LA TERAPIA CON LUCHA LIBRE

Por Mario Lozano

Hace casi tres años andaba con el ánimo por los suelos. Recién me estaba divorciando y no encontraba modo de consolarme. Para que se den una idea, divorciarse duele como si cada mañana te levantaras con migraña, luego al caminar descalzo te golpearas el dedo chiquito del pie en la pata de la cama y, después de sobarte el dedo, te patearan los bajos. Y esto se repite todo el día: migraña, dedo, bajos, migraña, dedo, bajos…

Mi malestar se habría prolongado por muchos años de no haber sido por la invitación que unos chavos de Estudios Liberales de la UdG me hicieron a la lucha libre. Yo no sabía gran cosa al respecto. Sólo de niño llegué a ver por televisión algo de lucha libre en las películas del Santo y Blue Demon, o peleas en tiempos de Súper Ratón, Popeye, Súper Muñeco y Rayo de Jalisco Jr.

Pues ahí estábamos en la Arena Coliseo, un martes de glamour, en el mero barrio de San Juan de Dios. En los alrededores de la Arena se respiraba un ambiente festivo y encontrabas todo tipo de souvenirs de la parafernalia luchística: gorras, playeras, mallas, pósters, calzoncillos, botas, zapatillas, capas, fotografías, monos. Podías comprar desde máscaras chafonas de 50 pesos hasta las de colección de 18 mil pesos o más (podría ser, por dar un ejemplo, la máscara que el Perro Aguayo le arrancó a Blue Demon en una legendaria pelea por el campeonato del año 74).

Ya dentro de la Arena pronto descubrí que en las luchas hay dos espectáculos conectados: el teatro de los luchadores en el ring y el cotorreo de los espectadores. Supongo que esta doble diversión actual de teatro-carnaval proviene del siglo XIX en que la lucha libre se exhibía como espectáculo precisamente de carnavales.

Los gladiadores del cuadrilátero son unos tremendos atletas y actores dramáticos con indumentarias multicolores y estrafalarias que escenifican la ancestral batalla del bien contra el mal, de los técnicos contra los rudos. Su lucha es una coreografía de presas, llaves, cachetadas, porrazos, piquetes, pellizcos, manotazos, gritos, maromas, derribos y sumisiones con todo tipo de efectos cómicos y dramáticos, como el buen teatro.

Y los rudos representan el alma de la lucha libre, el antagonista perfecto: son pendencieros y tramposos porque pican los ojos, tuercen los dedos, golpean los bajos, arrancan la máscara, insultan al público y engañan al réferi. También adoptan poses de galanes arrogantes y odiosos, aunque suelen ser más feos que el reguetón.

En el caso de los espectadores, se vive otra lucha, la lucha de clases sociales. Los “ricos” se sientan junto al ring en butacas acojinadas y los “pobres” tras un alambrado y en gradas de cemento. La verdad es que son la misma gente: si pagas un poquito más, te sientas con la realeza; si no, te quedas con los plebeyos en la gayola. Pero todos, pirrurris y plebes, se burlan unos de otros como en los carnavales del Medioevo y se pitorrean también de los luchadores. Si llamas la atención por algún aspecto de tu indumentaria como, por ejemplo, traer una playera azul ajustada y de mangas muy cortas para presumir bíceps, puedes apostar a que algún grupito comenzará a apuntarte y gritará en coro: “¡-uto el de azul, -uto el de azul!”. Y la gente ya sabe que es guasa, por lo que ríe y acepta la carrilla.

Los proles de arriba forman grupos para ofender a los aburguesados de abajo: “¡-utos los de abajo, -utos los de abajo!”, a lo que los ricos responden también en coro cosas como “¡Su -uta madre!”, o “¡Tu mamá es mi chacha!, o “¡Se les va el camión, se les va el camión!”.

Entre los aburguesados puede haber turistas extranjeros y burgueses de a de veras, como los de Puerta de Hierro, con damas rubias que se dan baños de pueblo y ríen, chiflan y gritan groserías.

¿Han probado el valor terapéutico de unas palabrotas bien gritadas? Se las recomiendo. Yo nunca en mi vida había gritado una palabrota a alguien -sí, soy un teto asqueroso, no tengo perdón-, hasta esa noche en que un portentoso rudo, el Negro Casas, miró desafiante a la parte del público donde estábamos los de la universidad y nos hizo el gesto manual de “Me la -elan, -utos”. Como a la distancia se parece mucho al actor hollywoodense Danny Trejo, varios nos paramos a espetarle entre carcajadas estruendosas: ¡-inga tu maaadre, Macheteee! Y él contuvo la risa y siguió luchando.

Calculo que con las risas y con las sabrosas mentadas de madre que solté esa noche me ahorré unos cuatro años de terapia psiquiátrica. Digo, no grité muchas, pero las que grité fueron de todo corazón. Así que esa noche terminé afónico, pero bien repuesto.

Imagino que debe haber algo atávico en el gusto humano por las luchas lúdicas. Diversos nativos americanos ya las practicaban desde antes del arribo de los europeos; y egipcios, babilonios, griegos y japoneses tenían formas de lucha libre incluso antes de Cristo.

Dicen que cuando vives una crisis emocional tienes dos caminos: no hacer nada y esperar a que la crisis se resuelva sola, o hacer algo al respecto. Esa noche recordé lo importante de hacer algo. En definitiva, pienso que no hay peor lucha que la que no se hace; y que no hay mejor lucha que la lucha libre.