LAS HADAS DE MAMÁ IGNACIA

Imagen cortesía Pexels

Por Nicte G. Yuen.

Mamá Ignacia vivía en la última casa de la avenida, justo en ese punto donde el tiempo parecía haberse detenido. La vivienda estaba pintada de azul los primeros seis meses del año y de amarillo de julio a diciembre. En el jardín trasero tenía un bellísimo huerto repleto de naranjos y limoneros, bordeado por lavanda, romero y gigantescos tomates. También tenía un gato llamado botas y una colonia de hadas viviendo en sus rosales.
El mes anterior, mamá Ignacia, había cumplido ochenta años; y para celebrarlos se había rehusado a irse a vivir a un asilo. Les había gritado a sus tres hijos tres veces no, luego había soplado las velas del pastel y los había corrido de casa. Ninguno de sus hijos quiso hablar sobre buscar alternativas, ver opciones o al menos escuchar la versión de su propia madre. Al día siguiente, los tres se fueron a sus respectivos trabajos y el asunto quedó enterrado. Mamá Ignacia andaba triste y distraída tratando de limpiar los cuartos y regar las plantas como si no hubiera pasado nada.
Las hadas que habitaban en el jardín desde antes que aquella casa se hubiera construido, habían conocido a los padres de Ignacia cuando aún eran jóvenes y habían empeñado todo con tal de comprar el terreno; así que le tenían un cariño muy especial a la pobre anciana que no concebía seguir viviendo fuera de esas paredes.
–Hoy vi a mamá Ignacia echándole leche a la sopa –dijo una de las hadas, sentada sobre una naranja madura –y ayer estaba echándole agua a los rosales sin gota de agua. Además, no deja de llorar antes de irse a dormir.
–Yo estuve mirando como zurcía unos calcetines con una aguja sin hilo –dijo otra hada vestida con retazos de pétalos amarillos -, estuvo cose y cose sin coser hasta que atardeció y fue a la cocina a prepararse la cena. Necesitamos vigilarla… Podríamos hacer turnos para no dejarla sola.
–Me ofrezco a vigilarla hoy mientras esté la luna menguante – anunció una tercera hada levantando la mano –le cantaré arrullos al oído mientras duerme para que tengo lindos sueños, quizá mañana se sienta de mejor ánimo.
Esa tarde, las hadas, estuvieron organizándose para no dejar sola a mamá Ignacia ni de día ni de noche. Además, acordaron que formarían una brigada para limpiar la casa, otra para cocinar y una tercera para regar el huerto y el jardín. Incluso un par de hadas se anotaron para darle de comer a Botas y juguetear con él en las madrugadas.
La casa pintada de amarillo en aquellos calurosos días de verano, se llenó del aleteo de infinidad de hadas, quienes abandonaron los rosales para irse a cuidar a mamá Ignacia.
–Mamá… ¿Me escuchas?, fui a conocer un asilo que recién inauguraron, queda cerca de la playa, te imaginas, tu cuarto podría tener vista al mar… ¿Mamá? Por favor, no necesito que me ignores cada vez que te hablo por teléfono… Ya te lo explicamos, es por tu bien… ¿Mamá?
Una de las hadas que estaba de guardia sentada sobre el hombro de la anciana, se tomó la libertad de colgar el teléfono y sacarle la lengua a la fastidiosa hija. Después cantó una melodía que imitaba la risa del arcoíris para que mamá Ignacia dejara de llorar. Tres días más tarde, cuando el teléfono volvió a timbrar, nadie se tomó la molestia de contestar.
Conformé pasaron las semanas, la anciana antes distraída por su propio dolor, fue percatándose que algo extraño sucedía en su casa. La primera vez que lo notó fue cuando encontró a Botas bebiendo leche, había pasado de largo, pensando en la última vez que alguno de sus hijos había tocado a la puerta y unos pasos adelante se había detenido tras recordar que hacía al menos una semana que no compraba leche.
–Oye, Botas.
–Miau –contestó el gato sin sacar los bigotes del tazón de leche recién ordeñada – Miau
–¿De dónde sacaste tú esa leche? –lo interrogó la anciana, estirando la mano para acariciarlo
–Miauuuuuuuu
–Creo que estoy perdiendo la memoria –murmuró la anciana rascándose la cabeza -, no sé, estoy segura de no haber salido de casa… ¿Tu qué opinas, Botas?
El gato le contó que habían sido las hadas, de la misma manera que lo habían alimentado las últimas tres semanas; sin embargo, mamá Ignacia siguió rascándole la cabeza sin entender ni un solo maullido, después simplemente siguió el camino hasta su habitación.
A la mañana siguiente Botas tenía su tazón repleto de leche fresca, la anciana se detuvo a mirar aquello por largo rato, estaba segura de haberse ido a dormir a su cuarto no de salir a buscarle leche al gato. También encontró los platos perfectamente limpios y ordenados.
–¿Qué está sucediendo aquí? –le preguntó al gato, pero como Botas estaba durmiendo la siesta sobre el sofá favorito de mamá Ignacia, no respondió ni medio miau. Entonces la anciana entró en pánico –¡Creo que si necesito irme a ese asilo!
Una avalancha de imágenes asaltó su mente. Los naranjos y limoneros recién regados, los rosales podados, la lavanda y el romero abonados, la ropa limpia, los vasos y platos ordenados en los cajones, la ropa doblada sobre su cama. Mamá Ignacia comenzó a llorar tan fuerte como sus pulmones se lo permitieron, se sentía aturdida ante la extraña sensación de haber recuperado la vista repentinamente, por lo que no sabía cómo reaccionar.
Las hadas se reunieron de emergencia, espantadas por los sollozos de la anciana. Desde tiempos antiguos la magia feérica había permitido que humanos y hadas vivieran en el mismo espacio sin perturbar el equilibrio de la naturaleza, por lo que los hombres nacían y morían sin percatarse de la presencia de las hadas. Los casos de humanos que habían visto algún hada eran muy pocos y a la mayoría nadie les creía lo que contaban sobre aquellos encuentros.
–¿Y ahora qué haremos? –dijeron varias hadas al unísono
–Mamá Ignacia está recortando los encuentros que ha tenido con nosotras… ¿La vieron? Está aterrada –mencionó una de las hadas que había estado alimentando al gato – ¿Por qué está recordando? ¿Nuestra magia ya no funciona?
–Sí, ¿qué sucede? –volvieron a decir varias hadas al mismo tiempo
–Creo que nos hemos excedido –murmuró el hada que proveía a Botas de leche recién ordeñada.
–Necesitamos alejarnos de Mamá Ignacia –anunció el hada más longeva del jardín de rosas –, nuestra magia feérica le está afectando y esa no es nuestra intención.
Mamá Ignacia llamó a su hija aquella tarde, estaba llorando y las palabras no fluían como la anciana quisiera. Las manos le temblaban y tenía la sensación de no tener fuerzas para sostenerse si se paraba del sillón. Se disculpó en varias ocasiones por haberlos corrido de casa mientras insistía en que estaba olvidando cosas que supuestamente había hecho. Aseguró estar enferma, aunque no sabía de qué y pidió verlos lo más pronto posible. Sus tres hijos fueron a casa de mamá Ignacia apenas salieron de sus trabajos, la encontraron aún sentada en el sillón llorando en silencio y con Botas en su regazo.