LA DIFICULTOSA AMISTAD DE LA COMADRE CÁNDIDA Y YO

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Por Maggo Rodríguez

Cuando mi viejo me dejó por una nueva, la única que me apoyó fue la comadre Cándida. Nunca tuve hijos, ella tenía ocho, pero ya todos habían dejado el nido, excepto Martha, la menor. Yo admiro mucho a la comadre porque sola sacó adelante a sus muchachos, todos son gente de bien, gracias a su madre, que siempre los alineó por la derecha. 

Pero si hay algo que le puedo criticar a mi comadre es que, a esa muchacha en especial, la tiene súper consentida. Esa Martita no tiene nada bonito, ni el cuerpo ni la cara y mucho menos el carácter, su único atributo es saber cuidar plantas de todo tipo, desde las que se dan en lo seco hasta las orquídeas tan chocosas que son. Sí, se lo reconozco, sólo por ella la casa de mi comadre parece una selva y se siente fresca. Sí, sabe cuidar plantas, pero no animales. 

Un día la muchacha se encaprichó con que quería un ruiseñor, y ahí tienes a la comadre Cándida tratando de atrapar uno, correteándolos como si fueran mansas esas criaturas. Como las enaguas no le dejaron atrapar a ninguno, tuvo que bajar al mercado y se lo vendieron caro. Desde un principio le dije que esos animales no son de jaula. Por algo Diosito les da alas, para que las usen y vuelen lejos de gente desquehacerada como mi comadre y su hija. 

Nuestros patios conectaban por la parte de atrás y desde ahí miraba cómo trataban al pobre animalito: le compraban alpiste reseco, casi no le cambiaban el agua, nada más cada ocho días le limpiaban su jaula y, por si fuera poco, le ponían y le quitaban un trapo oscuro para ver si por fin cantaba, porque claro, en esas condiciones el ruiseñor se reusó a cantar. 

Cuando mi comadre y su hija salían al mandado, yo me brincaba la bardita que separaba los patios y le echaba pinole o ahuautle, porque mi abuela decía que con eso cantaban. Se los comía bien, no dejaba ni rastro, pero nomás no cantaba. 

Un buen día me animé a abrirle la jaula para dejarlo ir. Le puse un palito y le dije a mi comadre que esos pájaros eran muy inteligentes y que de seguro él solito había salido. Además, estaba harta de limpiarle, según ella, no le iba a importar que ya no estuviera. A pesar del berrinche que su hija de casi treinta años hizo, el ave se fue. Por dentro, sentí un alivio con él y hasta con Diosito porque no podía ver cómo lo seguían maltratando. 

Pasaron los días muy temprano, cuando me iba al molino, escuché un canto bien bonito, pero no veía al pájaro. Machaqué unos granitos de maíz y los dejé junto a la pila del agua, entonces aterrizó un ruiseñor con las uñas coloradas. Era el de la comadre. Lo último que quería era que ese infeliz volviera a sufrir y tener yo un problema con mi comadre. 

Creo que después de todo el canijo sí era inteligente porque me tanteaba la hora en que me levantaba y ya sabía que su maíz, pinole y hueva de mosco no le faltaban. Cantaba un rato, revoloteaba en una jicarita con agua que le dejaba y luego se echaba a volar. Me alegraba las mañanas saber que al menos él era libre y a veces me ponía a imaginar cómo eran los paisajes que veía cuando andaba en el cielo. 

La mañana del día de Santo Domingo Savio amanecí con un silencio que me invadió el corazón. Algo me faltaba y cuando salí a mi patio encontré un bultito café junto al pinole. Mi ruiseñor estaba ahí, enterito, pero con el cuello flojo. No dejé que las hormigas se les subieran ni que mi comadre fuera a asomarse. Lo metí en una cajita de cartón de unos tornillos que había comprado casi desde que me casé y a luego lo enterré junto a mi guayaba. Entonces lloré camino al molino como la mayoría de las mujeres de este pueblo, en silencio, sin limpiarme las lágrimas y sin perder el rumbo. A veces el rebozo te ayuda a que no se te vean tanto los ojos. 

Recordé a mi abuela y a la paloma que el gato de doña Sofía le había matado. Pasó que el gato brincó sobre la paloma y lo que decía la abuela era que su corazón, chiquito, no aguantó el susto, porque el bendito gato no se la comió ni nada. 

Até cabos. La Martita recién se había hecho con un gato. De seguro él lo mató, mató a mi ruiseñor. Y yo estaba ahí en el molino llorando en esencia por culpa de mi comadre Cándida. Porque si ella no tuviera tan mimada a esa muchacha malcriada ese gato no hubiera llegado y yo todavía tendría un ruiseñor cantándome en las mañanas. 

Pasé a la tienda de don Ramón y compré veneno para ratas, lo puse en un pedazo de bistec y se lo di al gato lagañoso de Martita. A la mañana siguiente encontré a mi comadre renegando, haciendo un hoyo en la tierra de su patio para enterrar al gato. Si estuvo bien o estuvo mal no lo sé, ya cuando me muera Nuestro Señor me juzgará. Al menos la comadre juró a regañadientes que no le volvería a dar un animal a su hija. 

Un comentario sobre “LA DIFICULTOSA AMISTAD DE LA COMADRE CÁNDIDA Y YO

  1. Hay me dió tristeza por el gato, talvez no tuvo nada que ver con la muerte del ruiseñor.
    Pero que señora, que por metiche terminó haciendo mucho mal. 😥🫣.
    Saluditos señorita escritora; ya me hizo divagar. 🥰

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