Las poquianchis

Imagen cortesía Pexels

Por Marisol Arnot

La mamá se llamaba Adela, la poquinchis mayor. Recuerdo perfecto su cara manchada, maltratada por el sol; el cabello andrajoso, con el tinte color naranja ya deslavado y las raíces negras. Los únicos dientes que conservaba Adela eran enormes, aunque dispares y amarillentos, los tenía tan salidos de la boca que supongo le era complicado cerrarla por completo, así que era difícil saber si estaba sonriendo o estaba afligida. Y tampoco era posible apoyarse de su entrecejo para descifrarlo, pues tenía tantas arrugas que era imposible obtener nitidez en su expresión. 

La poquianchis mayor tenía una hija que ya estaba muchacha, no sabía su nombre, pero mi abuelo le decía Adela chica y nosotros le decíamos la poquianchis menor. Era muy parecida a su madre, solo que ésta todavía tenía todos sus dientes, el tinte rojo de sus cabellos rizados le lucía siempre brillante y tenía un enorme lunar en una de sus mejillas. Las dos Adelas iban a casa de mi abuelo de vez en cuando, él decía que iban a hacerle unos favores. En ocasiones iba la poquianchis grande, a veces la chica.  No creo haberlas visto llegar juntas. El caso es que tan pronto como mi papá se enteraba de que alguna de ellas iría a visitar al abuelo, me mandaba a su casa para hacer guardia. Porque como el abuelo ya tenía muchos años viudo y vivía completamente solo, sucedía que cuando iban esas visitas solían aprovecharse y robar lo que les era posible. “Son unas aves de rapiña”, decía mi papá. Nunca le pregunté, pero casi estoy segura de que poquianchis era el nombre de una de esas aves a las que se refería. Ni críos tenían las desgraciadas, pero a veces llevaban una carriola mugrienta que utilizaban para meter el rollo de papel, el jabón para la ropa, los kilos de frijol y de azúcar y todo lo que les cupiera. Había veces que, aunque yo hubiera pedaleado con todas mis fuerzas para llegar a la casa del abue, no lograba mi cometido de evitar el saqueo, ya nomás me tocaba verlas salir con la carriola cubierta por una sabanita de bebé, unos cuantos granos de arroz caían al suelo y las llantas rechinaban de lo pesado que estaba el cargamento.

El abuelo solía tener mucho de todo en su alacena, siempre decía que para que alcanzara tenía que sobrar. Así que nunca se daba cuenta del hurto, primero porque era muy fácil distraerlo, yo misma lo hice en muchas ocasiones, le preguntaba algo de cuando era joven para que con la emoción de contarme se olvidara de que no me había terminado el enorme plato de caldo de res que me había servido. O cuando me enfadaba su Discovery Channel y quería ver las caricaturas, simplemente esperaba a que se quedara dormido para que aflojara la mano y soltara el control del televisor. No sé cuál técnica habrán utilizado las poquianchis para agarrar tanta cosa, pero ya para cuando mi abue se daba cuenta de que le hacía falta algo en su despensa, su memoria no era capaz de detectar qué era exactamente lo que le hacía falta y desde cuándo. Simplemente notaba más vacío, así que me daba una lista y me pedía el favor de surtirla en los abarrotes de la esquina. 

Pienso que los favores que hacían las mujeres esas debieron ser altamente confidenciales, porque el abuelo cerraba la casa con seguro por dentro. Lo sabía yo porque tenía un juego de llaves de su casa, y solo cuando se trataba de esos asuntos era que ni yo ni nadie podíamos entrar. En esos casos me quedaba afuera de la casa y esperaba a que mi abuelo despidiera a sus visitas. Aunque, la verdad es que ni siquiera era tanto lo que me hacían esperar. Y digo que debieron ser favores ultra secretos porque por más que pegaba la oreja a la puerta no lograba escuchar nada más que murmullos. 

También había un hijo poquianchis. Tenía las mismas fachas que la madre y la hermana; era igual de paliducho, solo que, en lugar de arrugas o lunares, éste estaba lleno de pecas. Tampoco tenía los cabellos pintados. Supongo que era el más pequeño de la familia. El poquianchis menor. Pero eso sí, tanto él como sus parientas tenían un olor a persona tan fuerte que se quedaba impregnado en la casa incluso horas después de que se hubieran ido. Recuerdo una ocasión en la que mi abuelo le regaló al joven una bolsa con ropa que ya no queríamos, entre el montón de garras también había un par de zapatos, el chico quiso medírselos y comenzó a desatar las agujetas, pero con el miedo del olor que pudiera salir de sus pies, me aguanté la respiración y le pelé los ojos a mi abuelo. “No te apures, seguro sí te quedan. Llévatelos sin medírtelos y si no te quedan los regalas”, mi abue se apresuró a detenerlo mientras me guiñaba el ojo. De cualquier modo, el muchachillo se veía contento por tener unos zapatos más nuevos que los que traía puestos. 

Aunque nunca supe cuáles favores le hacían las mujeres de esa familia a mi abue. Segura estoy de que no eran los mismos que hacía el poquianchis menor, porque con ellas todo era un misterio a puertas cerradas en el cuarto de mi abuelo o en el patio. Y con él chico no. Cuando me tocaba vigilarlo a él, lo veía barriendo la calle, arreglado el jardín o lavando la camioneta. No había mucho que cuidarle porque tampoco lo vi salir con nada que no le hubiera sido entregado en las manos por mi abuelo: galletas, frutas, chocolates y varias monedas de a diez pesos. Siempre lo vi irse muy agradecido. 

Confieso que me parecía emocionante la misión de vigilar a las visitas. Me sentía importante, y aunque no siempre lograba mi cometido, regresaba a casa con el reporte de los hechos. El tiempo que se había tardado el abue en abrirme la puerta y los artículos que habían desaparecido de la alacena. Mi papá solo se encogía de hombros y movía la cabeza de un lado a otro. La verdad nunca tuve al valor de acusar a las poquianchis. Pensaba que si las delataba tal vez ya no irían a hacerle esos favores tan importantes para mi abuelo y tan ultra secretos. Así que me limitaba a hacer lo que se me había encomendado: “hacer mosca” y entorpecer el hurto.