
Por Alejandra Maraveles
Yo no juzgo a nadie, eso no es de Dios. Yo, como buena católica, sólo sigo sus mandamientos. Yo sólo hago lo que se espera de mí, siempre voy preparada para lo que pueda surgir. No soy de quienes no saben ni las oraciones básicas, que ni un Padre Nuestro sale correcto de sus bocas. Yo llevo mi breviario a donde quiera que voy. Tengo, por supuesto, mis rezos favoritos. No soy como esos que ni van a misa, que cuando llegan, prefieren quedarse al fondo del templo… si es que entran, porque la mayoría se quedan chacoteando en el atrio. Repito yo no juzgo a nadie, aunque yo sí conozca todos los salmos y las canciones, incluso mejor que los integrantes del coro. No es por juzgar, sin embargo, he sido testigo de sus salidas a los puestos de comida, pasan más tiempo allí del tiempo de ensayo. No soy de quienes van a misa sólo en ocasiones especiales… Sólo en Bautizos. O Primera Comunión, tal vez, en los quince años de la hija o de la sobrina… esos son los peores. No puedo juzgar, eso va en contra de lo que yo creo, por eso cuando veo esas celebraciones, hago lo posible por ser invitada a la fiesta; nunca está de más asistir. Una vez en esas reuniones, veo con tristeza cómo se convierten en algo lejos de lo dictado por la doctrina: pura comedera, gula en su máximo esplendor; música, de la típica del mismísimo diablo, a todo volumen para después bailar descaradamente con sus movimientos prohibidos, dejando a Dios fuera de sus vidas. Yo no soy quién para juzgar, sólo trato de llevar la palabra divina a esos pseudocristianos con sus fiestas paganas para celebraciones de sacramentos. Por eso presto oídos cuando los integrantes del coro hablan de cualquier evento religioso, debo ser atenta y organizar mi propia agenda; considero mi deber estar allí presente. Yo no voy a estar criticando, sólo voy a dar mi servicio como buena seguidora de Cristo, así que cuando escuché de ese novenario luctuoso, obvio me apunté de inmediato, porque siempre es lo mismo, unos recitos rápidos y algunas lágrimas, con eso piensan que ya hicieron su parte. No piensan en los pecados del muerto, no hacen nada por resarcir lo que el difunto pudo haber hecho en vida. No soy como esos, yo voy bien preparada, mi libro de oraciones de bolsillo, listo para cualquier ocasión. Y pues tal cual, entro al lugar, los parientes ni idea de cómo dirigir un rosario, rechino los dientes, pero tampoco soy entrometida, me quedo a un lado, rezando apropiadamente tratando de retrasar los rezos, pronunciando como es debido cada sílaba del Ave María, ejemplificando para esos cuasiateos que repiten de forma automática las contestaciones, dejando entrever en sus caras el hastío que les provoca estar rindiendo los honores a quien falleció. Yo no opino, eso no me toca a mí, sólo espero el final del rosario mal rezado, y preguntó, ¿hay familiares del muerto?, ¿tiene esposa?, ¿tiene hijos?, y como es costumbre, regados por la casa, ni siquiera en primera fila cual deberían. Con el entrecejo fruncido, trato de sonreír… debo rezar apropiadamente, debo hacer que Dios vuelva a esta reunión, en lugar de sólo dar “homenaje” al muerto, son como ateos, venerando al pecador que murió. Yo les dejo claro eso, les hago énfasis en los pecados del difunto, dejo el recordatorio de que sólo a Dios se le reza… no me importa que mi intervención se prolongue, de hecho, mientras más dure, es mejor. Yo no emito juicios, como esos del coro, con sus miradas vueltas hacia mí, repletas de desesperación. Me tomo el tiempo necesario, por sus caras, conozco que serán más discretos cuando esté cerca porque no me querrán presente en el siguiente evento religioso, pero una se encuentra sus mañas. No podrán evitar que los siga. Sé que hago lo correcto y que Dios me pagará por mis servicios.