Amnesia y delirio

Imagen cortesía Pexels

Por José de Lómvar

Tenía un dolor de cabeza insoportable, pero curiosamente, no podía sentir el resto de mi cuerpo. Tampoco podía mover la cabeza, y me requería mucho esfuerzo parpadear. Veía borroso y sentía frío, mucho frío en la cara. Tenía la boca seca, la lengua entumecida, y por más que intentaba tragar algo, no lograba que el sabor metálico y amargo se fuera de mi boca. Entre mi respiración lenta, demasiado lenta para el pánico que tenía, percibí un olor metálico así como a plástico. Hacía silencio.
—No recuerdas lo que te sucedió, ¿verdad? —Escuché de repente.
Era una voz rara, rasposa y grave. No lograba distinguir si lo estaba escuchando con mis oídos o si resonaba en mi cabeza. Traté de enfocar mi audición hacia lo que inicialmente creía que era el origen de la voz. No pude hacerlo. Pasaron unos segundos. Seguía confundido. Traté de girar la cabeza hacia su origen, pero me dolía todo el cuello.
—¿Quién eres? ¿En dónde estoy?
—No has contestado mi pregunta. Supongo que ya te darás cuenta. —Había un tono burlesco en la voz rasposa.
—¿Darme cuenta de qué? ¿Quién eres? ¿En dónde estoy?
—Tienes que contestar esas preguntas por ti mismo, yo sólo te puedo dar pistas.
—¿A qué estás jugando? ¿Quién eres? ¿En dónde estoy? ¿Por qué siento tanto dolor en la cabeza y el cuello? ¿Por qué no puedo hablar bien?
—Nunca fuiste muy inteligente. Siempre fuiste de memoria laxa e impulsivo, esto te hacía irreflexivo y has cometido muchos errores por eso. Afortunadamente para ti, este ejercicio no requiere de mucha inteligencia.
—Déjate de juegos.
Mi respiración seguía lenta, tan lenta que no sabía si había inhalado nuevamente desde que inició el diálogo con la voz rasposa. Sonó una segunda voz, aguda y más burlesca que la anterior.
—También quiero ayudarte a recordar lo que te sucedió. —Nuevamente, no sabía si su origen venía desde afuera o desde adentro de mi mente. Quizá era el dolor de cabeza lo que me provocaba la confusión. Había algo siniestro ella. Las palabras que decía eran menos articuladas, como si una barrera obstruyera la gesticulación de la boca de donde provenía.
—¿Quién eres tú? —Me referí a la voz aguda, percatándome que esta vez, yo tampoco había gesticulado bien. Apenas podía mover mi mandíbula. De hecho, no recordaba haber realizado movimiento alguno. Algo raro estaba sucediendo. ¿Me habrían drogado?
—Creo que le va a costar trabajo recordar todo lo que le sucedió. —El tono humillante de la segunda voz comenzó a irritarme.
—Sí, creo que sí. Tenía esperanza de fuera entender con mayor rapidez. No tenemos mucho tiempo. Pronto nos silenciarán.
Traté de fruncir el ceño, pero los músculos de mis cejas no me obedecían. Era como si yo fuera una piedra en el suelo, sin animación. Comencé a sentir como la desesperación se apoderó como una nube negra extenderse por mi cráneo.
—¡Ayúdenme! —Quise gritar. No pude. No podía abrir la boca. Moscas revoloteaban a mi alrededor. Gusanos se arrastraban sobre mi cara. Debí sentir asco, pero sólo sentí un vacío. —¡No quiero saber qué me sucedió! ¡Quiero saber quiénes son y en dónde estoy? ¡Quiero salir de aquí?
La voz aguda soltó una carcajada.
—¿Quieres salir de aquí? ¡Muy bien! Los gusanos y las moscas te sacarán de aquí.
Las palabras moscas y gusanos tuvieron el efecto de una llave con una cerradura. Sentí el recuerdo de un golpe en mi cabeza. A mi agonía le siguió un resplandor de luz blanca, acompañada por una visión posterior. Vi un tubo de acero blandido por un hombre armado golpear mi cabeza. La visión terminó con otro resplandor de luz blanca.
—¡Ya lo recuerdas? —La voz grave sonó más amistosa en esta ocasión. —Para ayudarte a recordar, me voy a describir. Soy un pedazo de ti. Soy largo y no estoy completo. Antes, mi extremidad terminaba en cinco partes; ahora la mayoría están perdidas. Conservo una. Antes me encontraba atado un pedazo de ti, ahora estoy libre. ¿Qué soy?
Al terminar la pregunta, vi otro resplandor de luz blanca seguido de una visión. Estaba cubierto en sangre. El hombre, con la pistola en el cinto, sostenía unas pinzas en las manos. Con ellas me arrancó los dedos de mi mano derecha, excepto el pulgar. Después, para mi horror, con una segueta, separó mi brazo del hombro con un sonido crujiente. Recordé el dolor y después los mareos. La visión terminó con otro resplandor de luz blanca.
—Eres mi brazo— dije con tristeza.
La voz aguda continuó. —Yo también soy un pedazo de ti. Antes, tenía seis miembros, ahora sólo tengo uno. ¿Recuerdas?
Cuando la segunda voz terminó de hablar, me cegó otro resplandor de luz blanca. El sonido raspante de huesos crujiendo y tejidos siendo cortados, continuó. El hombre armado seguía frente a mí. Mi brazo derecho había caído, al igual que el izquierdo y mis dos piernas. Para evitar que me desangrara, me cauterizó las heridas con un fierro puesto al rojo vivo. Apenas podía seguir consciente. El hombre armado pasó la segueta a mi cuello. Cortó a través de nervios, tendones y músculos con mayor dificultad de la que esperaba. La visión terminó.
—¡Ya lo recuerdas, verdad?
Era la voz aguda. Pertenecía a mi torso. Las tres visiones me hicieron recordar quién era y qué había sucedido. Yo estaba muerto. Había sido asesinado. El terrible crimen que cometí fue ser el apoderado de una tierra con suelo bueno para la amapola. Yo me negué a sembrarla. Por eso el hombre armado negó que mi cabeza siguiera puesta sobre mi cuello.