
Por Marisol Ruíz Arnot
I
El descubrimiento
Don Heraldo López y su esposa doña Lupe paseaban por el centro de San Miguel de Allende cuando se encontraron con un bazar dentro de una casona. Al ser don Heraldo coleccionista de antigüedades, no dudó en entrar a echar un vistazo. A doña Lupe no le pareció muy grata la idea, ya que el espacio de su pequeña casa en el centro de Silao se reducía cada vez más por albergar en la sala, en el patio y en la cochera trozos de hélices, cámaras fotográficas del siglo pasado, máquinas de escribir y otros artilugios que su esposo había ido acumulando en los últimos años.
Don Heraldo y doña Lupe caminaron por el interior del patio central. Entre muebles del siglo XIX, joyas, lámparas, cuadros y daguerrotipos, sobresalía una enorme cruz de madera: un Cristo de más de doscientos años de antigüedad, según explicó el anciano dueño. Había sido recuperado de la capilla de una hacienda luego de la Guerra de independencia de México. Mencionó también (tal vez para impresionar al cliente y agregar valor a la figura) que la hacienda había sido la morada que vio nacer al militar Ignacio Allende.
Don Heraldo caminaba alrededor y escudriñaba cada milímetro de la figura, que tenía sus detallitos propios de la edad, pero le parecía que, luego de algunos arreglitos, podría ir bien en la sala de su casa junto al cuadro de repujado del Sagrado Corazón. Doña Lupe, fiel seguidora de Jesús, por primera vez estuvo de acuerdo con la posible adquisición. Sin embargo, justo cuando don Heraldo preguntaba por el precio al vendedor, recibió una llamada. Era su hijo, desde Silao. Le comunicó que el coche Cabriolet modelo 70, recién adquirido una semana antes, había sido robado.
—Ochenta y cinco mil pesos le cuesta el Cristo, pero se lo dejo en ochenta cerrados, señor —respondió el dueño del bazar en cuanto la atención de don Heraldo volvió a él.
—¡Híjole! Ochenta, casi lo que pagué por el coche que nos acaban de robar. ¡Qué lástima chingao!
Tristes por la noticia, don Heraldo y doña Lupe salieron del lugar, no sin antes prometer al Cristo que regresarían por él si el coche robado aparecía.
II
El Milagro
Aunque parezca difícil de creer, el teléfono de la familia López sonó en cuanto regresaron a casa. Era la policía: el coche había sido encontrado enterito en un baldío a las afueras del municipio.
—¡Fue un milagro del Cristo de San Miguel, viejo! —dijo doña Lupe al tiempo que formaba una cruz en su rostro con la mano derecha—. ¡Tienes que ir por él! Se lo prometimos —continuó doña Lupe con la voz rota, convencida del milagro.
Al día siguiente, don Heraldo puso en venta el automóvil y cuando éste se hubo vendido, dos semanas después, tomó los ochenta mil pesos, subió a su pick up y partió a San Miguel de Allende con un chalán que le ayudaría a cargar la escultura. Regresó a casa con una figura de dos metros y medio de largo por uno de ancho. Doscientos kilos de caoba fina. Mientras tanto, doña Lupe se había dedicado a limpiar y a hacer espacio en la casa para colocar al Cristo. Había decidido ponerlo en el centro de la sala, donde pudieran rodearlo y orar en familia. Para ello, tuvieron que habilitar, con ayuda de un albañil, un agujero por donde pudieran meter las piernas del monumento.
La llegada de un Cristo milagroso al municipio, a la casa de los López, fue una noticia que se divulgó con rapidez; primero entre familiares, después entre los vecinos. De boca en boca se popularizaron los milagros del Cristo. Las personas iban a rezarle y pedirle favores a cambio de cirios, agua bendita y ramos de flores. La enigmática figura fue llamada por los visitantes “El Cristo de la familia”. De esa manera comenzó a ganar renombre, por lo que un día la familia López decidió homenajearle con una gran fiesta el último domingo de noviembre de cada año, en conmemoración al día en que había llegado a su hogar.
III
La gran fiesta
Una fiesta lograda gracias a las ofrendas y donaciones de los cada vez más fieles del Cristo de la familia. La celebración iniciaba a las ocho de la mañana con las mañanitas del mariachi Real Salmantino. A las diez de la mañana se ofrecía misa en el callejón, el cual, con apoyo de autoridades locales, permanecía cercado con vallas metálicas. El padre de la parroquia San Cayetano Confesor se sentía halagado al ser invitado a dar la misa en tan importante evento.
A las doce del día se prendía la lumbre al cazo de cobre para cocinar el puerco que aportaba don Cruz, dueño del rastro La Victoria. Meses atrás, el Cristo le había curado cien cabezas de ganado que habían contraído una extraña infección. Luego del almuerzo, los danzantes tomaban el protagonismo de la calle durante un par de horas, haciendo sonar las castañas que colgaban de sus pies y dando vueltas a sus penachos de colores. Por la noche se tronaban los cuetes y el castillo. Y no faltaba el borracho fanfarrón que pagara por una banda de norteño.
El primer año la recepción fue de noventa personas, entre los familiares, amigos y algunos vecinos gorrones. Pero el segundo y tercer año se contaron hasta mil visitantes que llevaban ofrendas durante todo el día. Hacían rituales de sanación en la sala de los López, solicitaban milagros y realizaban otros trueques de fe. El cuarto año se inició la tradición de hacer playeras conmemorativas para cada edición: “Fiesta del Cristo de la familia 1998” y bajo la leyenda colocaban una imagen del rostro de Jesús con la corona de espinas y unas gotas de sangre sobre sus mejillas. Además, era posible agregar al diseño el milagro que a cada se le hubiera concedido: “A mí me consiguió trabajo”, “Yo por fin quedé embarazada”, “Mi hijo ya no le hace a las drogas”, “A nosotros nos soltaron a un primo secuestrado”, los vecinos mostraban sus playeras mientras disfrutaban de las carnitas y el mariachi durante la celebración.
IV
Las flores
Un día, en el mes de mayo, a seis meses de la séptima edición del gran festejo, ocurrió algo insólito en casa de los López.
Al despertar, doña Lupe pasó por la sala para persignarse, como de costumbre, ante el Cristo. Aprovechó para limpiar el polvo que se acumulaba en la madera. De pronto, cuando pasaba el plumero por los pies rojizo de la escultura, notó que las flores que lo rodeaban en el suelo parecían mordisqueadas. Y el florero se encontraba seco, como si un litro de agua se hubiera evaporado de la noche a la mañana. “¡Ay, pinche perro vago!”, maldecía doña Lupe a su mascota mientras recogía del suelo los restos de clavel y crisantemo.
Al llegar la noche, doña Lupe colocó en el jarrón un nuevo ramo flores, unas rosas rojas que había cortado de su jardín. Prendió un par de cirios, rezó un rosario y se fue a dormir. Al día siguiente, las flores habían desaparecido: sólo quedaban dispersos sobre el suelo un par de pétalos magullados. Doña Lupe no entendía lo que estaba pasando, pues esta vez había dejado encerrado al perro en el patio. No obstante, no era miedo lo que sentía; más bien lo interpretaba como una especie de señal divina. Una misteriosa forma del Señor de hacerse presente para reafirmar su inmenso poder y la milagrosidad del Cristo de la Familia. Por eso doña Lupe dejaba ramos cada vez más grandes a los pies de la figura y los jarrones rebosantes de agua.
Sin embargo, al cabo de un par de semanas no sólo las flores desaparecieron. Hubo una mañana en que la jaula de los canarios que colgaba del muro de la cocina amaneció abierta y sin pajaritos. Unas plumas amarillas y unas gotas de sangre formaban un camino que terminaba justo en los pies del Cristo. Don Heraldo no tomaba importancia cuando su esposa le contaba lo que estaba sucediendo. “Ha de ser el gato del vecino. Seguro salió por la ventana con los canarios en el hocico. ¡Por eso te digo que no dejes las ventanas abiertas, mujer!” No conforme con la versión del gato, doña Lupe colocó más flores por la noche, esperó a que todos hubieran dormido y se quedó detrás de la puerta de su dormitorio, desde donde lograba ver la escena completa: al Cristo y el baile de sombras provocado por las decenas de veladoras encendidas en la sala.
V
El nuevo descubrimiento
En su pijama de franela y con el ojo clavado en el rabillo de la puerta, doña Lupe vigiló toda la noche hasta que, de madrugada, sucedió lo inexplicable: vio que el Cristo bajaba de la cruz de madera recién había sido pulida por don Heraldo. Primero bajó los brazos y luego sacó con cautela los pies del hoyo. Abrió muy despacito la puerta principal y, encorvado, salió de la casa. Al cabo de unos veinte minutos, regresó trayendo consigo un olor a basura y una estela de pelos de animal que se reflejaban con la luz de la calle que se filtraba por la ventana. Doña Lupe observaba turulata mientras, en voz baja y con un rosario en la mano, rezaba un padre nuestro.
En cuanto pudo, al amanecer, compartió a su esposo lo ocurrido, pero este, incrédulo y juzgando a su esposa de loca, no tuvo más remedio que esperar la noche junto a doña Lupe para desmentirla. “Tú y tus cosas, mujer”, le decía. Sin embargo, don Heraldo comprobó esa noche que su mujer decía la verdad. “Con razón el pobre perro no ha querido salir del patio”. Ahora ambos eran testigos de un acontecimiento que, aunque difícil de comprender, les hacía sentirse jubilosos y agradecidos por haber sido los elegidos.
Una vez siendo conscientes de la situación, los López pasaron varias noches en vigilia observando los movimientos de su huésped. Dejaban la puerta sin llave para no obstaculizar al Cristo cuando saliera a cazar y le colocaban abundante agua en distintos recipientes. Con el paso del tiempo y con la nueva dieta, el Cristo parecía perder más su aspecto de madera. Sus piernas y axilas se llenaban de vellos. Los cambios en su cuerpo eran evidentes y su posición en la cruz era cada vez más incómoda para él. Hasta que, una madrugada al volver a casa y mientras luchaba para colocarse de nuevo en la cruz, escuchó murmullos. Se percató enseguida de que un par de ojos lo espiaban desde una de las habitaciones. Al sentirse descubiertos, los dueños del hogar salieron a su encuentro, y el Cristo, aprovechando el descubrimiento, no tuvo más remedio que confesarles sus nuevas necesidades: tenía que alimentarse de sangre de animales vivos para dejar de ser una simple escultura.
Conmovidos y extasiados, los López comenzaron a llevarle perros y gatos callejeros, y algunas gallinas del mercado. Le acercaban todo para que no tuviera que molestarse en bajar y subir a la cruz todas las noches.
Un tiempo después, pero ese mismo año, cuando ya había más confianza con la familia y cuando estaba a punto de ser su gran fiesta, el Cristo mandó pedir una corona de oro que sustituyera las espinas y también un palacio donde pudiera dormir a sus anchas, donde no tuviera que inclinarse al andar por el recinto y al salir de cacería. Un palacio donde los fieles lo pudieran adorar más cómodamente.
Y así fue. Sin dudarlo, al enterarse del gran milagro acontecido en la casa de los López, mucha gente del pueblo y el mismo alcalde de Silao cooperaron para la construcción de dicho palacio, pues ahora su nuevo rey del pueblo era el Cristo de la familia, quien estaba a poco de lucir casi como cualquier hombre, pero con una mayor estatura. Un rey que disfrutaba cada una de las ofrendas, ofrendas que habían dejado de ser cirios y flores. Ahora, en cambio, le llevaban gallinas, chivas, vacas, cerdos, incluso venados por parte de las familias más adineradas.
Al palacio habían llegado algunos fieles a fungir como sirvientes del Cristo, especialmente las mujeres más ancianas del pueblo. Le lavaban los pies, le cepillaban el cabello, le preparaban platillos especiales con la sangre de los animales; además le gestionaban las ofrendas y donaciones.
La figura de caoba había dejado de ser de madera. Ahora entre sus venas corría sangre, un corazón latía dentro de su pecho, su piel se volvió tersa, sus amielados ojos adquirían brillo y su crespo cabello crecía con el paso del tiempo.
VI
La nueva tradición
Hoy es la décima quinta edición de la fiesta del Cristo de la familia, fiesta fundada por don Heraldo, apasionado de las antigüedades, y doña Lupe, fiel seguidora de Cristo. Una fiesta que comenzó en un callejón de un barrio de Silao y ahora ocurre en un santuario en el cerro del Cubilete, donde recibe a más de veinte mil peregrinos. La misa es ofrecida por un cardenal en presencia del Cristo, que observa con orgullo desde su enorme silla chapada en oro. Las peticiones del venerado se vuelven cada vez más exigentes: la fila de los fieles voluntarios a ser sacrificados es cada más larga.