LA LEYENDA DEL H-WAYAK

Imagen Elias Tigiser en Pexels

Por Nicte G. Yuen

Desde la ventana alcanzó a observar una docena de árboles arrancados de raíz, seguramente había sucedido durante la madrugada; estaban completamente despedazados, como si los hubieran azotado contra la tierra lodosa, como si los hubieran apretado y vuelto a apretar. Martina sacó media cabeza y aferró sus manos al borde de la ventana, el sudor le escurría desde la frente, aunque no sabía si era calor o pánico. Intentó recordar algún ruido extraño y respirar con calma. Cerró los ojos, retrocediendo instintivamente, sus vecinos se habían quejado las últimas semanas de tener en sus casas un batallón de aluxes, solían amanecer con fiebre, vómitos o mareados, con las sillas en las azoteas y sus huertos saqueados; sin embargo, todos sabían que ningún aluxe alcanzaba el metro de estatura, por lo que era imposible que se hubieran divertido arrancando los árboles de la selva. Se trataba de algo o quien más, eso era seguro.

Apenas terminó de amanecer, Martina abandonó su casa y se internó en la selva. Llevaba un machete bien amarrado a su vestido, y los cinco sentidos alertas. Sabía que no podía quedarse parada en la puerta esperando a quien sea que haya destrozado media selva sin hacer siquiera un ruido; tenía que ponerse a salvo antes que los presentimientos que le anudaban la garganta le dieran alcance. Tenía la esperanza de encontrarse con algún pariente o vecino por el camino, alguien con quien compartir sus miedos y alcanzar a llegar al pueblo a salvo.

A un kilómetro de camino la selva estaba invadida por huellas de un metro de largo, iban y venían entre los árboles destrozados, y parecían perderse en el sendero que conducía al cenote. Martina se arrodilló para meter ambas manos en una de aquellas huellas, el olor que desprendía era nauseabundo, como si varios animales se hubieran podrido justo ahí. Su padre les había contado, a ella y a sus hermanos, antiguas leyendas de gigantes salidos de las entrañas de Xibalbá. 

-Solo un gigante podría haberlo hecho – murmuró Martina secándose el sudor con la manga de su vestido. Miró hacia atrás, nada; aun así, alguien estaba cerca. Con su mano derecha acarició su machete. Quiso pedirles a los dioses que la protegieran; pero llevaba prisa.

En los tiempos antiguos, cuando los abuelos de los abuelos eran niños, los señores de Xibalbá enviaron a la Tierra a los H-Wayak, eran gigantes crueles porque no les habían puesto un corazón…

-¿Martina, eres tú? – escuchó con claridad detrás de ella – ¡Martina!

Una voz de hombre. No era su padre, ni sus hermanos, ni alguno de sus parientes. Su nombre se escuchó tan lejano y al mismo tiempo como un susurró en el oído. No era un hombre.

-¡Martina, espera un momento! – insistió aquella voz – Yo también voy para el pueblo… Has visto las huellas, yo las he visto…

Entonces se detuvo, había visto los árboles destrozados, las huellas, el olor, y esa sensación de estar siendo vigilada. Su machete no era protección suficiente, lo supo desde que salió de casa, pero era su único recurso. 

-¿Quién eres? – preguntó Martina al divisar un hombre a la distancia, semioculto entre los árboles que aún se mantenían en pie. Parecía ser un hombre de la aldea, quizá alguno de sus vecinos, uno que lo lograba recordar. 

Los gigantes H-Wayak se beben el agua de los cenotes, duermen en las entrañas de las cuevas y siempre, siempre tienen hambre…

-¡Estás en peligro! ¿Lo sabes? – le gritó extendiendo los brazos hacia ella. El hombre comenzó a caminar más aprisa, acercándose. Entonces Martina logró verle el rostro, sus rasgos eran tan familiares, podría ser uno más de sus hermanos, un primo u otro pariente; podría ser, pero no lo era. Nunca lo había visto. 

-Lo sé, alguien me vigila, puedo sentir sus ojos sobre mi cuerpo… No son los aluxes que fastidian en la aldea vecina, es algo más… Me quiere matar…

-¡Ven conmigo, vamos al pueblo juntos! – y le extendió la mano apunto de llegar frente a ella. Martina retrocedió llevándose ambas manos al machete.

El hombre se detuvo, se quitó su sombrero de paja, mostrándole sus dientes en una sonrisa fingida; y en seguida comenzó a crecer. Lo primero en cambiar ante los ojos de Martina fueron los pies, cincuenta centímetros,  setenta centímetros, ochenta, noventa. La risa del gigante  provocó temblores en la selva, rasgándose la tierra envuelta en gritos y lamentos. H-Wayak aplastó a un jaguar, a un venado y a un par de pájaros, lo hizo al tiempo que capturada a la mujer de los hombros.

-No corriste ni te moviste, tan solo gritos silenciados por mi presencia – dijo el gigante aplastándole en un movimiento todos los huesos. Los ojos de Martina quedaron vacíos – Hora de comer.