EL AQUELARRE DE LA MALA SUERTE

Por Nicte G. Yuen

Esta historia comienza con mi llegada al pueblo N°13, una pequeña comunidad de brujas cubierta por nubes grises y fuertes ventarrones, los cuales soplan trescientos sesenta y cinco días al año de norte a sur, dejando a su paso lloviznas y bajas temperaturas. Un raquítico bosque de coníferas abriga al pueblo, manteniéndolo apartado del resto de los aquelarres existentes en esta zona. Mi nombre es Nieves, soy un gatito blanco y pertenezco a un linaje común y corriente de gatos callejeros. Las brujas necesitaban con urgencia un gato negro, de hecho, lo necesitaban desde hacía meses, pues el último ejemplar había muerto envenenado; y qué clase de pueblo de brujas serían sin al menos un gato negro. Sin embargo, el aquelarre del pueblo N°13 tiene la fama, quizá malintencionada, de tener mala suerte, muy mala suerte. Fue justamente gracias a este pequeño detalle que, en lugar de tener un gato negro, terminaron con un lindísimo gatito blanco de ojos azules, o sea, yo.
El aquelarre de la mala suerte está integrado por trece brujas, todas ellas portadoras de larguísimas cabelleras rojizas, vestidos negros hasta las rodillas, botines y sombreros en punta, una escoba heredada de sus ancestros, un caldero robado, un sapo y una cabra. Y, lo más importante, cada una de ellas fue desterrada de sus aquelarres maternos debido a la mala, malísima suerte de la cual son portadoras. En pocas palabras, son brujas a quienes hasta el agua del caldero se les quema.
Al centro del pueblo habita una campana de plata, quien es la encargada de convocar a las brujas todos los lunes, miércoles y viernes al aquelarre. Apenas se asoman las primeras estrellas y la luna muestra su cara a la oscuridad reinante en el bosque; el sonido de la campana inunda todas las casas del pueblo. Las brujas despeinan sus cabelleras, rasgan sus vestidos y montan sus escoban, haciendo retumbar el suelo bajo sus pies con sus risotadas. Danzan hasta el canto del gallo, o hasta que ocurre algún accidente, imprevisto o calamidad, y tienen que colgar sus escobas antes de tiempo.
Yo las quiero mucho a todas, aunque está por demás aclarar, nadie pidió mi autorización para ser raptado de casa de mis padres. Tampoco estoy muy conforme con mi nombre, Nieves; pero las otras opciones eran mucho peor, así que ya ni me quejo. Tengo la sospecha que ellas creen que yo aprenderé a hablar humano, o que eventualmente nos comunicaremos a través de los pensamientos; lo cual dudo que suceda con la suerte que se cargan estas criaturas de Satanás. No sé si los gatos negros tengan alguna especie de magia atrapada dentro de sus cuerpos, pero en lo que a mí respecta, no veo espíritus ni espanto demonios, no otorgo a los humanos ni buena ni mala suerte, nunca he visto alienígenas y no les ayudo a las brujas a revolver sus calderos.
Recuerdo el primer día que llegué al pueblo, hecho bolita dentro de una caja de botines, maullando por mi madre, mi padre y mis cinco hermanos; medio muerto de hambre y con el corazón atorado en la garganta. Y recuerdo la decepción de las brujas al verme, porque obviamente yo no soy ni seré un gato negro.
–¡Es blanco! –chilló una de ellas cuando asomé mis orejitas fuera de la caja
–¿Dónde está el gato negro que compramos? ¡Nos han estafado! –gritó la bruja que sostenía la caja y alcanzaba a ver mis ojos azules repletos de miedo.
A partir de ese día intentaron deshacerse de mí, ellas creían que yo no me daba cuenta porque me alimentaban y permitían que durmiera en sus almohadones. Estoy seguro que hicieron una docena de intentos, todos con los mismos maravillosos resultados negativos. El último intento fue abandonarme en el bosque para que me almorzara algún lobo; no estoy seguro si en esa manada los lobos eran vegetarianos, estaban a dieta o eran alérgicos a la carne de gato, el caso es que nadie me comió. Cuando me escucharon maullando afuera de sus puertas, terminaron resignándose a mi presencia.
–Podríamos tener un gato blanco y otro negro… – dijo una de las brujas cargándome para meterme a su casa – ¡Hola, Nieves! ¿Tan pronto regresaste de tu paseo por el bosque? Ni me digas, traeré leche enseguida… El gato negro podría llamarse Carbón… Carbón, me gusta – murmuraba camino a la cocina.
En los meses que siguieron las trece brujas continuaron con su búsqueda de un gato negro. Me alimentaban, me proporcionaban ratones para que jugueteara con ellos, me dejaban dormir sobre sus vestidos recién lavados, y por supuesto, seguían manteniendo la esperanza de tener un gato de nombre Carbón.
–Hoy vi un gato negro, estoy segura, segurísima – me dijo una de las brujas que se encargaba de traerme pececillos para el desayuno –. Te imaginas Nieves, lo felices que estarían todas en el aquelarre si hubiera conseguido traerlo a casa. Quizá nuestra suerte ya no sería tan mala. Y podría nombrarlo Relámpago o Trueno…
Yo crecí, gané algo de peso almorzando peces y platones de leche, me acostumbré a afilarme las uñas en los sillones de terciopelo, a jugar con los ratones, sapos y cabras de la comunidad, y por supuesto, a dormir la primera, segunda y tercera siesta del día sobre la ropa recién planchada de las brujas. Anduve soltando pelitos blancos y ronroneos por todos lados; y durante este tiempo ninguna de las trece brujas logro traer al aquelarre un gato negro.
Para mi cumpleaños número dos, la búsqueda de un gato negro ya era tema olvidado.
–Si tenemos mala suerte porque no también un gato blanco – dijo la bruja que había horneado mi pastel de cumpleaños –. Te queremos Nieves, ¡feliz cumpleaños!
El solsticio de otoño estaba cerca, y las brujas andaban preocupadas por la cosecha de calabazas; la cual estaba a nada de malograrse a causa de una extrañísima plaga que ya había acabado con la cosecha de zanahorias, papas y lechugas. Ya habían agotado todas sus reservas de pócimas y hechizos en innumerables intentos por salvar lo insalvable; estaban tan desesperadas que hasta habían contratado los servicios de un profesional en la materia y, ahora, teníamos jardinero en el pueblo.
–Oh, Nieves, todas las calabazas lucen muy pálidas… – me contaba una bruja mientras se sonaba la nariz con la orilla de su vestido – ¡Este solsticio será el peor de todos! ¿Qué haremos ahora? – lloriqueaba la pobre junto a la ventaba que daba al huerto.
A veces me hubiera gustado ser un gatito blanco de la buena suerte, otras ocasiones solamente quería tomar el sol y comer pescado.
–¡Y sin calabazas! – insistía la pobrecilla bruja secándose las lágrimas con la punta de su sombrero– ¿Te imaginas eso, Nieves? ¡Sin calabazas! ¡Qué calamidad!
Afortunadamente el jardinero no tenía tan mala suerte como las brujas y había logrado salvar la mitad de la cosecha de calabazas. A cambio de su buena acción había recibido un par de monedas de oro.
La noche previa al solsticio de otoño, el pueblo N°13 era una auténtica fiesta, con velas negras iluminando las casas, canticos, danzas y vuelos por los alrededores; y no nos olvidemos de las calabazas que adornaban todas las calles. Pues fue justamente en medio de este alboroto, que un gato negro llegó al pueblo.
–Carbón – gritó una bruja al verlo deambulando cerca de la campana de plata
–Trueno – gritó otra corriendo hacia el gato
Nadie lo buscó o invocó, ni lo compró o robó; ninguna de las trece brujas lo esperaba, no habían lanzado hechizos ni rogado a Satanás; ellas estaban felices con mi presencia en el pueblo.
La noche del solsticio de otoño, las brujas del pueblo N°13 celebraron su primer aquelarre en compañía de dos lindísimos gatos, un gato negro a quien nombraron Nigromante y yo, Nieves.