
Por Stephanie Serna
Maveryn observa cuidadosamente sus acciones. En su mente descansa la idea de ejecutar un gran show, una carpa abarrotada, aroma a palomitas y susurros de asombro.
Nadie lo observa.
En su rostro, concentración y no más… Exceptuando un hueco donde antes solía ser colocada una nariz de payaso y una lista de sueños interrumpidos por un talento inesperado.
Todo calculado, nada al azar. Dos gotas de sudor ruedan por sus sienes seguidas de una multitud más. En sus manos, en cambio, dos simples pelotas, sin mucho más que hacer que balancearse entre sus manos una y otra vez para ser arrojadas al aire con dos esperanzas en la mira: ser atrapadas en el aire cuidadosamente y continuar hasta la eternidad o caer lejos de esas manos enguantadas, rompiendo al fin ese círculo vicioso, un accidente imposible de suceder, no ejecutado por Maveryn.
El poseedor de más que un don, un magnetismo, la ventaja de lograr mover lo que nadie, de mantener dos pelotas suspendidas en el aire y después atraerlas hacia sí. Se dice fácil, pero no lo es. Maveryn quisiera decir que es una habilidad entrenada a base de esfuerzo y dedicación, pero no. Surgió de la noche a la mañana.
Ya pasaba de la hora de irse a dormir cuando un pequeño Maveryn intentaba practicar sus tiros de basquetbol sin ser descubierto, tarea sencilla tomando en cuenta la acalorada discusión de sus padres al otro lado de la casa. Gritos de papá y llanto de mamá. Todo cumplía con la rutina, el guión, la coreografía. La conocía de memoria a pesar de alternar prácticas con llamadas telefónicas a casa de Galia, quien sin falta tenía una historia nueva que contar, ya fuera a la hora de las peleas o cuando la dejaban en la banca con él.
Cada noche, el objetivo de las encestadas ficticias en aquella habitación infantil adquirían un nuevo significado, y el balón, una cara. Era lo único que hacía que Maveryn pensara que tenía un lugar en el show. En la rutina, en el guión, en la coreografi…
Un golpe más pesado que su balón estrellándose contra la pared hizo a Maveryn redirigir su tiro hacia el balcón. Apenas unos instantes después, su padre yacía en el mismo lugar en el que había caído el balón, que tras cuatro segundos volvía a las manos de su dueño.
Nadie tuvo la culpa, seguramente el hombre estaba ebrio o algo peor.
El deseo de averiguar hasta donde podía llegar fue inminente. Comenzó con un balón de basquetbol tras uno de voleibol, seguido de uno de futbol. Ni siquiera Galia podía explicar el repentino fanatismo de Maveryn hacia los deportes.
Al ejercitar sus destrezas, empezó a combinar los balones, los pensamientos, los objetivos.
Luego vinieron las pelotas de golf, de goma, de plástico. Una, dos, tres, siete, once, dieciséis. Mientras tanto, las llamadas fueron de diez a cuatro a cero.
Mucho después, las pelotas se estacionaron en el dos. Las llamadas no volvieron a contar con un número.
Dos pelotas habían sido mecidas entre los dedos de Maveryn por más de una década, con altas y bajas, cambios de ritmo pero con un rumbo siempre preciso. Una siguiendo una trayectoria ensayada entre su corazón y su mente, sin jamás rozarla, sin acercarse a su sombra siquiera. La otra, subiendo con agilidad hasta lo más alto, hasta los límites de la carpa y cayendo de vuelta con cada vez con más fuerza a las palmas de su ejecutor.
De pronto una caída, sin rebote, solo el paso hacia el descanso de los brazos de un Maveryn agotado. Lo que cualquiera de los espectadores no presentes podría interpretar como un catastrófico error del gran maestro no era más que la culminación de lo ensayado.
Al caer la pelota, Galia levantaba el auricular. Tras casi ocho años lejos de su hogar, su esposo había fallecido en combate.