Santísimo Sacramento (Segundo monasterio)

Foto tomada de Google View. Créditos: Ingeniero Salvador Morales

Por E. Pérez Fonseca

Sobre la calle Joaquín Angulo, a la altura del Barrio de Santa Tere, a eso de las  cuatro de la tarde, acudíamos los infantes, algunos acompañados de sus padres, otros solitarios, al catecismo ofrecido por alguna de las monjas pertenecidas a las Madres Adoratrices. Era el año de 1995, las Carnes Garibaldi aún no eran famosas y a los tacos Juan sólo los conocían los repartidores de refresco; siempre había lugar dónde estacionarse, incluso los domingos de tianguis. De vez en cuando se sabía de asaltos en el banco “BITAL” y por supuesto, de los robos de autopartes que, hasta la fecha, siguen siendo tendencia en la zona. Sin embargo, no todo era decrepitud; la poca afluencia vehicular permitía a los niños divertirse en las calles, yo jugaba al beisbol entre semana (la bases eran un naranjo, una alcantarilla y un poste de luz respectivamente) y los domingos se desarrollaba la tradicional cáscara entre los de Clemente Orozco vs los de Jaime Nunó, el encuentro solía ser la calle Clemente Orozco debido a su amplitud que permitía mejores jugadas. Pero no nos desviemos, el convento de las  Madres Adoratrices, ofrecía los servicios de catecismo,  salón de eventos religiosos y misas, por lo que un día de ese verano, la madre superiora recibió a un desconocido hombre, cercano a los veinticinco años, altura media, delgado y de cabellos castaños, quien saludó de forma cortés y le dio ingreso para oficiar la misa vespertina. A muchos jóvenes presbíteros se les enviaba en sustitución del padre asignado. El reloj marcaba las seis de la tarde, los estudiantes salíamos apresurados y hambrientos, después de haber pasado dos horas con la madre catequista, sentados en incómodas sillas de madera sin la posibilidad de levantarnos o de beber agua, pero con la mente llena de conocimientos religiosos.

Minutos antes que las campanadas del convento dieran las siete, se presentó en la puerta el padre Bernabé, quien llevaba un mes celebrando las misas. Narra la madre superiora que al principio le pareció gracioso, pues pensaba que los padres se habían confundido. Subieron las escaleras que dirigían a la capilla y al ingresar por el marco de madera, se encontraron al individuo empuñando un revólver, el cual apuntaba hacia las monjas presentes. Mientras el impetuoso asaltante caminaba hacia la salida cargando una mochila, sujetó de la cintura a una de las jóvenes monjas, la apretó hacia él y le dio un besó que desató las exclamaciones de las hermanas.

 En el robo, se perdieron las limosnas de una quincena completa, algunos adornos y crucifijos elaborados de oro. La novicia Rosario abandonó el convento a la semana siguiente.