
Por Marisol Arnot
a mi abuelito Beto
Habré tenido unos siete u ocho años cuando mi abuelo comenzó a llevarme con él a trabajar en vacaciones de verano. Su trabajo consistía en repartir barras de hielo a distintos negocios y casas particulares de zonas alejadas de la ciudad, donde la gente todavía no tenía refrigeradores para conservar sus alimentos.
Salíamos muy tempranito de casa, cuando la mañana todavía parecía de noche. Partíamos con la caja de la Nissan repleta de barras de hielo y, en la parte delantera, en la cabina, llevábamos nuestras herramientas de trabajo: un picahielos y unos ganchos de metal; un termo de café para él y uno de chocolate caliente para mí. Una vez en marcha, nos persignábamos y rezábamos un padre nuestro.
En la guantera de la camioneta, estaba un cuaderno arrugado con manchas de café donde mi abuelo tenía la lista de los pedidos:
1/2 barra para doña Caserola
1/4 en los chocomiles El rata
1 barra para el pollero
10 pesos de hielo para los “No queremos”
2 barras en la pescadería del tianguis
Mientras él conducía, yo me encargaba de señalar qué pedido seguía, marcar con una palomita las entregas realizadas y guardar el dinero que cobrábamos en un morralito de piel. Mi abue decía que yo era su estorbante. Él hacía el trabajo duro de picar, partir, cargar y entregar las barras de hielo a cada cliente. Lo más pesado que lo vi cargar fue media barra con los ganchos. “¡Uy, si vieras en mis tiempos! Cargaba una barra en cada brazo. ¡Setenta kilos por lado!”, me decía. Siempre tenía una historia que contarme de “en sus tiempos”.
Más tarde, cuando ya no había más que pequeños trozos de hielo rebotando en la caja de la camioneta, me pasaba a la parte de atrás. Me gustaba ir observando las calles de terracería y a los niños descalzos jugando futbol con una botella de plástico que la hacía de balón y dos ladrillos como portería. En la calle no solo había perros callejeros deambulando, sino también uno que otro gallo cantando a deshoras y algún caballo flaco pastando en el baldío.
La última parada que hacíamos era mi favorita: la casa de Gual. No era precisamente un cliente de hielo, pero sí un buen amigo de mi abuelo al que visitábamos al finalizar la jornada, cuando la mañana ya parecía de mañana. Sabíamos que estábamos cerca cuando percibíamos el olor a estiércol.
Al estacionar la camioneta frente al portón marrón de metal oxidado, mi abuelo hacía sonar el claxon y Gual se acercaba enseguida para abrirnos, muy despacio y solo apenas lo suficiente para que pudiéramos pasar. Nos teníamos que “hacer flacos” y tener mucho cuidado de no dejar escapar ninguna chiva. “¡Son re mañosas!”, decía Gual. Al entrar, los zapatos se me llenaban de una masa formada de lodo con caca de chiva y pastura, lo cual era motivo de regaño más tarde, al llegar a casa.
La casa de Gual era una pequeña finca de ladrillo sin enjarre donde tenía apenas una cama individual con cobijas deshilachadas, una mesita de plástico con tres patas calzadas con cartón y corcholatas, una silla y media, y una cocineta improvisada en la que siempre había una olla de barro con frijoles cociendo y un pocillo de peltre donde gorgoreaba café negro. En la radio que se encontraba sobre un huacal de madera junto a la cama, siempre sonaba la misma estación en el am, Radio Gallito. Nunca supe si era la única señal que agarraba el radiezucho viejo o si era la estación favorita de Gual. Las chivas no tenían un corral delimitado; el campo entero era para ellas. Podría decirse que eran más libres que su dueño en ese pequeño cuarto a medio construir.
Mientras mi abuelo bebía café y platicaba con su amigo, yo recorría el terreno lleno de chivas de todos tamaños y colores; unas todas blancas, otras todas negras; unas cafés con manchas, otras blancas con las orejas cafés… Mis favoritas eran las todas negras porque eran pocas y era más fácil identificarlas entre el resto. Un día quise contarlas a todas, pero corrían muy deprisa, en desorden, por todos lados y se me confundían los números. Nomás alcancé a llegar a ochenta y siete, pero estoy segura que eran más, muchas más.
Al centro del terreno había un contenedor de madera lleno de pastura al que las chivas se arrimaban de cuando en cuando a mordisquear las yerbas. Me gustaba tomar alguna ramita y extender la mano para darles de comer en la boca, sobre todo a las más pequeñas, a las chivitas bebés. Sentir sus rasposas lenguas sobre mi palma me ponía la piel de gallina y me hacía muchas cosquillitas. Entonces mi risa se mezclaba con el balar de todas ellas.
Al cabo de una hora o dos, mi abuelo echaba un silbido para darme la señal de partir. Pero no todo era diversión en la casa de Gual. Antes de irnos, yo debía pagar un precio por haber jugado con las chivas; me hacía beberme un vaso de leche recién ordeñada. Decía que para crecer fuerte y quién sabe qué tanto. Eran 700 mililitros de leche caliente (sin contar la espuma). Lo sabía porque esos vasos tenían unas rayitas para marcar las cantidades. Tomaba con ambas manos el recipiente, respiraba profundo y daba el primer trago. No soportaba las burbujas de la espuma sobre mi paladar ni el olor de la leche que se fundía con el olor a caca de chiva. Pero para mi abuelo no existían los “no me gusta” o los “no quiero”. Decía que, si no me terminaba la leche, me la metería por lavativa. Yo no sabía lo que era una lavativa, pero por la expresión que hacía cada vez que lo mencionaba, tampoco quería averiguarlo. Entonces hundía mi rostro en el enorme vaso de metal y me bebía la leche en sorbos pequeñitos, pero haciendo ruidos fuertes con la garganta como si estuviera dando grandes tragos para que mi abue pensara que sí me gustaba y se olvidara de la idea de lavativa.
De reojo, observaba que las chivas se quedaban quietas mirándome. Berreaban con fuerza, era como si quisieran rescatarme. En ocasiones, pensaba en llenar mis cachetes y escupir a la primera distracción de los viejos, pero no había manera de hacer trampa, mi abuelo se quedaba a mi lado supervisando.
Luego del último trago, terminaba con la barriga inflada, los ojos llorosos y unos bigotes blancos alrededor de mi boca. Entonces mi abuelo y yo nos despedíamos de Gual…. Y yo de las chivas también.
Nunca pude tomarle el gusto a la leche recién ordeñada, pero siempre estuve dispuesta a pagar el precio por jugar con las chivas de Gual en aquel establo y por pasar el verano con mi abuelo.
Siempre me encantó tu historia de la chivas.
Un fuerte abrazo querida.
Me gustaMe gusta