
Por Jorge H. Haro
—¡Levantate ya, mijo, que se te hace tarde! —exclamó mi mamá, entrando de golpe en mi habitación.
—¡El uniforme! Ponte el uniforme. ¿Cómo que no sabes si hoy toca el deportivo o el de gala? —me preguntó, arrancándome la pijama.
—Mira nomás ya la hora. Apúrate, mi niño. Termina de desayunar—dijo, mientras prácticamente me ponía un embudo en la boca y vertía por ahí los huevos revueltos y chocomilk.
—Lávate los dientes. Nomás los de enfrente, porque si no, no llegamos —gritó, frenética, arrastrándome hasta el baño.
—Que no se te olvide la mochila. Ahí ya te empaqué el almuerzo. Ya es tardísimo. Nos va a tocar el tráfico —me informó, tras empujarme por la puerta, fuera de la casa y en el coche.
—Mamá—, le dije, unos minutos más tarde, cuando llegamos a la entrada principal del colegio—ya estoy de vacaciones. Las clases se acabaron la semana pasada.