
Por Maik Granados
Septiembre 19, 7:15 am. Ciudad de México.
El olor del café impregna el departamento, salgo de bañar y estoy listo para ir a la universidad, una última revisada a la mochila.
Mi madre, desde la cocina, pregunta si quiero acompañar mi café con un pan de dulce, una concha. Apurada me invita al comedor mientras termina de preparar la comida de mis hermanos.
Mi padre, está esperando en la calle, cuatro pisos abajo. Ha sacado el auto del estacionamiento.
Los gemelos están por salir de la recámara y se enredan, como es su costumbre, en una disputa por alguna tontería, mi madre apresurada acude para imponer el orden.
De pronto todo comienza a moverse, lento, como si quisieran avisarnos lo que se venía. Son segundos de incertidumbre y, también de esperanza, para que cese el temblor, pero no es así. Crece y de manera exponencial, cada segundo es más y más intenso, uno piensa que el hogar, la casa donde se vive, es suficiente para el cobijo ante cualquier fenómeno de la naturaleza.
¡Crack!
Angustia, terror, impotencia… Miedo…
Todo comienza a desmoronarse, mi familia se desvanece. Como si se tratara de una película, veo en cámara lenta como se hunde todo el piso del apartamento hacia el vacío, comenzando por la sala, pasa por debajo de mi en el comedor y termina por tragarse a mis hermanos y a mi madre, horrorizados se funden en un abrazo, como si asirse entre ellos evitara su caída.
Mi corazón se acelera, la sensación de precipitación hace que grite desesperado por encontrar algo que me sustente, que me dé confianza… ¡No quiero morir!
Un zumbido intenso me saca del letargo, tengo la mirada borrosa por un golpe en la cabeza, el ambiente está polvoriento. Alcanzo a escuchar detrás de los escombros a mis hermanos gritando. ¡Mami! ¡mami! ¡despierta! Lloran, siento en sus gritos la desesperación de verla inerte, intento calmarlos pero algo oprime mi pecho, me falta el aire, no puedo hablar, mucho menos gritar. Es como estar dentro de una pesadilla, donde el peligro es inminente y yo estoy totalmente petrificado. Una enorme bruma negra me invade y después, la nada…
Un silbato a lo lejos me despierta, los sonidos sordos del exterior indican la gran actividad que hay encima de nosotros: sirenas de ambulancias, perros ladrando, gente pidiendo silencio…
Enseguida la ausencia, una voz hueca pide ayuda. Vuelve la movilización, están todos enfocados en rescatar a los sobrevivientes y a los cadáveres. El tufo a muerte impregna mi reducido espacio, seguro hay muertos porque la tierra nos tragó en sentido literal.
Tengo mucha sed. Quiero gritar pero no puedo hacerlo, la gran piedra sigue ahí, oprime mi cuerpo, mi pierna izquierda, la cadera y mi pecho, solo tengo libres las extremidades de mi derecha.
Respirar es un triunfo, pero sigo vivo, de algún modo tengo que salir de aquí, ¡no voy a morir!…
¡Crack!
Una réplica.
El peso encima de mí se aligera, como si un ser espiritual o sobrenatural lo hubiera retirado. Escucho a mis hermanos nuevamente llorar. Les he cantado algo. Ahora está calmados.
Por fin, con voz potente pido por ayuda, un gran rugido de vida sale de mi. ¡Ayuda! ¡Por favor! ¡Estamos vivos!
Mis hermanos gritan mi nombre, como si yo por ser el mayor pudiera sacarlos de ese apuro, sólo atino a pedirles que se mantengan juntos y tranquilos, les digo que pronto nos sacarán. Obedientes, cesan sus súplicas.
De vez en vez les pregunto si todo está bien con ellos, responden siempre que sí, pero que mamá tiene mucha sangre y ya no reacciona, les pido la cuidaran y que tengan paciencia.
Desvanezco de nuevo…
Abro mis ojos y siento como la luz exterior me despierta, un grupo de personas eufóricas gritan: !Está vivo! Un paramédico de la cruz roja me revisa. “Vas a estar bien campeón”.
Al salir de entre las ruinas logro reconocer a mi padre que corre hacia la camilla donde me llevan, está lleno de polvo en su cabello y sus ropas, con los ojos llenos de tizne y lágrimas embarradas, me abraza y me besa. “Debo continuar ayudando a esta gente, gracias a Dios que están bien, los veo más tarde en el hospital… Te amo hijo…”
Con una mascarilla en la cara proveyéndome de oxígeno y uno de mis hermanos acompañándome se cierran las puertas de la ambulancia, dejo atrás las ruinas y el hedor a muerte. Por la ventanilla veo un montón de rocas con los rescatistas como hormigas encima de ellas. Estoy vivo, es lo que importa.
En memoria de los mexicanos fallecidos y desaparecidos aquel 19 de septiembre de 1985… y también en 2017.