
Por Luis Payán
Black viaja sobre el hombro del guardia de seguridad, mientras su mente se fracturaba en dos. Comenzaba a soñar despierto, removiendo parte del dolor físico, pero en el interior de su mente era distinto. Un sujeto, que rebasaba la tercera edad, lo puso en su lugar. Y no solo eso, ahora lo llevaba cargando sobre el hombro, como si de un crio se tratase. Debería pesar, por lo menos, 30 kilos más que el guardia, aun así, caminaba placido a través de los pasillos y de las oficinas vacías, podría decirse que hasta sonreía, por haber capturado a su presa, mientras llegaba a su destino.
Maik aguantaba las lágrimas y no porque quisiese demostrar su hombría. En realidad, estaba aterrado de lo que el guardia le haría, de lo que podría tratar la segunda fase. Recordó la carne roja entre los dientes del guardia y el olor. ¡Sobre todo ese olor!, como si se hubiese atragantado el cóctel de químicos que expulsa un cadáver en descomposición. No aguantó más y vomitó sobre la chaqueta del guardia, luego se desmayó.
…
Como en los sueños, uno suele despertar en el momento en que dos eventos, desenvolviéndose a la vez en mundos distintos, coalicionan entre sí. Y lo que impactó en el sueño de Maik, como un martillazo al rojo vivo en el acero, irrumpiendo y fusionando ambas realidades, fue el sutil roce de unos labios carnosos.
“Le dije que su discurso no funcionaría, Sr. Black.” Al instante reconoció aquella voz, pero su origen le fue imposible de evocar, como otras tantas cosas.
“¿Qué fue lo que…? espera… ¡¿Qué significa esto?!”, Intentó levantar los brazos, pero estaban amarrados a los extremos, así como ambas piernas. Las cadenas rechinaban con cada sacudida, mientras la chica de los ojos verdes, continuaba…
“Pensé que se iría.” Dijo, entregándole, sin despegarle la mirada a Black, un billete doblado al Sr. Thomas que estaba justo a su espalda.
“El mundo de las apuestas es dominio de hombres. Te sugiero que la próxima vez sepas donde estas pisando.” La risa del Sr. Thomas era escandalosa, hasta el grado de parecer falsa, pero Black fijó en sus expresiones que en verdad le causaba gracia humillar a sus oponentes, y no solo eso, aplastarlos como viles cucarachas.
“Lo que usted diga, Sr. Thomas. Le ofrezco disculpas por mi atrevimiento.” Dijo, mientras el Sr. Thomas se soltaba la corbata. Dejó el saco en el perchero a lado de la puerta. Lo colocó con delicadeza, pasando su mano sobre los bordes, así como las mangas. Sacó una cajetilla de Lucky Strikes de uno de los bolsillos. Sin voltear, comenzó a remangarse las mangas, mientras apretaba el filtro de un cigarrillo con los labios.
“Mientras la deuda se salde en el tiempo prometido, las disculpas siempre serán bienvenidas. Para serle sincero, tenía mis dudas sobre el efecto del incienso. Fue más rápido de lo que esperaba.”
El guardia de seguridad asintió varias veces, mientras le ofrecía fuego. El Sr. Thomas acercó el cigarrillo a la flama, y con la mano le dio un gesto de agradecimiento. El viejo guardia se veía complacido, pero no se atrevió a mirar al Sr. Thomas a la cara en ningún momento.
De nuevo, Black detectó el aroma que desprendió el cigarro del Sr. Thomas durante la entrevista. Se expandía lento por la habitación, flotando en diminutas nubes blancas, opacando el olor a hierro y a carne de los artefactos que adornaban el recinto, apenas visibles por la tenue iluminación. Maik comenzaba a acostumbrarse, pero deseo no haberlo hecho. Cayó en cuenta que nunca regresaría a casa. Las oficinas, el salón de espera, así como las fachadas del centro de atención a clientes, se esfumaron. Ahora, se encontraba en un matadero.
El Sr. Thomas se paró a un lado de Maik, observándolo desde arriba con los mismos ojos huecos con los que el guardia lo miró en el estacionamiento. Reflejaban un vacío interminable, desprovisto de la realidad del tiempo presente. La lámpara del cuarto oscilaba de un lado a otro, expidiendo y contrayendo las sombras de los reunidos, y en las sombras fue cuando Maik lo pudo ver. Sus tres captores tenían alas. Parecían marchitas, y entre el plumaje, docenas de pequeños agujeros se asomaban, por donde la luz entraba, estampándose con las paredes. Las alas del Sr. Thomas estaban desplegadas. Abarcaban gran parte del recinto. Maik las veía descender, como si cayeran del cielo para abrazarlo.
“Te hemos estado esperando, Urbain Grandier, viejo amigo.”
“Está regresando. En verdad está regresando.” La mirada de Julia era capaz de devorar, no solo la carne, sino también el alma de Black. El viejo guardia de seguridad se quitó la gorra, preparándose para la bienvenida. Maik comenzó a sentir calor en sus pies, recordándole las veces que se quedaba dormido a un lado de la fogata en los días de acampar. Le encantaba sentir el cálido abrazo de las llamas danzarinas, pero esta vez no lo abrazaban, lo estaban quemando. Hecho un vistazo, pero no había nada, salvo sierras en tablas, y varias jaulas de acero apiladas de manera aleatoria. Fijó un poco más la mirada. Algo derretía la suela de los zapatos y el ardor no disminuía, pero no veía que era lo que lo ocasionaba. En una de las jaulas vio un bulto más negro que la obscuridad circundante. El péndulo de la lámpara comenzaba a llegar a esa zona. Sus tres captores se posicionaron alrededor de él. Inclinándose un poco, como lo hacían sus alas en las sombras. El pasar de la luz de la lámpara alargaba las sombrías expresiones en los rostros de sus anfitriones, pero Black seguía mirando aquel punto en la oscuridad. La luz llegó a la sierra situada a un lado de las jaulas. No era suficiente. La figura seguía siendo irreconocible. Los pedazos derretidos de su suela azotaban contra el suelo, como melcocha caliente, agregando, al incienso del Sr. Thomas, un toque de caucho. La luz llegó a la jaula. Maik, que seguía con la mirada fija en el bulto, dejó de sentir las llamas invisibles que seguían devorando, tanto su ropaje, como sus pies. El sujeto muerto, dentro de la jaula, tenía en su mano derecha una pelota de goma y su piel estaba calcinada.
…
Maik Black aventó lo que quedaba del cigarro a la carretera, mientras ingresaban a una terracería. Recordaba trozos de aquel día, y dudaba si en realidad llegaron a pasar, pero el sonido del maletín negro rebotando en el asiento trasero, por la irregularidad del camino, le decían la verdad de lo sucedido. Condujo por cuarenta minutos más, llegando a unas brechas. El coro de las bestias nocturnas lo acompañaba en su silenciosa travesía. Llevaba el maletín sobre el hombro. Caminó por unos quince minutos sin la ayuda de ninguna lámpara. La luna resplandecía intensa en el cielo, despejando el camino. Llegó al final de un barranco. Dos tumbas se asomaban entre el ramaje, en una explanada donde nada crecía. Black con cada pasó que daba, una explosión recorría su pierna. Lo tomaba como un recordatorio de lo que debía hacerse. Aventó el maletín, junto con sus gafas, a un agujero entre las dos tumbas. Lo relleno, pero no coloco ningún ornamento, no en este. Se arrodilló, quería sentir con sus manos la tierra ennegrecida. La luz de la luna alargaba las sombras de la tumbas, mostrando pequeñas alas haciendo contacto con las de Maik.