Frente al hospital

Por Nicte G. Yuen

En memoria de Celia Yuen Duran

Se le lleva en el corazón.

La Cruz Verde estaba frente a mí, extrañamente silenciosa y solitaria. Me detuve un segundo para jalar aire y poder continuar caminando, me detuve porque me sentía perdida, como si algo o alguien me hubiera arrojado de una realidad a otra, como si yo fuera una pelota de tenis. Y lo odiaba, así sin más.

¿Dónde estoy ahora? 

Solté el aire por la boca tan lento como me fue posible, mientras me repetía a mí misma se está muriendo, se está muriendo, se está muriendo… Y detrás de aquella frase incesante en mi cabeza se encontraba una impotencia creciente, avanzaba conmigo por la rampa de urgencias, mientras intentaba controlar el llanto y la desesperación. 

No importa lo que uno diga o haga, jamás se está preparado para lo inevitable. Lo sé, todos vamos a morir, tú, yo, ustedes, nuestros amigos, nuestros padres, nuestros hermanos, nuestros hijos, todos; el saberlo no amortigua el dolor ante la pérdida. Uno termina parado a mitad de la nada, mirando hacia atrás, hacia delante, uno y el llanto.

Todos vamos a morir, lo sé; pero cuando recibes esa llamada a través de la cual te enteras que está grave, que la han intubado, que puede que no sobreviva otra noche, el dolor estalla invadiendo cada célula del cuerpo. El mundo se detiene, colapsa, rota en sentido contrario, se sacude y continúa. Entonces recibí la llamada, respiré profundo, me dije a mí misma una infinidad de cosas, y salí de casa rumbo a la Cruz Verde. Estoy segura que hice oración, aunque ya no recuerdo. 

Me quedé esperando afuera del hospital, sentada en una de aquellas incómodas sillas del área de urgencias, justo en ese lugar donde uno anhela recibir buenas noticias y despertar de la pesadilla. Quizá volver a casa y recomenzar. Aún hay esperanzas, ella va a superar esto, se va a recuperar y podrá volver a casa, después este momento sólo será un mal trago, aún hay esperanzas, voy a seguir orando. El tiempo ahí transcurre a cuenta gotas, uno lo siente de la misma forma que sentimos los latidos de nuestro corazón.

 Una avalancha de recuerdos se presentó mientras continuaba esperando… Esperar, eso es todo, porque no está en nuestras manos. Esperar y sentir impotencia; claro, y recordar los buenos tiempos, cuando había sonrisas, charlas amenas, tazas de café, pastelillos, fotografías para perpetuar instantes; esos buenos tiempos cuando estábamos ella y yo, cara a cara, siendo felices. Dios que no se muera, por favor, que no se muera. 

Y luego estaba ella allá adentro, sola. Podía verla en mi mente, dentro del hospital, acostada en una camilla del área de urgencias, rodeada de enfermeras y médicos que iban y venían, tratando de respirar, sin saber qué sucedía con su propia vida. 

¿Cuánto tiempo más? 

Una doctora salió para informar que aún estaban haciéndole estudios, necesitaban una tomografía, había que esperar los resultados. Tendríamos algunas horas más por delante con la misma incertidumbre… Dios mío ya no sé qué pedirte, qué decir, qué oración hacer, sólo ayúdala. Cambié de posición en aquella silla del área de urgencias, media hora más tarde cambié de silla, el tiempo goteaba. La Cruz Verde permanecía inalterable.

Los resultados de aquella tomografía ya no fueron necesarios, Doña Ce, como solíamos decirle de cariño, no resistió más y al caer la tarde murió.

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