
Por Marisol Arnot
No le deseo el mal, nomás la muerte.
Que no sufra, que no le duela nada.
Nomás eso, que descanse en paz.
Parece absurdo que hoy mi tristeza se deba a un simple letrero de “Se vende” que será colocado próximamente en la casa donde crecí. Es una casa todavía a medio construir. Mis hermanas y yo, desde que fuimos adultas, hemos invertido de a poco en ella cada año. Que si el fondo de ahorro, que si el aguinaldo, que si la tanda. Todo lo que nos ha sido posible lo hemos invertido. Antes, hace muchos años, apenas era una finca de una sola habitación. No sé cómo cabíamos ahí: mis dos hermanas, mi padre, la Morusa y yo. Luego de nuestra inversión, pasó a ser una casa de tres habitaciones; cocina integral, un baño y medio, vitro piso y puertas de madera. Bueno, no es madera buena, son puertas de… ¿tambor?, creo que así las llaman, pero al menos nos deshicimos de las cortinas viejas que colgábamos con el fin de improvisar habitaciones y tener algo de privacidad. En el cubo donde va la escalera para la segunda planta, todavía no hay techo, por eso lo de “a medio construir”. Lo que cubre el hueco es una hoja de lámina, un par de lonas de plástico amarradas con alambres y mecates “pa’ que el aire no se la lleve”, dice mi padre. Aunque en temporal de lluvia es imposible evitar que algunas gotas, o a veces chorros, se cuelen por las orillas. Para esos casos, ya tenemos recipientes colocados de manera estratégica. No habíamos tenido dinero para terminar esa parte de la casa, y ahora que están a punto de colocarle un letrero de “Se vende”, ya no le vemos mucho caso a cambiar la lámina por vigas y cemento.
Pero no lloro porque esa casa aún tenga trozos de mi infancia reflejados en los rayones de las paredes del patio o en los peluches tuertos que conserva mi padre en su cajonera. Ni lloro porque en la jardinera, donde hoy mi padre ha plantado yerbabuena, estén enterrados los huesitos de la Morusa, la perrita que estuvo a mi lado parte de la infancia y adolescencia. Tampoco lloro porque le tenga cariño al árbol de guayaba o al de limón. Ni siquiera porque el día de mañana no tendré dónde refugiarme luego de algún fracaso laboral o amoroso.
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Un día, con una carta en la mesa, ella anunció que se iba. Dicen que también decía en esa carta, que algún día volvería por sus tres hijas que dejaba con tres, nueve y catorce años. Yo era la de tres años, no sabía leer; por eso no me consta que eso dijera la carta. Pero lo que sí me consta es que tardó mucho en regresar. Habían pasado nueve años, ya le habíamos llorado mucho, pero también ya habíamos aprendido a vivir sin ella. Supongo que le dolió que no la reconociéramos como madre y por eso se fue otra de nuevo. Esta vez para siempre.
Mi padre tuvo que aprender a hacer colitas y trenzas, y a explicar, con mucha vergüenza, cómo era eso de “cuando las niñas ya se hacen señoritas”. Mientras con su hija mayor hablaba de cosas serias (de los dineros y las deudas), con la de en medio hacía maquetas del sistema solar de plastilina, conmigo, la más pequeña, jugaba a las luchitas. Siempre me hacía llorar con una cruceta en las piernas.
Es cierto, mi padre nunca logró hacer patrimonio más allá de la casa. Tenía que cuidar a sus tres hijas, y su trabajo como comerciante no daba más que para que comiéramos y fuéramos a la escuela. Casi siempre teníamos que pedir fiado en la tiendita, y muchas veces, pero muchas veces, nos bañamos con agua fría porque no había para el gas.
Eso sí, nunca nos faltó qué comer.
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Ella se fue hace veintisiete años. Ahora ha vuelto para reclamar lo que dice que le corresponde.
“No es moral, pero es legal”, comenta nuestro abogado.
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Hace un año y medio que inició el proceso legal para darle a mi madre lo que pide. Como no tenemos para pagarle la mitad del costo de la casa y quedarnos con ella, lo que queda es venderla. Separar los bienes mancomunados, tal como lo dice el documento de divorcio.
En aquellos años, nos contó mi padre, cuando se llevó a cabo el divorcio, un abogado, supuesto amigo de la familia, le dijo que como había sido abandono de hogar, la casa pasaba a ser de él, y de sus hijas de manera automática. Mi padre así lo creyó. Por eso hizo un testamento para dejarnos la casa: “partes iguales a mis tres Carabelas”, nos decía. Le hacía ilusión dejarnos “algo”. Hoy ese testamento no vale un carajo.
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Al recibir la demanda de separación de bienes, mi padre cayó en depresión. No podía comprender, y sigue sin hacerlo, cómo es que su mujer lo dejó por otro hombre hace tantos años con sus tres hijas pequeñas, después le pidió el divorcio para casarse con “su cabrón” y luego de tantos años vino a exigir la parte que le corresponde de la casa. Nadie cree que después de todo le corresponda algo.
“Desafortunadamente, el avalúo se hace actual y al valor comercial, no catastral”. También ha dicho el abogado.
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Mi padre enfermó a raíz de la depresión. Tiene asma crónica desde que tengo uso de razón, pero esta vez fue la peor recaída que ha vivido. Que hemos vivido. Dos semanas en una camilla de la sala de emergencias. Yo me las tenía que ingeniar para cuidarlo porque a mis hermanas no les era posible. Una, la mediana, estaba entonces embarazada y no le permitían la entrada al hospital. Y la otra, la mayor, vive ahora fuera del país. Dos semanas de angustia, sin mejoría y con un diagnóstico poco fiable por parte de los médicos del Seguro Social: “Es cáncer de pulmón, no hay nada por hacer”, “Es EPOC”, “Necesitará tanque de oxígeno de por vida”, “No tiene nada”, “Puede ser tuberculosis”.
No podíamos atacar su problema de salud porque ni siquiera sabíamos cuál era el problema. No tuve más remedio que llevarlo a un hospital privado, el más “baratito” que encontré, y aun así en cuatro noches se fueron mis ahorros de seis meses.
Era casi diciembre y fue el mejor regalo que pude recibir: ver cómo en dos días, con la atención correcta, mi padre logró estabilizarse. Volvió a la normalidad en un cuarto privado con atención las 24 horas donde hasta yo, su cuidadora, tenía un sillón para descansar. Ya no tenía que echarme sobre un cartón bajo su camilla en el piso mugriento de la sala de geriatría del IMSS.
—Qué diferencia. Ora sí me siento mejor —me decía mientras manipulaba la posición de la cama con un control remoto—. Pienso que pobrecita la gente que no tiene dinero y no puede venir a estos hospitales. ¡Pinche seguro no vale pa’ madres!
—Papá, nosotros tampoco tenemos dinero, pero me da mucho gusto verte mejor —le dije sonriendo—. Es nuestro regalo de navidad.
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“Ha pasado más de un año y la casa no se ha vendido. Tu mamá ha pagado un promotor y quiere que se pongan letreros de ‘Se vende’ en la fachada de la casa. Dice que quiere su dinero cuanto antes para su jubilación”, eso acaba de decir el abogado hace unos días.
Me pregunto si a mi madre, a pesar de todo, le podrá saber dulce el agua de coco que se ha de beber mientras pasea por las playas de Puerto Vallarta una vez que se jubile.
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Y entonces, el letrero de “Se vende” colocado en la fachada de mi casa, simboliza la bandera que el enemigo ha de colocar en el territorio conquistado. Y aunque, el asunto de la casa me hace revivir el dolor de mi infancia, lo que más me angustia es mi padre. Lo que de verdad tiene valor en esa casa es lo que significa para él; es su espacio, es su casa, es “su coyotera”, como él la llama. Sé que le duele perderla. A mí me duele su dolor.
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Y por eso hoy mi profunda tristeza, por un simple trozo de papel con un letrero de “Se vende”.
Marisol Arnot
Cada vez que te leo, me gusta más tu forma de contar. Un fuerte abrazo mi querida escritora. Maribel Ortega
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