
Por Jorge H. Haro
El reloj en la pared marcó las diez horas de la noche cuando Lauro divisó por los vitrales una combi que se detuvo en la acera afuera de su tienda. De la misma bajaron tres hombres vestidos elegantemente con trajes negros a la medida, corbatas y mocasines relucientes.
Esto no lo sorprendió. Lauro llevaba ya varias horas esperando su llegada. En cualquier otra noche se encontraría en su departamento, recostado frente al televisor y con un tazón de cereal balanceado sobre su muslo, pero desde el momento que la voz de Alfredo resonó por la bocina de su teléfono, supo que le esperaban por lo menos un par de horas en las que se vería detrás del mostrador de una tienda vacía. Después de todo, nadie en su sano juicio pasaría una noche tan bella comprando alfombras. Nadie… excepto Alfredo y sus muchachos, por supuesto.
—Bienvenidos, señores —les dijo Lauro.
Los tres hombres cruzaron el umbral sin dirigirle la palabra. Esto tampoco lo sorprendió. Alfredo tenía reglas específicas para las esporádicas ocasiones en las que visitaba su tienda. De cajón llegarían después de que los otros establecimientos ya habían cerrado. Lauro, asimismo, debía de estar ahí para aguardar su llegada y asegurarse de que no hubiera ningún otro cliente adentro. Por último, debía tener su pedido preparado para que Alfredo lo revisara.
Había ordenado cinco alfombras de sala tamaño extra grande. A Lauro le dejaba elegir el modelo, color y precio a su criterio, por lo que naturalmente enrolló y preparó los modelos más caros que tenía en existencia.
—Se ven bien. Súbelas —dijo Alfredo luego de darles un veloz vistazo.
Con su espalda bramando en protesta, Lauro cargó las alfombras una por una a la calle para posteriormente subirlas al techo de la combi. Mientras trabajaba, Alfredo y sus hombres fumaban cigarrillos y lo observaban. Ninguno le había ofrecido ayuda en el pasado y Lauro no esperaba que lo hicieran en esa ocasión. El trabajo era pesado y el darles trato especial le resultaba irritante; pero Alfredo llamaba a su tienda al menos una vez cada tres meses y esa venta le daba siempre un bienvenido empujón a sus ganancias, así que no tenía lugar para las quejas.
—Todo listo, señores —dijo Lauro cuando terminó de subir las alfombras y se aseguró de amarrarlas apropiadamente—. Como siempre, es un placer atenderlos.
Luego de apagar sus cigarrillos contra la fachada de su tienda los hombres caminaron en silencio a la combi. Lauro no los molestó por el pago pues sabía que el dinero aparecería más tarde en su cuenta de banco.
—Casi lo olvidaba —dijo Alfredo. Se dirigió a la parte trasera mientras uno de sus compañeros encendía el motor—. A la esposa de mi jefe le gustó uno de los modelos que nos llevamos la ocasión anterior. La quiere para su cuarto o qué sé yo. Sucede que la alfombra estaba manchada cuando la recibimos.
Lauro observó tímidamente por encima del hombro de Alfredo mientras él abría las compuertas traseras de la combi. Adentro había una alfombra descuidadamente enrollada, bulbosa de tal manera que a Lauro le recordaba a las jorobas de un camello. Entonces Alfredo dijo:
—Vamos a dejarte ésta aquí y llevarnos una nueva.
Lauro se acercó a la alfombra y levantó una de sus esquinas.
—No tengo este modelo en existencia. Puedo ordenarlo y estará aquí en tres días.
—Pasamos por ella pasado mañana —dijo Alfredo—. Te dejamos ésta de una vez. Llévatela.
Asintiendo, Lauro envolvió la alfombra con sus brazos y al intentar levantarla su peso lo tomó desprevenido. Intentó de nuevo. Sus músculos se contrajeron dolorosamente y sólo pudo levantarla unos centímetros del suelo y arrastrarla hasta la entrada.
—¿Algún problema? —preguntó Alfredo quien había cerrado las compuertas y ya se encontraba con un pie adentro de la combi.
—Todo está bien. Es sólo el cansancio, estoy seguro.
Apenas había terminado de hablar cuando Alfredo cerró la puerta y la combi arrancó hacia la oscura avenida. Lauro la observó hasta que sus luces se disiparon, en parte para poder recuperar su aliento. Tomó la alfombra y la arrastró dentro de la tienda por la sala de exhibición, detrás del mostrador y hasta el cuarto trasero que servía de bodega.
A pesar de que sabía que la alfombra que les vendió estaba en buen estado, Lauro había preferido no arriesgarse a fastidiar a su mejor cliente. Además, nunca se había topado con una mancha que no pudiera desvanecer. Una vez limpia podría hacer pasar la alfombra por nueva sin problema alguno. Quizás incluso dársela a Alfredo y ahorrarse la llamada a su proveedor.
Era ya casi la medianoche, los ojos se le cerraban del cansancio y su espalda dolía como si lo estuvieran taladrando con un cincel; pero Lauro sabía que eliminar una mancha era trabajo arduo y mientras antes lo empezara mejor. Tomó sus herramientas: una manguera a presión, cepillos y jabones especiales. Se agachó junto a la alfombra y procuró extenderla en el poco espacio que tenía disponible en su bodega.
Se detuvo. Ya sólo le quedaba un pliegue por desdoblar, pero el bulto seguía ahí.
¿Dejaron algo adentro? pensó Lauro. Consideró ver el interior. Evidentemente Alfredo y su empleador eran hombres que solicitaban mucha discreción en sus negocios; no les agradaría si llegaran a enterarse que estuvo husmeando por ahí.
Se decidió por no desdoblar el último pliegue, pero el bulto en la alfombra aun así lo tenía intrigado. Lo observó con cuidado intentando encontrarle forma alguna. Tenía casi el largo de la alfombra; unos dos metros los cuales se ensanchaban asimétricamente mientras más se acercaban al centro, donde tenía cerca de la altura de una regla.
A su cabeza llegaron imágenes como un río torrencial. Un escalofrío corrió a lo largo de toda su columna. Vio imágenes de hombres vestidos elegantemente, con armas escondidas bajo sus sacos, sentados en restaurantes finos a altas horas de la noche. Hombres que desde las sombras maquinaban los negocios del mundo exterior. Pensó en tanques de ácido y zapatos de cemento; en autos Roll Royce y las películas que en su infancia veía sobre la era de la prohibición y el uso que les daban a las alfombras.
Entonces la puerta se abrió de par en par y su mirada se cruzó con la de Alfredo.
—Caray, sigues aquí —dijo Alfredo.
Lauro se había puesto pálido como un fantasma.
—Iba a lavar la alfombra —respondió y apuntó a los productos de limpieza en el suelo.
—Ya no será necesario. Mis hombres trajeron la alfombra equivocada.
—Ah.
—Mañana te traemos la correcta.
—De acuerdo.
—Nos vamos a llevar ésta.
—Bien.
Dos hombres cruzaron el umbral, enrollaron descuidadamente la alfombra y la cargaron hasta la entrada. Lauro se quedó paralizado, su mirada fija en Alfredo.
—Entiendes que esperamos discreción sobre esto.
—¿Sobre qué?
—Esto que acabas de ver.
—No sé de qué me hablas. Yo no vi nada.
—Correcto —dijo Alfredo antes de dar media vuelta y salir de la tienda.