
Por Jorge H. Haro
Viernes, 03 de mayo de 1985.
El viejo Archudia era bajito y cascarrabias; la clase de persona cuyo propósito en la vida era hacerla menos tolerable para los demás. Con un ceño fruncido y cejas arqueadas, dejaba claro su desdén por la interacción humana, lo cual era afortunado, pues los pocos sonidos que emergían de entre sus labios eran nada más y nada menos que veneno auricular, aderezado con suficientes palabrotas para sonrojar hasta a los camioneros que se detenían en su gasolinera. Sin embargo, siendo que esta era la única a cincuenta kilómetros a la redonda, hacía que el soportar las legendarias rabietas del viejo fuera parte del día a día de los habitantes del pueblo de Camden. De lo contrario, Archudia era capaz de vetarlos de llenar los tanques de sus vehículos o surtirse de golosinas en su tienda de autoservicio.
Aún así, esto no evitaba que sus empleados (usualmente jóvenes de la preparatoria local, quienes tenían más necesidad económica que auto-respeto) se retiraran inadvertidamente de sus labores. En ocasiones excepcionales, alguno tenía la decencia de llamar a su jefe y avisar de su renuncia, aunque esto fuese solo una excusa para mandarlo propiamente al infierno.
La noche de la invasión fue uno de esos casos.
Comenzó como cualquier otra. El más reciente chiquillo ingrato que había contratado le renunció en menos de una semana, a la mitad del turno nocturno. El viejo se vio forzado a manejar a toda velocidad en dirección a su tienda antes de que esta fuese asaltada. Hasta el momento, Archudia se la había pasado refunfuñando detrás del mostrador, su respiración sacudiendo sus bigotes de morsa y la tienda vacía reflejada en su calva cabeza.
Aprovechó para salir a barrer la entrada. Fue ahí que vio al primer invasor, sentado en la banqueta a su costado, café-amarillo y croando despreocupadamente. Con desdén, Archudia vio al sapo a los ojos y en ese dúo de perlas negras como carbón vio su mismo desdén reflejado de vuelta hacia él.
Maldita peste, pensó el viejo, antes de blandir la escoba en dirección al anfibio, el cual salió disparado hacia las bombas de gasolina. El sapo cayó con un golpe seco y desde el ceño fruncido de Archundia se asomó momentáneamente una sonrisa. Había sido un cuadrangular. El sapo se quedó de espaldas en la acera, en silencio, inmóvil. Tan satisfecho estaba el viejo que preparó la escoba para un segundo asalto. Caminó hacia el anfibio silbando una tonada.
Era tal su deleite, que nunca escuchó los múltiples croares a sus espaldas. Uno, dos… cien… quinientos… mil…
Croac… croac… croac…
***
Del lado contrario del espectro poblacional de Camden, tanto geográfico como emocional, estaba la señora Falanowski, maestra de primaria retirada y alcaldesa de facto, tras la renuncia del alcalde electo, Youssef Gascon, dos meses antes, luego de ser el protagonista de un penoso escándalo que lo forzó a retirarse de la vida política (de tal hecho no había muchos detalles, salvo que involucraba coñac añejo, un tanque de helio y el allano ilegal a la granja de la familia Merchan mientras estos se encontraban fuera). La señora Falanowski, por otro lado, era la imagen de una ciudadana ejemplar. Su actitud firme pero justa, la habían convertido en una figura respetada en su comunidad rural durante 55 años de trayectoria docente y a diferencia de muchas otras maestras de escuela, ni sus pupilos de peor desempeño le guardaban rencor alguno. Simplemente, era una mujer dulce, imposible de odiar.
Viuda, retirada más no decadente, Falanowski pasaba sus días buscando la manera de mejorar su comunidad, lo que la hizo una elección obvia para el puesto de alcaldesa, mientras se organizaban nuevas elecciones. Y aunque estaba más acostumbrada a repartir cobijas durante el invierno o preparar cántaros de té helado para los partidos de béisbol de la liga juvenil, aún así se sintió honrada por la oferta y a la altura de la tarea.
Consideraba haber hecho un buen trabajo hasta el momento, a pesar de que la semana previa a la invasión se mostró más ardua de lo habitual. Dos semáforos habían colapsado en Sebala Santos, la principal avenida que conectaba al pueblo con la autopista número 19, a causa de una falla subterránea que por años fue ignorada por sus predecesores. Uno de los semáforos se había llevado consigo casi 100 metros de cables telefónicos, dejando incomunicadas a la mitad de las viviendas del pueblo, incluyendo su propia. En Camden no había una oficina de telecomunicaciones. El cableado y personal para reemplazar las líneas caídas debía ser traído desde la metrópolis más cercana. Luego de horas en el teléfono de su oficina en la alcaldía, la señora Falanowski se había dado por vencida y aceptado que la compañía telefónica enviaría a un equipo a primera hora de la mañana del lunes.
¿Qué es un fin de semana sin teléfono ni televisor? Cuando yo era joven no teníamos uno en cada hogar y éramos felices, pensó Falanowski, mirando sonriente, con una mano sobre su sien, el cielo despejado del sábado por la mañana. Era su día libre y pensaba aprovecharlo. Se había levantado temprano, tomado su habitual taza café e ingerido un tazón de avena con canela para aplacar el apetito hasta la hora del almuerzo.
Quería dedicarle el día a su jardín. Atendería los rosales, se encargaría de podar los matorrales de gardenias, rociar las colas de caballo y trasplantar las patas de elefante que estaban a centímetros de explotar fuera de sus macetas. También cosecharía los vegetales. Con las espinacas, pimientos y zanahorias haría una ensalada; los pepinos los conservaría en vinagre y las batatas las hornearía en un pay para el personal de la compañía telefónica. Quizás, si había suficientes maduras, hornearía dos para así liberar espacio para plantar las semillas de sandía que el señor Pinilla, de la ferretería local, le regaló. Así estarían listas para el verano. Sí, eso le pareció una excelente idea. Por ahí comenzaría un largo y relajante día bajo el sol.
Entusiasmada, la señora Falanowski tomó su pala, una canastilla y se puso de rodillas frente a los vegetales. Como todo en su jardín, estaban frescos y tiernos, justo en su punto para una sabrosa comida. Arrancó las zanahorias y batatas de la tierra, cortó tallos, limpió hojas y solo se detuvo cuando captó un croar cerca de ella.
—¿Vienes a hacerme compañía? —le preguntó la señora Falanowski al sapo tendido sobre uno de sus racimos de espinaca. El anfibio no hizo más que inflar su garganta. —A ver, quedate ahí, pequeñín.
Tras una veloz vuelta a su casa, emergió con un tazón lleno de agua fresca.
—Debes tener sed en esta mañana tan calurosa —dijo, tomando al sapo con su mano enguantada y sumergiéndolo en el agua. —Supongo que te debo agradecer por proteger mis plantas de los insectos. Siéntete libre de quedarte aquí y comer todos los que quieras.
El sapo abrió sus amplias mandíbulas y bebió una bocanada de agua. Fue entonces que la señora Falanowski apreció por primera vez su colosal tamaño, más grande que cualquier otro anfibio que alguna vez había visto (un número considerable, ya que seguido practicaba con sus alumnos la disección de ranas durante la clase de biología). Así también, notó un aire furtivo en su mirada, sin lugar a duda por el resalte de los párpados sobre sus ojos, que le daban un aspecto de cejas arqueadas. A la señora Falanowski le recordó a uno de sus exalumnos. Entonces recogió la canastilla del suelo, dio media vuelta y se dirigió hacia la casa.
¡Whoops!
Levantó un pie al escuchar un chillido como un globo desinflándose a través de un pequeñísimo agujero. De debajo de su suela, otro sapo saltó hacia los arbustos de gardenias, reuniéndose con cuatro anfibios más que ahí se aglomeraban.
La señora Falanowski miró hacia sus alrededores. Eran cinco; no, ¡seis! Espera. Tres más aparecieron en las cercanías del primero, bebiendo agua del tazón. Algunos estaban entrando en el jardín por encima de la barda de madera.
Flanowski dio un paso en retroceso y escuchó otro chillido. Una vez más había un sapo bajo sus pies. Se giró y levantó el rostro. Más sapos en la entrada de su casa, colgando del mosquitero y sentados en los escalones que daban a la cocina, croando, mirándola fijamente, inflando sus estómagos y las glándulas en sus espaldas, que secretaban un liquido blanco de apariencia viscosa como el pegamento que sus estudiantes solían usar para hacer figuras de macarrones.
A la señora Falanowski se le fue la sangre hasta los pies. Sentía mucho frío a su alrededor y… una repentina sensación húmeda en el brazo que cargaba la canastilla.
Bajó la mirada para examinarlo. El sapo descansando ahí la vio fijamente.
***
Oliver lamió sus propios labios, degustando por segunda ocasión el sabor residual perteneciente a los de Ava Perello y concluyendo que al renunciar a su mísero empleo en la gasolinera del pueblo una noche antes, el joven de 17 años había tomado la mejor decisión de su vida. Juntos, los dos eran una masa de extremidades movedizas, cuerpos indistinguibles el uno del otro. El reducido espacio en su nido de amor (los asientos traseros del Thunderbird del padre de Oliver) los obligaba a extinguir la distancia entre ellos, aunque siendo justo, los cachondos adolescentes no se hacían del rogar.
Tras media hora de besos y tímidos toqueteos, Oliver se armó de suficiente valor como para meter su mano debajo de la blusa floreada de su pareja. Ava no protesto, lo que el chico tomó como una luz verde para continuar. Cual víbora, deslizó su palma por la suave piel, ascendiendo por las costillas, hasta alcanzar los pechos, el santo grial del macho adolescente.
—Calma —susurró Ava en el oído, para luego morder seductoramente el lóbulo de su oreja.
El muchacho quedó paralizado, ignorante de como proceder. Si retraía su mano, quién sabe cuando tendría otra oportunidad, pero si la dejaba ahí, se arriesgaba a enfurecer a la chica que tanto había perseguido. Era exactamente la clase de escenario que Gerberto Gascón y él debieron discutir la tarde anterior a su cita doble. Después de todo, ninguna pareja iba al autocinema Meliés para ver la película. En retrospectiva, era incluso más obvio considerando que fueron las chicas quienes sugirieron automóviles separados. En ese instante, Oliver no podía creer que lo había dejado pasar por alto. Maldijo entonces a su amigo, quién se encontraba con su propia cita a dos autos de distancia, aunque, considerando su fama y experiencia, dudaba seriamente que se encontrase en el mismo predicamento.
Por fortuna no tuvo que tomar una decisión; la adrenalina lo hizo por él. Oliver retrajo su mano velozmente cuando una luz iluminó la cabina del Thunderbird. De repente los pechos de Ava Perello eran la última cosa en su mente (lo cual, en cualquier otra ocasión, hubiera sido una idea sacrilegica), pues al parecer, su mayor temor, que el guardia del autocinema los pillara a medio faje, se había vuelto una realidad. Sin embargo, la luz se desvaneció en un parpadeo. No había sido más que una proyección de la película del día.
El muchacho se sonrojó; tan apresurada había sido su reacción, que terminó sentado en el piso de la cabina, encima de donde había descartado su camisa y zapatos. Entonces su mirada se cruzó con la de su cita. Como él, Ava había dado un brinco exasperado que la dejó apretujada entre el asiento trasero y el del copiloto, con su cabello hecho un desastre, parcialmente cubriéndole el rostro, su blusa levantada por encima del ombligo y su respiración acelerada.
Tras un momento de silencio, los dos exhalaron risas abochornadas, que poco a poco fueron escalando a carcajadas, la clase que causan dolor abdominal y escasez de aliento. Con algo de esfuerzo, aún riendo, se tomaron de las manos. Juntos, jalando uno al otro, les fue posible ponerse de rodillas. Desde esa distancia, Oliver pensó, los ojos verdes de Ava parecían capaces de encapsular toda la belleza del bosque a mediados de la primavera. Ella, por su lado, se sentía agradecida de haber encontrado a un chico capaz de reírse de sí mismo, libre de pretensiones o apariencias.
La atmósfera de erotismo había sido estropeada, pero este hecho no los molestó. Se acostaron en el asiento trasero, la espalda desnuda de Oliver contra la puerta del lado del conductor, Ava descansando sobre su pecho, siendo mecida suavemente por sus respiros. Hicieron lo que ninguna pareja hace en el autocinema Meliés: ver la película. Se quedaron en silencio, disfrutando del hecho de existir en ese instante y lugar en particular. Eventualmente se quedaron dormidos, no por mucho, quince minutos si no menos, pues, así como la luz de la pantalla los había sacado del momento, un bramido los arrancó de golpe de sus sueños.
En esta ocasión, Oliver no dejó que la sorpresa lo abrumara. Rodeó a Ava con sus brazos, evitando así que la chica fuera a dar al piso.
—¿Qué fue eso?
—No lo sé, vino de afuera.
Ambos se incorporaron. Ava tenía su mano sobre el muslo de Oliver, lo cuál hacía difícil que el chico pudiera pensar en otra cosa. Con determinación, siguió la mirada de su pareja. Ella estaba observando algo a través de la ventana.
—¿Estás viendo lo mismo que yo? —le preguntó.
El primer instinto de Oliver era decirle que no. Estaba oscuro. La película ya había terminado y aunque los créditos seguían rodando, parecía ser que nadie se había molestado en encender los faroles del autocinema. Peor aún, Oliver se percató de que ya solo quedaba otro automóvil además del de ellos; el de Gerberto Gascón. Era sobre este que caía toda la atención de Ava.
—Parece como si se estuviera moviendo —comentó la chica. Oliver ya se imaginaba la clase de movimiento al que ella se refería y con esa idea en mente, se le acercó por detrás y comenzó a besar su mejilla.
—Oliver, espera.
—¿Qué? Ya nadie nos verá.
—No. Mira.
Apuntaba hacia el automóvil de Gerberto. Para su fastidio, tal como había asumido, este se mecía de arriba hacia abajo, apenas iluminado por el firmamento nocturno. Oliver dejó que sus ojos se ajustaran a la oscuridad.
Fue entonces que supo a lo que Ava se refería. El movimiento del que ella hablaba no era aquel de los amortiguadores subiendo y bajando al ritmo de sus excitados pasajeros, sino uno más esporádico y errático que cubría todo el vehículo, como una colonia de hormigas cubren un caramelo descartado en el asfalto. Eran docenas de seres que lo abrigaban en su totalidad, saltando de un lado a otro con tal gracia que al muchacho se le vinieron a la mente las ranas que solían disecar en la clase de biología de la señora Falanowski.
Los dos observaron fijamente. Ava fue la primera en hablar
—Creo que son… ¿sapos?
Oliver se talló los ojos. Lo que sea que fuesen, ahora los veía en el asfalto alrededor del automóvil de su amigo. Era una imagen surreal, pero no tan descabellada como lo siguiente que vio.
La puerta del vehículo se abrió de golpe y Gerberto (quién tal como su padre, era famoso por su falta de pudor) salió disparado hacia el estacionamiento, desnudo como llegó al mundo. Lo vieron correr a toda velocidad, cubriendo su ingle con una sola mano ahuecada, pálido y huesudo. Se dirigía hacia el bosque a espaldas del autocinema. En cuestión de segundos, el joven se desvaneció entre los pinos.
Escucharon otro grito. Gerberto había dejado la puerta del vehículo abierta al salir y ahora los sapos entraban de a montones.
—Voy a salir a ayudarla —exclamó Oliver.
El chico alcanzó la manija de la puerta, solo para que en ese preciso instante la mano de Ava se enroscara alrededor de su muñeca.
Oliver la miró. Ava tenía los ojos fijos delante de ella, su expresión atónita. Ligeros golpes se escuchaban en el techo sobre sus cabezas.
Poco a poco, la luz de luna en la cabina se fue desvaneciendo.
***
La mañana de ese domingo le pareció a Alfie más caótica que de costumbre. Mamá lo despertó horriblemente temprano (lo sabía, a pesar de que la cortina de su habitación estaba cerrada, porque aún no cantaban los gallos de la granja de la familia Merchan) y lo cargó hasta su habitación, dónde Fe, su hermanita, aguardaba. Mamá los acostó a ambos sobre su cama y les dijo que se volvieran a dormir. Luego salió del cuarto, cerrando la puerta detrás de ella.
Adormilado, Alfie los escuchó a ella y papá discutiendo. No sonaban molestos, sino más bien preocupados. Se levantó de la cama y puso un oído contra la pared, dónde sus voces eran más claras. Fe ya se había dormido y roncanba suavemente.
Papá decía que lo mejor sería irse. Mamá argumentaba que los de la radio sugirieron quedarse en casa y armar barricadas en las puertas y ventanas. Alfie no sabía lo que era una barricada, pero el no ir a la iglesia le sonó encantador, aunque significara perderse su partido de béisbol más tarde.
Siguió escuchando. Eso de lo que estaban hablando los tenía a ambos seriamente mortificados. Alfie recabó que algo estaba allá afuera, que eran muchos y ya habían tomado medio Camden, incluyendo la plaza central, la alcaldía y el mercado. Después de eso, captó un repetido golpeteo. Era el martillo de papá (recordaba el sonido de cuando habían construido la perrera de Sandy). Mamá seguía hablando sobre el martilleo, proponiendo que uno de los dos intentara usar el teléfono. Papá le recordó que era inútil, que las líneas estaban muertas (eso Alfie ya lo sabía. El terremoto del viernes anterior le había impedido ver sus caricaturas del sábado por la mañana).
De pronto los martillazos se detuvieron y Alfie escuchó pasos aproximarse. El pequeño de diez años se metió entre las cobijas de un solo brinco. Su hermana ni siquiera lo notó; siguió roncando pacíficamente con su cabeza metida entre dos almohadas.
Sus padres se apresuraron a entrar en la habitación. Papá cargaba su martillo en una mano, algunos tablones de madera bajo el brazo y varios clavos en su boca. Mamá, perdiendo el sentido de urgencia que tenía al entrar, se acercó a Alfie, lo sacudió ligeramente y le susurró al oído.
—Despierta, hijito. Ve a tu cuarto, trae tu almohada y algunos juguetes. Tus historietas cómicas también. Hoy vamos a pasar el día aquí, en familia.
A pesar de que tenía muchas preguntas en su cabeza, el tono de su madre le indicaba que no era el momento para ellas. Hizo lo que le pidió (tomándose un momento para ir a orinar) y regresó a la habitación de sus padres con una mochila llena de libros y figuras de acción. Mamá acababa de volver unos segundos antes, con un cambio de ropa para Fe y varios de sus muñecos de peluche. Papá había terminado de clavar tablas en la ventana y ahora cubría todo en un capullo de cartón y cinta adhesiva.
—Mamá, Sandy sigue en el patio trasero —Alfie le informó. Sus padres cruzaron sus miradas, anonadados.
—Yo iré por ella —dijo papá. Mamá inmediatamente protestó—. Tengo que trabar la puerta trasera de todos modos. Solo tardare un segundo.
Salió de la habitación con el martillo en la mano. Unos momentos más tarde, la terrier escocesa de pelo blanco como la harina cruzó el umbral a toda velocidad, ladrando y lloriqueando, para después meterse debajo de la cama. Escucharon la puerta del patio trasero azotar, seguido de martilleos frenéticos. Papá regresó unos minutos después, jadeando, su camisa empapada en sudor.
Se quedaron en silencio. Papá sacó una camisa del closet. Mamá envolvió a ambos niños en sus brazos, hablando con voz entrecortada.
—Todo está bien. Estamos aquí, juntos y vamos a pasar este tiempo en familia. Vamos a estar bien.
Alfie y su hermanita cruzaron sus miradas. Aún había una pregunta en el aire, un tema que ninguno de sus padres había abordado. Fue Alfie quién la materializó.
—¿Qué hay de Oliver? ¿Dónde está?
Su madre no respondió, solo los apretujo más fuerte. Pronto, papá, tras haberse cambiado, se les unió. Los cuatro se acurrucaron en la cama matrimonial; Alfie recostado sobre el estómago de mamá, Fe contra el de papá; los adultos agarrados de las manos, sus dedos entrelazados. Afuera de escuchaban rechinidos como si la casa se estuviese asentado sobre sus cimientos. Lentos, prolongados, como lamentos. Debajo de la cama, Sandy ladraba una y otra vez.
Los rechinidos dieron paso a crujidos. Después de los crujidos, sonaron los croares. Se acercaban, más y más.
Alfie se aferró a su madre y cerró los ojos.