
Por Marisol Ruíz Arnot
a mi abuelo Beto
Solo hay una cosa que no le podré perdonar a mi abuelo. Que me dejara encariñar con aquella chivita bebé.
La tenía en el patio de su casa. Nunca le puse nombre. Le llamaba chiva a secas. “Con permiso, chiva”, le decía cuando salía a tender la ropa de mi abue. Tenía que colgarla lo más alto que me era posible, donde no alcanzara la chiva porque ya se había comido un par de calzones. Aunque la verdad es que le gustaba más comerse el periódico, sobre todo la sección de economía y alguno que otro sudoku que el abuelo dejaba incompleto. “Ojalá que nomás por comerme las palabras de los libros aprendiera y ya no tuviera que ir a la escuela” pensaba mientras observaba a la chiva devorarse las páginas en segundos.
El abuelo había traído a la chivita bebé del rancho del tío Flor. Casi siempre traía gallinas, conejos, huevos de codorniz y hasta en una ocasión trajo un par de huevos de avestruz, pero era la primera vez que traía una chiva bebé. Me parecía divertido tenerla de mascota. Con un mecate le hacía una correa y la sacaba a pasear al parque. Era la envidia de otros niños que tenían mascotas aburridas, como perros maltés o french poodles. Lo que no era tan divertido era recoger el excremento de la chiva. Un día se me hizo de noche levantando las ciento veinte bolitas de caca que había dejado regadas por toda la calle.
La chiva era buena escucha. Yo llegaba de la escuela directo a contarle cómo me había ido. Cuando me iba bien y sacaba buenas calificaciones. Y cuando no me iba tan bien, como cuando no me eligieron para ser parte de la escolta tan solo porque era más chaparrita que otras niñas.
—¡Qué tontería, chiva! Prefirieron tener a una niña burra en la escolta nomás porque era más alta que yo y que porque la marcha se vería mejor y más uniforme, mas “armónica”. Eso dijo el profesor. ¿Lo puedes creer, chiva?
—Bheee —respondió. Era imposible no notar la indignación en su respuesta.
Pasaron algunos meses y la chiva y yo cada vez nos hacíamos más amigas. Habíamos agarrado la costumbre de hacernos una casita con cartón en la equina del patio del abuelo. Preparaba algo de fruta picada para mí y otro poco para ella. Nos metíamos a platicar largas horas.
Hasta que llegó aquel día. Era uno de los días no tan buenos. Mi papá se había ido de la casa luego de una discusión con mi mamá. Yo me salí corriendo, directo a buscar a la chiva, quería abrazarla y ponerme llorar en su lomo. Pero al entrar al patio del abuelo fue entonces que me encontré con esa imagen que no he podido borrar de mi mente. La chiva colgaba del tendedero, desollada. Tenía las patas traseras amarradas al lazo. De su cabecita escurría un chorro de sangre que iba cayendo en una cubeta de plástico. Sus ojitos ya no brillaban. “Será la mejor birria que habrás probado en tu vida”, me dijo el abuelo al verme de pie parada frente al animal. Viendo cómo se le escurría el alma y se le evaporaba la vida.
No dije nada y salí de inmediato hacia al parque. A ver los otros niños con sus mascotas aburridas. Aunque no me habían dicho nada, yo sentía como si por dentro se burlaran de mí. Sus mascotas eran feas y aburridas, pero jamás serían birria. Me dieron ganas de chillar. Y chillé. Mi llanto ya ni siquiera era porque se hubiera ido mi papá, sino porque sentía culpa, pensaba que yo habría podido evitar la muerte de la chiva. Si tan solo hubiera sabido que mi abuelo la quería para cocinarla.
Unos días después, el día de la Virgen de Zapopan, algunos vecinos hacían una fila afuera de la casa del abuelo. Llevaban varios recipientes de plástico en sus bolsas como de mercado. Me fui acercando poco a poco a la casa, hasta que llegué a la cochera. El abuelo estaba detrás de una mesa larga, con su mandil rojo y un cucharon en la mano. Sonreía orgulloso de su platillo y llenaba los recipientes de los vecinos gorrones.
Y ahí estaba ella, la chivita, tendida en una charola de aluminio. Vi su cráneo, sus patitas, sus costillas, flotando en un caldo color marrón con olor a chiles y especies. Un líquido más oscuro que la sangre que escurría de su cuerpo tiernecito aquel día. La miré a los hoyos donde estaban los ojos antes. “¿Me perdonas, chiva?” le pregunté. “Bheee”, logré escuchar, pero muy quedo, como si su alma de chiva me hubiera respondido, como si su espíritu siguiera estando ahí, pero a la vez ya lejos.
Y eso es la una cosa que no le podré perdonar a mi abuelo. Que me dejara encariñar con aquella chivita bebé con la que después haría birria para todo el vecindario.