Minificciones Navideñas


Literoblastos

Mi último deseo de Navidad
Por Katya López

Mamá siempre me decía que podía ser lo que yo quisiera. La realidad llegó a mis 18 años, cuando aún no lograba hacer nada con mi vida, crecí tan rápido, que no me dio tiempo de disfrutar mi niñez, de jugar, de reír o llorar por unas rodillas raspadas, estaba tan concentrada en el futuro que olvidé lo importante.
Después de titularme como abogada, comencé a trabajar para un despacho jurídico, pero también, mamá enfermó, me sentía tan culpable por haber perdido tanto tiempo sin ella y dejar que esa enfermedad que le aquejaba, la fuera consumiendo, entendí que ese ego a causa de mis sueños frustrados no era importante, ahora sólo oraba por su salud y recuperar el tiempo perdido.
No existía una máquina para volver al pasado, y ya no era una niña para creer que podía crear una, solo deseaba estar presente para ella y pasar navidad un año más…
Septiembre y octubre fueron los meses más difíciles, dejé mi trabajo, debido a las quimioterapias de mamá. Al llegar diciembre nos dimos cuenta de que no estaban funcionando, su cáncer estaba avanzado, no importaba cuanto lo deseara, debía aceptar la realidad de perderla. Llegó el 24 de diciembre y su cuerpo débil que solo quería estar en cama no me daba esperanzas de verla llegar al siguiente año, por lo menos mi deseo se había hecho realidad, pasar una última navidad a su lado.

Las mejores compras
Por Alejandra Maraveles

¡Odiosa pandemia!, después de enfermarme hacía dos años, además de formar parte de las estadísticas, me había quedado sin olfato o gusto. Veinticuatro meses sin poder saborear la comida y sin oler perfume alguno. Decenas de doctores desconcertados con mi caso y tratamientos inservibles se habían unido a mi triste resignación.
Esa tarde de diciembre, fui de compras navideñas, obtuve los regalos que había pensado, al mismo tiempo adquirí un fuerte resfriado. Enfermarse antes de las fiestas es de lo peor, me perdí algunas posadas y reuniones. La tos y la nariz estilando no eran bien recibidas, pues se había vuelto políticamente incorrecto.
Con los ánimos por los suelos, me preparaba para acabar otro año sin sabores y olores. Entonces esa mañana de Navidad desperté respirando, la congestión del resfriado había abandonado mi cuerpo. Bajé a la cocina a preparar café y cuál fue mi sorpresa cuando el olor delicioso de los granos tostados llegaron a mi nariz, tomé un sorbo del líquido oscuro que me supo a gloria. Abrí el refrigerador y la alacena saqué cada alimento que podía comerse en el momento, los sabores hacían explosión en mi boca, los olores llenaban mis sentidos. Mis ojos se llenaron de lágrimas de júbilo. No podía haber pedido un mejor regalo.
No sé si llamarlo un milagro, pero con esas compras navideñas recuperé lo que la pandemia se había llevado de mí.

El hombre vestido de rojo
Por Missael Mireles

Como a todo ser humano, se me inculcó la clásica idea de que Santa Claus no existe, “son los papás”, creencia que mantuve hasta mi edad adulta.
No fue sino hasta una Navidad, cuando mi hija tenía 3 años, que desperté de madrugada y me dirigí al árbol en la sala. Entonces, vi la silueta de un sujeto vestido de rojo y con una espesa barba blanca.

Los Regalos de Santa Claus
Por Emmanuel Ochoa Ortiz

Santa entregaba regalos, miles de regalos, millones de regalos. Santa tenía que entregarlos a los niños, miles de niños, millones de niños. Poco importa si son católicos, judíos, morenos, amarillos o confundidos.
El crédito a veces se lo queda él. A veces el niño mimado, a veces los reyes burgueses, a veces los papás, a veces nadie.
Santa ha fallado muchas veces. Ha leído cartas, miles de cartas, millones de cartas. No ha podido regalar dinosaurios. No ha podido regalar súper poderes. No ha podido regalar curas al cáncer. No ha podido regalar resurrecciones de mamás o papás.
Esta Navidad, al terminar de entregar lo que pudo, regresa triste al Polo Sur. Su esposa no logra consolarlo, tampoco sus renos, ni los pingüinos o criaturas que ahí lo acompañan.
Los últimos años, las casas que visita Santa parecen verse más tristes, más solas, más frías, más caídas, más grises, más olorosas, más enfermas, más cansadas, más.
Se encerró en la oficina. Los correos para el próximo año estaban llegando a su computadora. Alguien toca a su puerta. Entra un elfo pequeño, de nariz alargada, piel verdosa y zapatillas rotas. Le dice que llegó una nueva carta, escrita a mano, para variar. Santa ve en el rostro del elfo un semblante curioso. No sé si pueda seguir cada año, le dijo a su ayudante. Lea la cartita, responde antes de dejar a Santa solo.
Santa leyó: “Gracias”. No había firma, nombre, fecha, lugar, marca.
Santa lloró.

Oskar
Por Emmanuel Ochoa Ortiz

Mi madre me sirvió la cena, dos trozos de papa, frijoles fríos, y un par de uvas dulces. Estábamos solos, desde hacía meses. Mi papá y hermanos partieron, jamás volvieron. Ella me vio temblando, la nieve y la ventisca se filtraban por la madera vieja. Me puso su bufanda. Al acariciarme el rostro cubierto de lo que creí era nieve, vi manchas negras en sus dedos. Ceniza
No te preocupes, mi niño, me dijo con una sonrisa. Vamos a estar bien. Y como cualquier niño le creí a mi madre.
Al terminar de cenar, nos acostamos sobre el colchón viejo. Me rodeó con sus brazos, me contaba historias. Las mismas de siempre. Pero siempre agregaba nuevos detalles, cambiaba los diálogos, y a veces los finales.
Entonces, una explosión hizo que la cabaña temblara, tirando los pocos adornos que poseíamos. Vimos una bola de fuego asomándose por la ventana sucia, hasta disiparse y no dejar más que humo. Lloré, las lágrimas cubrieron el brazo de mi madre.
Tengo miedo, le dije. Todo estará bien, mi niño. Ven, te tengo tu regalo. Se levantó. Al regresar, tenía en su mano mi viejo oso, Oskar, que creí perdido en el bosque Hürtgen. Aunque sin un brazo, ni ojos. Él te cuidará, verás que estaremos bien. Abracé a Oskar esa Nochebuena.
Oskar sigue aquí conmigo, junto a la fotografía de mi madre. Después de tantos años, siguen cuidándome.

Secuestro Navideño
Por Nicte G. Yuen


A Rodolfo, el reno, se lo llevaron inconsciente para venderlo en el mercado negro. La víspera de Navidad, un par de sujetos ingresaron a la mansión de Santa Claus armados hasta los dientes, mientras sus secuaces ya los esperaban en las camionetas donde amontonaron a todos los renos que lograron capturar. El plan estuvo perfectamente trazado desde el momento en que alguien puso precio a la nariz roja del reno favorito del panzón; y el polo norte se volvió un objetivo valuado en millones de dólares. A ninguno de los secuestradores le importó dejar sin regalos a cientos de niños alrededor del mundo, quiénes este veinticinco de diciembre descubrieron sus árboles navideños sin una mísera caja de regalo.