Claro de Luna, una leyenda

Por Missael Mireles

Al abrigo de la oscuridad de las diez de la noche, Glenda introdujo subrepticiamente en su casa un carrito de supermercado que llevaba en su interior…
Aquellas palabras de Juan Fernando Merino que Takami Matzuki leía, acompañada sólo por la luz de las velas y un cappuccino de vainilla, la incitaban a adentrarse cada vez más y más entre los profundos párrafos de “Mar de los ingenios”. Afuera, la bella y misteriosa ciudad de Guanajuato se cubría con el suave manto de la Luna, y grupos inmensos de turistas recorrían las calles junto con los alegres cantos de las estudiantinas.
Takami perdió por completo la noción del tiempo mientras leía, apenas era el primer día de su estancia semestral en Guanajuato, sin embargo, no estaba cansada por el viaje, cuando partió de su tierra natal, Kyoto, tenía mucho por conocer antes de que iniciasen sus actividades escolares.
La taza de café quedó vacía, sólo le faltaba una página para terminar el relato, miró su reloj, eran casi las once de la noche, y no pensaba quedarse sola en la habitación del hotel Abadía, fue ahí cuando decidió explorar la “cuna de las leyendas”. En ese momento había finalizado el relato, encendió las luces, para después apagar las velas. Buscó desenfrenadamente una guía turística que había comprado en el aeropuerto, junto con muchos otros libros. Cuando al fin la encontró, dejó la habitación a oscuras, cerró la puerta que rechinaba hasta con sólo mirarla, y salió del Abadía, rumbo a su aventura.
A Takami le sorprendió lo hermosa que era la avenida Alhóndiga, tantas luces que resaltaban la elegancia de los edificios coloniales de Guanajuato, pero de todas esas luces, había una en especial, un intenso resplandor que era verdaderamente difícil no apreciar: la luz de la Luna. Consultó la guía turística, no sabía con exactitud dónde iniciaría su recorrido, hojeaba y hojeaba las páginas del cuadernillo, de pronto, se topó con una fotografía que llamó su atención; aquella fotografía mostraba un edificio de inspiración romana cuyos pilares custodiaban la entrada, el teatro Juárez.
Confiando en su conocimiento novato del español, tomó un taxi que la llevara a su objetivo. Aunque ella prefería recorrer las calles a pie, el hecho de ir sentada en el asiento trasero de un Tsuru verde no le impidió apreciar las demás coloridas calles de la ciudad, ella miraba con atención los patrones de luces que parecían moverse por su propia cuenta. Sin despegar la vista de los letreros de la ciudad, Takami observó como el taxi circulaba por un inmenso laberinto de calles, calles pequeñas de nombres cortos que cruzaban entre sí en cada esquina. Después de miles y miles de metros recorridos desde la Abadía, el taxi se detuvo en una calle de nombre Sopeña, frente al Jardín de la Unión.
-Camina sólo unos metros, hacia la Plazuela de la Cata, ahí está el Juárez, que disfrutes de tu estancia en la ciudad- dijo el taxista, su actitud era sorprendentemente amigable. Takami supo cómo dar las gracias, y se bajó del taxi. Siguiendo las instrucciones del chofer, y el mapa de la guía turística, dio con el teatro Juárez. La chica japonesa lo miraba impresionada, la fachada decorada con algo que parecían ser rosas de bronce, y coronado por estatuas de las nueve musas griegas, ella sabía con exactitud quienes eran: Calíope, Clío, Erato, Euterpe, Melpómene, Polimnia, Talía, Terpsícore y Urania.
Tras volver a perder la noción del tiempo, como cuando leía en la habitación del hotel, no dudó en consultar la hora: ya pasaban de las once y media, Takami se sentía con energía suficiente y súbitamente, se percató de un diminuto detalle; había olvidado su cámara Nikon profesional en el Abadía, pero no le dio mucha importancia. Sacó un bloc de dibujo y una lapicera Faber- Castell del morral que llevaba consigo, y con la habilidad de su mano derecha, comenzó a trazar el retrato del teatro Juárez, tal cual sus ojos le permitían apreciar cada detalle de la fachada, los pilares, incluso las nueve musas griegas.
Su estómago le rogó por un bocadillo, observó a su alrededor, había una infinidad de opciones para devorar un exquisito baguette, o tal vez algún postre, hasta que se topó con un sitio que atrajo su atención, un café de nombre “Luvina”, ingresó ahí sin pensarlo dos veces, ella sentía una fuerte atracción hacia los cappuccinos de vainilla, en ocasiones de moka. Dentro del “Luvina”, el dulce aroma del café se apoderó de las fosas nasales de Takami, obligándola a quedarse ahí dentro durante un buen tiempo, lo suficiente para beber, comer un muffin de moras y leer alguna revista de los estantes que estaban junto al mueble de madera donde reposaba la caja registradora, no le importaba seguir consumiendo cafeína, pues ella creyó que la esperaba una noche bastante larga.
No sabía con exactitud cuánto tiempo duró sentada, sintió las piernas entumidas cuando trató de levantarse, se dirigió hacia el estante para devolver la revista que casi había leído por completo, después regresó a la Plazuela de la Cata, nuevamente miró su reloj, ya era media noche, levantó la cabeza como si quisiera mirar el cielo estrellado, cerró los ojos y respiró profundo, se sentía más que viva. Cuando abrió los ojos, observó que la Luna brillaba con más intensidad, lucía hermosa con aquel resplandor que la rodeaba en su totalidad, bajó la mirada, hacia la plaza, fue ahí cuando se percató de algo que le pareció extraño: no había nadie, absolutamente nadie, ni una sola persona, incluso el “Luvina” estaba cerrado, apagado, Takami se sintió un poco incomoda, no lograba comprender que la plaza estuviese sola por completo, y que la cafetería hubiese cerrado cuando apenas había salido de ahí.
A unos cuantos metros de distancia, justo afuera del teatro Juárez, una extraña figura apareció de la nada. La joven pudo verla con claridad, era una mujer que portaba un vestido del siglo XVIII, negro en su totalidad, las luces de la plaza resaltaban el color dorado de su cabello. La mitad del rostro de la extraña dama de negro estaba decorado por una máscara plateada con pequeños fragmentos de diamantes, o tal vez rubíes, meneaba un abanico con delicadeza. Takami la miraba fijamente, pensaba en acercarse a ella y preguntarle si algo sabía de la repentina soledad de las calles, y en ese preciso momento, la elegante dama le regresó la mirada.
Takami estaba decida en dirigirle la palabra, pero cuando movió sus labios para dejar salir alguna frase, la misteriosa mujer le sonrió, y con un ligero movimiento de su dedo índice, le indicó a la joven que la siguiera, ella no sabía si realmente debía acceder a su extraña petición, no obstante, ella decidió ir a Guanajuato en busca de aventuras, y posiblemente, ésta era una excelente oportunidad.
Le siguió el paso, pero sin acercarse tanto a la mujer extraña que caminaba en dirección a la calle Sopeña. Una vez estando en la Sopeña, la dama siguió todo el trayecto recto de la calle, sin dar vuelta en alguna esquina, andando y andando, Takami tras ella sin perderla de vista, y sin descuidar la ruta que indicaba el mapa. El camino seguía siendo el mismo, solo fue el nombre de Sopeña que cambió al de González Oregón, y la chica japonesa observó en el mapa que aquella calle cruzaba con la del Truco, recordó haber leído la leyenda en el aeropuerto. La dama de negro no paraba de caminar, reía y cantaba con una voz tétrica, pero dulce.
Takami nunca sintió cansancio, ni siquiera nervios, no sabía por qué, ella estaba interesada en la petición de la dama que apareció de la nada, aunque la condujera hacia el peligro, o tal vez no, ella no se detendría por ningún motivo, sólo quería descubrir el misterio, siguiéndola por largas cuadras, incluso conocía más sitios de la ciudad conforme avanzaban, como la Tasca de los Santos y la Plaza de la Paz, pero el recorrido aun no terminaba.
De repente, después de una infinidad de calles y cuadras recorridas, la dama se detuvo en la explanada de una bella plaza rodeada por árboles cuyas hojas brillaban incluso en la noche, era la Plaza de San Fernando. En un extremo de la explanada, una fuente decorada por dos redondas plataformas de roca, y en la gran pila de la fuente, el claro de la Luna se reflejaba en su totalidad, eso fue lo que vio Takami, todo eso y mucho más: un elegante vals de máscaras tomaba lugar en aquella plaza, la dama de negro se integró a la multitud, bailaba junto con otros caballeros enmascarados, algunos con antifaces discretos, otros parecían bufones, y absolutamente todas esas personas portaban vestimentas pertenecientes al siglo XVIII, Takami no sabía qué hacer, ni que decir, sólo se quedó parada, observando aquel colorido vals, a las personas que en cada paso del baile intercambiaban de pareja y de máscara, hasta que, en el cielo estrellado, una gruesa nube cubrió por completo a la Luna, impidiendo que su resplandor iluminase la ciudad, y junto con aquel brillo blanquecino, las personas enmascaradas se desvanecían poco a poco, la música del vals se apagaba en la oscuridad, la Plaza de San Fernando quedó en soledad, y Takami no podía creer aquello, había sido testigo de un fantasmal baile de máscaras del siglo XVIII, sin embargo, ella no sintió miedo, por el contrario, quedó asombrada ante tal espectáculo.
Desde ese día, con el sabor a vainilla aún en los labios, y seducida por aquel misterio nocturno, Takami Matzuki se dirige hacia la Plaza de San Fernando, partiendo junto con la dama vestida de negro, de cabello dorado, desde la Plazuela de la Cata, la joven lleva puesta una máscara de carnaval en su rostro. Ella esboza una sonrisa de complicidad mientras se une al elegante vals, en el que antiguos fantasmas danzan felices bajo la luz de la Luna.