubiera desaparecido junto con sus asistentes, y tan solo estuvieran ellos dos. Los ojos de Dylan clamaban por una disculpa, una genuina disculpa, al darse cuenta de que rompió su promesa. No lo hizo a propósito. Simplemente se había olvidado de ir a buscar a la señora Oakes. Pero ella, con una profunda comprensión de la vida de un joven, de una vida que ella misma deseó en el pasado, y con el corazón preparado para más heridas, tan solo asintió con la cabeza, y un fugaz guiño le hizo entender a su joven amante de antaño que estaba bien.
Que siguiera con su vida, porque ella sabía que algo así ocurriría.
Esa noche sobre el auto, mirando las estrellas, en silencio mientras le plantaba un beso en sus mejillas, Esther se despidió del Dylan que conoció en ese tiempo. Del Dylan cariñoso, que le daba largos besos y caricias en el cuello; del Dylan que la tomaba con sus fornidos brazos y no la soltaba nunca; del Dylan que le hablaba de sus sueños, del mundo por conocer, y de las raíces jamás olvidadas; del Dylan que, como niño chiquito, imaginaba una vida llena de alegrías y magia y cielos estrellados y un sinfín de experiencias por contar a sus nietos, pues este Dylan estaba seguro que un día podría retirarse y ver a su familia feliz.
—Vas a lograr todos tus sueños, querido.
Le respondió Esther, y en un susurro que solo las luciérnagas alrededor pudieron escuchar, le dijo: adiós.
Un día, años después, cuando el más allá podía apreciarse en el horizonte, viendo una nueva visita anual de Dylan junto con su esposa y tres hijos al pueblo, se preguntó ella misma si se sentía arrepentida de haber abierto su corazón ese año. Cuando todo inició, cuando él, siendo joven narraba aquello que añoraba conseguir. Esther decidió que tan solo disfrutaría del momento, del amor y de hacerlo cada noche, sabiendo que ellos dos nunca terminarían juntos.
Pero conforme los meses pasaron, otoño e invierno les dieron dulces momentos, Esther tomó la decisión de creer, de tener esperanza. Tal vez puede ser posible. Tal vez podamos seguir juntos. Y aunque su alma y corazón no se abrieron mucho, sí fue lo suficiente para que una herida se formara en ella la primera vez que se encontró a Dylan en la feria del pueblo, sus labios besando otros que no eran de Esther. Y se preguntó: ¿me arrepiento?
No, nunca. Pues aunque nunca más volvió a amar a nadie. Y nunca más volvió a cruzarse en su camino una persona que pudiera hacerla sentir en otro punto del universo. Y nunca más habló de nuevo con Dylan… ella nunca se reprochó querer.
Aunque la vejez sea la única acompañante, Esther vivió con la tristeza, mas no con el dolor. Porque podía ver al que siempre será su alumno joven siendo feliz, conquistando unos sueños que se le negaron. Y ella ahora observa un nuevo atardecer invernal, un sol escondiéndose detrás de las montañas de Eastwood, un Dylan caminando por las calles del acogedor del pueblo, y Esther sabiendo que, aunque la vida le impidió seguir sus sueños, no le impidió vivir ni ver la vida.