
Por Nicte G Yuen
Observé cómo rompían puertas,
invadían apartamentos y devoraban
a la gente que se escondía en las
esquinas y los balcones.
Guerra mundial Z
Max Brooks
Después de meses encerrada en casa, siendo lo más antisocial posible, con mi vida prácticamente congelada y los sueños frustrados; todo gracias a una pandemia llamada Coronavirus; después de repetir el mismo día en un ciclo infinito, la humanidad volvía a reactivarse.
Recuerdo ese primer día que saqué mi presencia más allá de la casa y la colonia donde vivía; tenía el corazón acelerado y sudaba miedo bajo un sol invernal. Me sentía culpable de tomar la decisión de salir, y es que tenía esta idea en mi cabeza de estar siendo irresponsable. Necesitaba retroceder y volver al aislamiento. Respiré entrecortadamente mientras abordaba el autobús, reajusté la mascarilla y limpié mis manos con gel antibacterial, traté de no cruzar miradas con ninguno de los pasajeros y mucho menos entablar conversaciones potencialmente peligrosas. Todo está bien, todo está bien; repetía en mi cabeza al tiempo que trataba de controlar mi respiración y volverla más profunda.
Con música de fondo pensaba en el fin del planeta Tierra, o sea, en el apocalipsis; y es que después de los altos porcentajes de fallecidos a causa del Covid; quién no había albergado pensamientos fatalistas mientras miraba las noticias y tomaba café. Yo los tenía de lunes a domingo; abría los ojos y ahí estaban pegados a mi almohada, susurrándome que quizá hoy o mañana, pero más probablemente hoy, moriría, justo como lo estaban haciendo tantas personas alrededor del mundo.
Cuando bajé del autobús y crucé la avenida para internarme en la ciudad, escuché un grito prolongado, me detuve en el acto y abracé mi bolso, quizá salir de casa no había sido una buena idea después de todo. Mire a mi alrededor, estaba sola. Un segundo grito, casi fugaz; no identifiqué de dónde provenía; pero instintivamente me hizo retroceder. Sin embargo, seguí caminando, supuse que habían asaltado a alguien, qué otra cosa podía ser a pleno mediodía. Sabía que en cuanto estuviera dentro del centro comercial me sentiría más tranquila, por lo que apresuré mis pasos.
Un par de cuadras más adelante encontré un charco sobre el asfalto, rodeé aquello intentando no pisarlo. Me hubiera gustado seguir mi camino sin detenerme, que el miedo me hubiera obligado a continuar; pero la curiosidad me detuvo para que mirara de cerca.
-Rojo, espeso… no puede ser es sangre y mucha… Dios, nunca había visto tanta sangre. No sé qué está sucediendo, necesito salir de aquí…
Un nuevo grito me hizo estremecer, parecía lejano y al tiempo retumbaba en mis oídos. Miré hacia atrás, estaba sola, aquello no era normal. ¿Dónde estaba la gente? Era cierto que desde el inicio de la pandemia muchas personas habían decidido quedarse en casa para evitar los contagios, aún así nada a mi alrededor era normal.
-Ese grito… no creo que estén asaltando a nadie… parece que están asesinando a una mujer… Dios, debería correr – murmuré con esa sensación de estar a punto de despertar de una pesadilla.
Fue entonces que distinguí como una anciana se asomaba desde el interior de un contenedor de basura, uno de esos comunitarios; junto a ella había otro par de ojos, pequeños y verdes; e igualmente aterrados.
-¡Oiga! ¿Qué está sucediendo? ¡Espere! -grité agitando la mano. Enseguida ambos pares de ojos se escondieron entre la basura y cerraron la tapa. Avance hacía ellos algo mareada – ¿Qué demonios está pasando? Por qué… – Me detuve al escuchar pasos detrás de mí, pasos que se arrastraban – ¡Estoy muerta o lo estaré muy pronto! – Dije descalzándome las zapatillas.
Unos hombres estaban siguiéndome. En un primer momento no vi de dónde salieron, pero comprendí que estaba en peligro, aquello no se trataba de un asalto o un secuestro, querían matarme, justo ahí, justo en ese instante. De reojo alcancé a distinguir sangre en sus manos y en su rostro. Mi mente se nubló, sentí mi cuerpo paralizarse, mientras miraba como avanzaban hacia donde yo estaba. No reaccioné, no pedí ayuda ni me moví, tal vez porque no podía creerlo; parecían muertos, tenían los ojos en blanco y mordidas por todo el cuerpo, y había tanta sangre escurriendo de sus cuerpos, que no podía creer que aún lograran mantenerse en pie.
Un grito que no provenía de mí rompió el silencio.
-No, basta, no lo hagas – alcancé a escuchar. Era una mujer, estaba muriendo, su voz sonaba agónica – Mírame, mírame, soy yo… – y el silencio regresó.
-¡Corre, por favor, corre!
Uno de aquellos zombies se abalanzó contra mí. Sus brazos extendidos rodearon mi cuello y me empujaron hacia atrás. Pude ver su boca intentando morderme mientras se estrellaba mi cabeza contra la acera. Comencé a sentir mi cabello mojado y la vista borrosa. Un segundo hombre me tomó por la pierna y me jaló, sentí la mordida en mi talón. Los parpados pesaban tanto. Cuando volví a abrir los ojos, había al menos seis hombres arrancando mi piel a mordidas, uno de ellos tenía un trozo de mi oreja entre los dientes. Me quedé mirando como masticaba, como mi sangre le escurría por la boca entreabierta; se estaba alimentando con mi cuerpo, una mordida tras otra.