
Por Jorge H. Haro
Cristóbal quería estar solo.
Había tenido un día pésimo, horrible, nefasto, absolutamente de lo peor.
Peor que acordarse de la tarea el domingo por la noche.
Peor que morder una fruta y encontrar medio gusano retorciéndose en su interior.
Peor que ser arrastrado con el doctor para una revisión de rutina y recibir una inyección en el trasero.
Simplemente de lo peor.
Su día fue cayendo en picada desde el momento en el que abrió los ojos. Ahí se dió cuenta de que su reloj despertador no había sonado. Lo encontró tirado en el suelo, hecho añicos, sin duda una fechoría perpetuada por el estúpido gato de su hermana.
Apresurado, Cristóbal salió de la cama y se vistió con el uniforme del colegio. Ya era tardísimo. Al bajar a la cocina, descubrió que toda su familia ya se había ido. Los maldijo para sus adentros. Ninguno notó su ausencia ni pudo hacerle la bondad de despertarlo.
Si así sería la cosa, entonces Cristóbal preferiría estar solo.
Salió de la casa sin desayunar y corrió hacia la parada del camión. Diez minutos más tarde, éste aún no pasaba. Comenzó a desesperarse. A su alrededor, transeúntes tocaban el claxon de sus vehículos y soltaban maldiciones al aire. Junto a él, un muchacho tatuado y vestido completamente de negro reproducía una música espantosa, a todo volumen, desde su teléfono celular. Pensó en decirle algo, pero su ceño fruncido y aspecto intimidante lo hizo reconsiderar.
Dos camiones lo pasaron de largo. El tercero venía casi lleno y cuando intentó abrirse paso entre la muchedumbre, terminó apretujado entre dos hombres obesos y sudorosos. Le pareció que olían peor que la muerte. Cristóbal no fue capaz de liberarse hasta que el camión se detuvo en la esquina del colegio.
Llegó tarde, como ya lo esperaba. Trató de escabullirse hacia su salón, pero fue pronto descubierto por el prefecto, quien lo guió de un hombro hasta la administración. Ahí tuvo que tolerar una larga reprimenda por parte de la directora.
Cuando llegó a clase, la maestra también lo regañó. Esa le dolió aún más. La vieja amargada le gritó delante de sus compañeros, quienes rieron de él mientras recorría la larga marcha hacia su pupitre. Para cuando tomó asiento, ya estaba rojo como una langosta hervida.
No eran ni las nueve de la mañana y Cristóbal ya soñaba con estar solo en su habitación.
Para la hora del descanso, su estómago ya rugía. Corrió a la tiendita, donde se topó con una fila inmensa. Cuando fue su turno de ordenar, se dió cuenta de que no traía cartera.
Cristobal revisó todos sus bolsillos y escudriñó el suelo a su alrededor.
La cartera no estaba por ninguna parte. Le pareció imposible, pues recordaba haberla tomado antes de salir de su casa, cuando iba corriendo a la parada…
…del camión.
Se la habían robado en el camión.
Alguien detrás de él le gritó que se apurara. Los hambrientos estudiantes comenzaron a empujar y preguntarse quién retrasaba la fila. Cristóbal se retiró con el estómago gruñendo.
Pasó hambre el resto de ese desgraciado día. Pasó hambre cuando unos compañeros robaron su mochila y tiraron todas sus plumas y cuadernos por la ventana del salón. Pasó hambre cuando la maestra le entregó su hoja de examen marcada con titánico cero de tinta roja. Pasó hambre cuando alguien se escabulló detrás de él y le bajó el short durante la clase de educación física. Todos rieron, menos Cristóbal. Ya estaba harto de ellos. Harto de todo.
Únicamente quería estar solo.
Para cuando volvió a casa esa tarde, exhausto, ya no le importaba el hambre ni la furia que sentía en sus adentros. Todo lo que deseaba eran unas horas de silencio en la oscuridad de su habitación.
Cristóbal dejó sus cosas junto a la puerta y se sentó frente al televisor. Tomó el control de su consola de videojuegos. Por ya algunos días había estado atorado en un nivel particularmente desafiante. Esperaba pasarlo en las próximas horas.
Entonces, alguien tocó a su puerta.
Cristóbal pausó el juego. Era su hermana, la dueña de ese felino infernal, a quien le acreditaba la culpa de dos regaños humillantes y un paseo en camión particularmente pútrido. Su hermana le decía que sus padres los llamaban a comer. Él respondió que no tenía hambre. Le dijo que se largara y volvió a su juego.
No pasó mucho tiempo antes de que alguien más tocara a su puerta. En esta ocasión, su madre lo llamó a unirse al resto de la familia para la sobremesa. Cristóbal, con toda la paciencia que pudo reunir, le dijo que quería estar solo, mas ella insistió; abrió la puerta de par en par y se lo llevó de una oreja al comedor.
Cristóbal quería estar solo.
No ansiaba la compañía de esta gente que no se molestó en levantarlo por la mañana.
No le interesaba saber a cuántos clientes atendió su padre ese día, o admirar lo que su hermano menor dibujó en el jardín de niños; no tenía necesidad de escuchar a su madre hablar durante un cuarto de hora sobre la fila del supermercado, ni a su hermana presumirles su impecable boleta de calificaciones.
Todo lo que él quería, era estar solo.
Cuando pudo volver a su habitación, se tiró de estómago sobre la cama y cerró los ojos.
Sentía que la cabeza le estaba a punto de explotar. Su estómago estaba hecho un nudo. El lado izquierdo de la sien le punzaba, como si, poco a poco, le estuvieran clavando una estaca invisible.
A su dolor se le sumó que alguien tocó la puerta.
Cristóbal lo ignoró. Quería estar solo, ¿qué tan difícil era eso de entender? Era como si de pronto todos requirieran de su compañía. Anhelar la soledad no era un crimen. No pensaba que fuera algo malo. ¿Por qué, entonces, era que nadie se lo permitía?
Tocaron a la puerta una vez más.
Cristóbal lo ignoró.
Era su hermanito. También quería jugar con la consola de videojuegos.
Cristóbal le dijo que se largara.
Su hermano azotó su puño contra la puerta una vez. Dos veces. Cinco. Diez. Luego se repitió a sí mismo.
Exclamó:
Déjame entrar.
Por favor.
Ándale.
No seas malo.
Cristóbal apretó los párpados.
Hundió sus uñas en las palmas de sus manos.
Rechinó los dientes.
Tomó un profundo respiro y exclamó:
¡DÉJENME SOLO!
Cristóbal abrió los ojos y no vió más que blancura.
Movió la cabeza. Había blanco por doquier. Estaba abajo de él. Sobre su cabeza. A su diestra y su siniestra.
Se dió cuenta de que esa no era su habitación. No era su casa siquiera.
Se puso de pie. No tenía idea donde estaba pisando. Todo era tan blanco que comenzaron a arderle los ojos.
Entonces, escuchó una voz llamarlo.
¡Ey, por aquí!
Cristóbal siguió el sonido. Escudriñó sus alrededores hasta encontrar la fuente de esa voz.
En la distancia, pudo ver a un hombre sentado en una banca de madera, los únicos otros colores entre ese océano de blancura.
Cristóbal corrió hacia él.
El hombre sonreía de oreja a oreja y daba brincos sobre su banca. Sus ojos eran grandes y redondos, con algunas lágrimas acumuladas en sus esquinas. Ojos que reflejaban júbilo más allá de la cordura.
¿Dónde estamos?, le preguntó Cristóbal.
El hombre lo miró fijamente, riendo y aplaudiendo, azotando los pies sobre el suelo inexistente.
¡Lo deseaste! Lo deseaste tanto que se te cumplió. Y ahora es tu turno. ¡Tu turno!
El hombre reía y reía más.
¿Qué hiciste? ¿Dónde estoy?
Cristóbal lo tomó de los hombros.
El hombre ya no estaba ahí.
La banca estaba vacía.
La blancura se extendía hacia el infinito.
Cristóbal tomó asiento, puso su rostro sobre sus manos y lloró.
Ya no quería estar solo.