LA MALDICIÓN DE LA ONDINA

Imagen cortesía Pexels

Por Nicte G. Yuen

El lago Vänern era habitado desde tiempo antiguos por una familia de bellísimas ondinas, surcaban sus aguas y protegían a todas las criaturas que habitaban en ellas. Las hermanas se divertían seduciendo marineros y pescadores, solían hacerlo los últimos días de cada mes. Nadaban hasta la orilla del lago y entonaban hipnóticas melodías, sus voces retumbaban en los corazones de los hombres, quienes de inmediato emprendían la búsqueda. Cuando sus miradas se cruzaban, ya no había retornó, las ondinas los rodeaban con sus brazos y sus larguísimos cabellos y los arrastraban a las profundidades de Vänern, donde la muerte era segura.  Los relatos sobre las ondinas eran interminables, niños, mujeres, ancianos, ricos y pobres, todos los pobladores de las comunidades aledañas al lago tenían algo que contar al respecto. Eran temidas, eso era seguro.  

Y sucedió una mañana, durante los primeros días del invierno, que una ondina de cabellera dorada y ojos violáceos, escuchó los gritos de una mujer; había angustia en ellos, había dolor e impotencia; y detrás de estos escuchó golpes. 

–¿Dónde estuviste ayer? ¿Dónde? –el puño del hombre impactó contra el estómago de la esposa –¡Yo lo sé, lo sé todo! Yo sé, como seguramente lo saben todos en el pueblo… Y aun así me recibes con un abrazo y un beso al llegar a casa… Así, con una sonrisa, como si hubiera amor… 

La ondina lo sabía, por eso apresuró sus aletas y nadó hasta la orilla. Detrás suyo, algunas de sus hermanas comenzaron a entonar fúnebres melodías; sus voces emergían hacia la superficie guiadas por el llanto de la mujer, un llanto que hablaba de injusticia y muerte.

–Por favor, basta, basta… Yo… basta – gritaba la esposa cada vez más débil. Intentaba mantener los ojos abiertos, quizá para suplicarle piedad a través de la mirada; pero aquello ya era imposible.

–¡Infiel, infiel! – repetía el hombre entre golpes y patadas, entre insultos y el creciente odio que emanaban sus puños.

–Jamás… – susurró en un último intento por retroceder y lograr escapar. 

–¿Desde cuándo lo haces? ¿Un mes, un año, desde cuándo? Por eso la gente habla a mis espaldas, porque conocen de tus encuentros con otro hombre, y yo tan estúpido confiaba en ti, en tus votos de amor eterno. ¿Desde cuándo te conseguiste un amante? 

La mujer estaba demasiado débil, ya casi no se movía, por eso mismo sus gritos y su llanto se habían diluido. Simplemente estaba ahí, tumbada contra la tierra humedecida por las aguas de Vänern, con ambos pies sumergidos en el lago. Había dejado de luchar, sabía que la muerte estaba justo detrás de su esposo, esperando unos minutos más para llevársela. Nadie encontrará mi cuerpo, terminaré… 

El canto de las ondinas se apagó. Un silencio amargo lo cubrió todo.

El hombre retrocedió asustado, miró la sangre, miró sus manos y la cabeza de su mujer, miró a su alrededor, y retrocedió un poco más; incluso contuvo la respiración. Dios, Dios mío, creo que la maté… Sí, ya dejó de respirar… Yo no tuve esa intención, no quería… Fue ella, ella y su amante, quien quiera que sea. Las rodillas y la frente del hombre tocaron la tierra, sus manos arañaron aquel suelo cubierto de sangre. Tenía miedo de él mismo.  He asesinado a mi mujer, pero lo he hecho con justificada razón… Ella creó esto que soy ahora… Ella…

La ondina observó cómo el hombre empujó el cuerpo de su esposa al lago, escuchó la voz del hombre despidiéndose, carente de culpa y dolor.  

–Te amo, te amaré siempre –dijo el esposo tras terminar de hundir el asesinato que acababa de cometer –¡Lo merecías todo, cada golpe y cada grito, todo! 

El canto de la ondina fue primero un susurro, débil aún, pero suficiente para atraer al esposo hasta ella. Ven a mí, dame un beso. Un coro de voces comenzó a cantar sobre la muerte mientras se iban acercando a la orilla del lago, ataviadas de seductoras miradas y brillantes cabellos. 

El hombre dejó de observar sus manos ensangrentadas para mirar a la ondina. Extasiado por el violáceo de aquellos ojos se introdujo en el agua. No miró hacia atrás, ni al frente, ni el pasado o el futuro; no había nada más allá del bellísimo cuerpo de aquella ondina con los brazos extendidos hacia él.

Ven a mí, dame un beso, sellaremos este encuentro no con vida ni con muerte, sino con un eterno tormento… La ondina cantó la sentencia de aquel hombre mientras sus hermanas lo arrastraban a las profundas aguas del Vänern.