Un mensaje desde el mar

Foto cortesía PEXELS

Por Mariana Ortiz

Casi me quedo dormida, si no fuera por la última cabeceada (que casi lleva mi cara a la arena) hubiera perdido toda la mañana. Una buena siesta no estaría mal, de seguro que dormir cerca del mar le caería bien a mi corazón.

No, no, no. ¿A qué hora llegó toda esta gente? Estoy rodeada de toallas y turistas, gritos y música. No todo es malo, frente a mí hay unos niños con su castillo de arena. Una pequeña corre al mar con una cubeta, se me escapa una risita cuando la veo no decidirse a tocar el agua. Está bien, unos minutos más, cuando lleguen más personas me voy.

Llevo semanas visitando el mar por la mañana. Hace unos meses empeoraron mis achaques en el corazón; antes de dormir y en la madrugada latía muy rápido, esos golpes en el pecho me asustaban, a cada rato pensaba que me había llegado la hora. El doctor dijo que tengo hipertensión y arritmias, por eso le hice caso a mi comadre de ir a la playa (dizque es bueno respirar el aire del mar), sólo por eso vengo. No me gusta salir.

Ya debo irme, tengo que preparar la comida; lo bueno es que hago quince minutos a mi casa, eso sí, a pasito para no provocar a mi corazón. Guardo las cosas en la bolsa y camino hacia el mar para que moje mis pies. Cierro los ojos para escucharlo tantito más, hasta que siento a alguien muy cerca. De reojo parece un hombre, lo ignoro pero no deja de verme. ¿Por qué no deja de verme? No voltearé, de seguro así me deja tranquila. Respiro profundo antes de irme.

Es mi imaginación. Sí, sí, es la mente que me juega cosas, no creo que me esté siguiendo, de seguro va a comer o al pueblo. Sujeto bien la bolsa y subo las escaleras, juro que traté de hacerlo despacio, pero está atrás de mí. Tranquila, tranquila, estoy exagerando, por si acaso hago una oración y me persigno.

¿También va a tomar el camión? Eso no significa nada, todos pueden tomar el camión. Debería preguntarle a esas señoras sobre él… mejor no. Enseño mi credencial y, de pura suerte, encuentro un lugar junto a la ventana. Me concentro en los vendedores de collares ¡Ay, Virgencita! Mi corazón va explotar, no me di cuenta a qué hora subió, pero ya está aquí y muy cerca, así de frente puedo ver que es un muchachito; lo bueno es que estoy detrás del chofer, así que más le vale no acercarse.

Sostengo aún más fuerte mi bolsa. Dejamos la playa, en pocos minutos ya estaré en casa. Aprovecho a ocultar la cara entre los demás para ver mejor al muchacho: está muy quieto y triste, a veces me mira directo a los ojos y otras se pierde hacia el mar, apenas destaca entre la gente.

Por fin llegamos a mi parada, bajo del camión y me pongo en guardia con mi rosario. Padre nuestro… Ave María… ¡El muchacho!, ahí está, a unos pasos detrás de mí. Llevo el rosario a mi pecho para que lo calme; no estás sola, hay más gente aquí. 

El jueves hay tianguis, tengo que atravesarlo para llegar a casa. Esquivo a los vendedores y, aunque sea más difícil, me revuelvo entre la gente, ojalá así lo pierda. Los jitomates se ven buenos. ¿Tengo? ¡Vete, vete! El muchacho está cerca, mejor voy al súper, ahorita no estoy de humor para hacer la compra.

Ya no me pueden los pies. Aguanta, sólo debes salir de aquí y caminar media cuadra. Por si acaso me acerco a un señor para hablarle:

—Disculpa, hijo, ¿puedes decirme si el muchacho de azul sigue atrás? No ha dejado de seguirme.

—¿Cuál? ¿El de rojo?

—No, le digo que de azul ¿Sabe qué? Olvídelo, gracias.

Ignoro la mueca del señor. Ya entendí: no tiene caso explicarle y hacer un espectáculo, ni creo que pueda ser de mucha ayuda.

La tercera vuelta al rosario no me está ayudando con el enojo. ¡Qué coraje!, tirar a la basura lo bien que me sentía, y todo por este muchachito. Tengo ganas de gritarle qué quiere, pero no es bueno tratarlos así, una no sabe qué puede pasar, y creo que sería peor si no responde.

¡Estoy en casa! Cruzo la calle, la banqueta y alcanzo la puerta. Ya estaría dentro si mi mano dejara de temblar para poder atinarle a la cerradura, pero él está en la banqueta. Puedo sentir sus ojos. Cuando abro la puerta y siento que va entrar, enredo el rosario en la muñeca y le doy la cara.

—¡Por tu culpa me siento mal! ¡Déjame! —No grito más al ver que es mi vecino. Hay culpa en su rostro y noto que sus labios están azules—. Está bien. ¿Cómo te puedo ayudar?

—Dile a mamá que lo siento. Dile que no es su culpa.

Las tres de la tarde. Mi marido y yo terminamos de comer, seguimos en la mesa para platicar sobre el día.

—¿Sabías que el hijo de la vecina, de doña Sofi, murió ayer? Lo encontraron en el mar. Pobre, me enteré en la mañana.

Trato de sorprenderme y le digo que no lo sabía. Siempre me ha costado distinguir a los vivos de los muertos, eso trae mal a mi corazón; por eso no me gusta salir. En silencio rezo otra vez por él y decido que al ratito voy con la vecina.