
Por Maik Granados
Miras el reloj. Faltan algunos minutos para tu cita. Das una ojeada al espejo de la visera del auto. Revisas tu dentadura, está limpia. Soplas en tu mano y el aliento aún conserva el aroma astringente del enjuague bucal. Ensayas tu sonrisa: «¡Natural, cabrón!… Natural». Repites la mueca. «¡Sí, cabrón, así como cuando empezaste a boxear!». No estás conforme. Te persignas. «Beso hasta el cielo, madre, pero le hubieras puesto ganas para salir galán como mi abuelo». Levantas la visera con un movimiento brusco. «¡Pues ya qué! ¿Aquí estas, no? Digo ella está muy instagramiable… Morra de grandes ligas. Papá estaría orgulloso, decía que uno debe de mejorar la raza». Bajas del vehículo. Sientes inestables tus piernas a cada paso. Te detienes, jalas aire con una amplia bocanada y exhalas un fuerte resoplido. Instintivamente comienzas a balancearte en un brincoteo rítmico. Subes las manos a la altura del pecho, abriendo y cerrando los puños. Te sacudes el temor, como cuando subes al ring. Respiras, exhalas. Respiras, exhalas. Sientes tu corazón palpitando. «¡Tranquilo, Cheke!… Tranquilo». Entrenas tu speech. «Hola, ¿te acuerdas de mí? Soy Ezequiel… No, no, no… ¡Tranquilo, chingá!… Hola, ¿cómo estás?… ¡Ah, carajo! ¡No la vayas cagar, pinche Ezequiel!… ¡Ponte pilas, güey!». Antes de entrar a la clínica, amasas tus manos en otro intento de permanecer calmo, las sientes frías a pesar del sol en aplomo. Respiras, exhalas. Alguien empuja la puerta abatible de cristal y choca de frente contigo.
‒¡Disculpe usted, caballero!
‒No hay problema.
‒Permiso.
Por fin te decides. Entras. Hueles el aroma a lavanda. La temperatura del aire acondicionado refresca tu cara. No hay nadie. Te recargas en el mueble de la recepción. Escudriñas en el dulcero los pastillas de yerbabuena. Tomas algunas paquetes y las guardas en el bolsillo de tu camisa esperando a no ser descubierto.
‒¿Si gustas, puedo ofrecerte más de esos dulces?
Te quedas callado. Suena «La chica de Ipanema» en el ambiente… «¡Qué conveniente!».
‒Eh… uhm…
‒¿Ezequiel, cierto?
‒…
‒Pasa, el doctor Cruz te está esperando.
‒Eh… Este…
‒No te preocupes, a la salida te doy más de esos, ¿de acuerdo?
‒Ok.
Tienes la boca seca. «¡Qué pendejo estás, Ezequiel, de veras… Pendejazo! ¡Ya valió madres! Volteas intentando redimirte. La ves sonriendo, piensas en lo divertida que está por aquella situación en que te ha pillado, sus ojos zarcos miran el dulcero, mientras menea la cabeza de un lado a otro.
‒¡Ezequiel, amigo, pasa, pasa!
‒¿Qué tal, doctor?
‒Pues aquí andamos, pero pasa, lo tuyo será rápido, ya para irnos a comer.
«¡Valió madres!». Cierras la puerta. «¡Ya estabas aquí, Ezequiel!». Lamentas que ella no haya volteado.
Divertida me gusto 👌
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Muy bueno, Maik, te felicito 😉
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