Ante la muerte

Por Mario Lozano

El cochambre del sartén se desprendía poco a poco por los restregones con la fibra espumosa bajo el chorro de agua de la llave, mientras el pequeño vórtice de abajo engullía los restos pringosos de huevo frito y jamón hacia el desagüe. Martin apenas notaba en el aire los murmullos del noticiero de la pantalla encendida a sus espaldas, y observaba que afuera nacía esa mañana de abril con un baño de luces rubias que salpicaban a las jacarandas del jardín.

   Una melodía de notas alegres y repetitivas interrumpió su contemplación. Extendió sus manos bajo el chorro del agua, las frotó rápido para despegarse el detergente y las secó con una toalla.

   – ¿Bueno? –dijo al celular que sostenía entre el hombro y la oreja, a la par que abanicaba las manos–. ¡Hola, Arlene! Me encuentro bien, gracias. Me alegra saludarte…, sí es una mañana hermosa. ¿Qué? ¡No! No me molestas, tengo el día libre, cuéntame. 

   Pasadas un par de horas, Martin conducía su auto hacia la casa de Arlene. Su amiga le había llamado para explicarle que le habían diagnosticado recientemente una leucemia mielocítica y para pedirle el favor de llevarla al hospital, pues comenzaría su tratamiento y no contaba con nadie más que la ayudara ese día. Aunque Martin se sentía aterrado, aceptó sin chistar, porque la casa de Arlene le quedaba muy cerca y porque se sentía en deuda con ella. No es que sintiera alguna dilección especial por Arlene, al contrario, casi la consideraba una persona distante en su vida en ese momento, pero se trataba de una verdadera amiga a quien por fortuna había reencontrado apenas unos meses atrás en aquella fiesta ruidosa de estudiantes que se graduaban.

   Durante los años que Martin estuvo casado con Harriet, Arlene había sido alguien especial: se trataba nada menos que de la mejor amiga de su exesposa. Y muchas de las decisiones de una esposa para con su marido dependen de los consejos de su mejor amiga. Por eso Martin pensaba que le debía mucho pues, si Harriete soportó su gusto por el alcohol y sus infidelidades por esos veinte años, fue en gran parte por la columna de apoyo emocional que le proporcionaba Arlene. 

   – Disculpa que te haya molestado, querido Martin, pero nadie de mi familia podía llevarme hoy. Ya ves que al salir de la quimio estaré mareada y no podré conducir– le dijo Arlene mientras rebañaba nerviosamente unos papeles de exámenes médicos que había desperdigado en el suelo de su recibidor y los ordenaba en un fólder–. Y Harriet  insistió en que te lo pidiera a ti.

   – ¿Hablaste hoy con ella? –silabeó Martin que olía los jazmines que adornaban con la blancura de sus flores los costados del porche en la casa de Arlene. 

   –  Sí, se notaba que llevaba algo de prisa…, creo que para llegar pronto a su despacho en Los Ángeles. Parece que tienen muchos clientes allá.

   De camino al hospital Martin dejó caer un suspiro al ver cómo el espejo retrovisor le escupía en la cara los años perdidos con nuevas canas y esa arruga del entrecejo que parecía dividir en dos mitades su frente. Arlene lo miraba de reojo desde el asiento del copiloto.    

   –  No quisiera preguntarte, pero, ¿la extrañas? 

   –  ¿Cómo dices?

   – A Harriet.

   – Pues fueron buenos años…, pero no la extraño. Yo no tengo ojos más que para Karla –respondió él sin poder reprimir el repentino recuerdo de ese olor dulce alquitranado que tenía el pelo de su exmujer. 

   Martin sentía vivamente, con la carne y con los huesos, que las heridas de ayer eran las llagas de hoy. ¿Qué se puede hacer con el arrepentimiento? No es algo que puedas simplemente sacártelo del bolsillo del pantalón y tirarlo a la basura. El arrepentimiento es como un maldito alambre oxidado que se te clava en la garganta, que se hunde en el pecho y que no te deja respirar. Ya nunca respiras bien. 

   Harriet había sido una esposa diligente. A los dos años del divorcio se había vuelto a casar. Vivía en Los Ángeles donde ella y su nuevo esposo eran dueños de un exitoso despacho contable. Y tenía otros hijos, saludables y hermosos.   

   – ¿Y te dijo algo más de mí? –indagó Martin con aire despreocupado. 

   – Creo que no –repuso Arlene mientras ennegrecía ligeramente sus pestañas con algo de rímel frente al espejo del copiloto–. Creo que lo mío la tiene preocupada. 

   – ¿Viste a los Cuarenta y Nueves? –preguntó Martin.

   – ¿Los qué? –respondió aturdida Arlene.

   – El futbol –dijo Martin. 

  – No, nunca lo veo –repuso ella aclarándose la garganta con un leve carraspeo.

   Él no quería tocar el asunto de Arlene. Sospechaba lo peor. Se trataba de un cáncer avanzado que presagiaba la oscuridad inminente. ¿Para qué hablar de eso? Martin temía que la sola mención de esa horrenda enfermedad de Arlene conjurara sobre él todos los males que ahora se cernían sobre ella. 

   La sala de espera del hospital de oncología olía a una mezcla de cloro, alcohol y yodo que revolvía el estómago de Martin. Las enfermeras iban y venían por los pasillos, cargaban jeringas, empujaban carritos de alimentos o de medicinas y cuchicheaban. Martin cruzó los brazos y se perdió en las imágenes de los carteles que aleccionaban en los muros verdiclaros sobre las formas de reconocer y aceptar la fatalidad. Todo en una ridícula jerigonza clínica mezclada con mensajes de esperanza ambiguamente religiosos. “Acude puntualmente a tus citas”. “Es importante seguir las etapas de un duelo”. “La familia, los amigos y el amor son el mejor apoyo en la toma de conciencia de la enfermedad”. “La muerte no es el final, sino una aduana que debemos cruzar”.

   Después de su primera combinación de quimioterapia y de inmunoterapia, Arlene se encontraba extrañamente animada. Ya de regreso en el automóvil de Martin, sus ojos expedían un brillo de vanidad, como si acabara de salir del salón de belleza. 

   – ¿Qué crees, Martin? El otro día vi tu novela en los escaparates de la National Books. Te digo que es magnífica y apuesto a que pronto se agotará el tiraje. Sólo ten paciencia. 

   Martin fingió una sonrisa y asintió ligeramente con la cabeza sin despegar la vista del frente del volante. No pensaba en la National Book. Ni en su novela.  Pensaba en Lulis, aquella amiga que formaba parte del grupo con que se reunían Harriet y él en un bar de jazz. ¿Cómo se llamaba ese bar? Lulis era risueña y tenía unas piernas sexys que lucían espectaculares con las faldas cortas de los trajes sastre del banco donde trabajaba. Nadie imaginaba que llegaría una noche en la que al agitar los hielos de su martini les confesaría de golpe que estaba enferma de cáncer y que moriría pronto. Ningún silencio acongojado le siguió a esa noticia, todo lo contrario: un insólito espíritu parlanchín se apoderó del grupo como nunca antes, y se apoderó de Lulis. Todos hablaban, y se abrazaban y brindaban. Terminaron por organizarle una fiesta sorpresa en la que bailaron, bebieron, soltaron carcajadas y charlaron de rock, de sexo, de religión  y de alcohol. Charlaron de todo, menos del cáncer. Y Lulis les siguió el juego, hasta que murió el mes siguiente. Vino a la mente de Martin aquel pasaje de La Odisea donde los muertos contemplan mudos a Ulises.  Y recordó una frase que había pronunciado a sus alumnos en su clase de literatura clásica: “En cuanto a la muerte, su tiempo está oculto”.

   Mayo y junio transcurrieron pesados en la monotonía del calor con los vientos interminables de San Francisco que anuncian el estío. Martin daba sus clases en la universidad y a menudo se veía con Karla. Nunca le hablaba de Harriet ni de Lulis. Y ahora tampoco de Arlene, hasta que Karla preguntó por ella y lo reconvino por no ser más atento con su amiga caída en desgracia.

   De modo que un martes de julio Martin se atrevió a llamar a su amiga, y acordó visitarla. Apenas traspuso el porche de jazmines y la encontró en el vestíbulo envuelta en una bata que poco disfrazaba su delgadez, conectada a un portasueros cromado de cuatro patas que arrastraba con ella. Unas manchas ligeramente aceitunadas rodeaban sus ojos. 

  – ¡Hola! ¿Cómo te encuentras?  –masculló apenas, como si deseara que Arlene no lo escuchara. 

   – Pues ya ves, un poco malita –musitó ella con notorio esfuerzo. Siéntate, Martin, ¿gustas un café?

   De la puerta de la cocina surgió de repente la esbelta figura de Sherman, el exesposo de Arlene, con un par de tazas de infusión caliente que olían a manzanilla.

   – ¡Eh, Martin, qué gusto! –saludó Sherman con su voz estentórea–. Te ofrezco té, es lo que acabo de preparar.

   Martin se puso de pie y estrechó intimidado la mano de Sherman. No esperaba encontrarlo ahí. Tomó en sus manos su taza y vio a Sherman dejarle la otra a Arlene

   – Los dejo para que charlen. Debo hacer unas cosas –dijo Sherman –. ¿Necesitas algo, bonita?

   Arlene sacudió la cabeza negando y sonriendo con los ojos apretados.

    – ¿Y cómo te has sentido? –preguntó Martin al tiempo que se sentía el tipo más estúpido de San Francisco.

   Arlene lo miraba confundida.

   – Me refiero a Sherman. ¿Te sientes bien con tu exesposo aquí? –y esbozó una media sonrisa. 

   Martin juntaba las manos tamborileando los dedos de una mano con los dedos de la otra. Miraba a Arlene, giraba la cara para ver el suero, luego la ventana y de nuevo a Arlene. Ella tardaba en responder, y Martin seguía el movimiento de los dedos y las miradas cambiantes.

   – Sherman siempre ha sido muy dulce…, ¿sabes quién me telefonea casi todos los días?

   – ¿Sherman?

   – No, Harriet.

   – ¡Ah! ¿Y de qué hablan?

   – De todo. Un poco de mí, un poco de ella, un poco de la vida.

   – ¿Y un poco de mí?

   – Sí, algo.

   – ¿Te dice cosas buenas o sólo cosas malas?

   – Me habla bien de ti, no te preocupes. 

   – Yo amé haber compartido con ella la asombrosa proeza de hacer niños. El mejor tiempo de mi vida.

   – Siempre le recordaste a su padre…,  y también a Dan y a Billy.

   – ¿A Dan y a Billy?

   – Dan, su novio en la High School. Y Billy, después de Dan. Le encantaban tus detalles y la hacías reír mucho. 

   – ¡Qué bien!  –dijo Martin rascándose la barbilla – ¿No se trata del mismo Dan que tú y yo conocemos, el esposo actual de Harriet?

   – Sí, claro –expresó apenada Arlene cubriéndose la boca con una mano–. ¿No lo sabías? 

   – No –replicó Martin resoplando con los brazos en jarra –. Sabía que trabajaba con Dan antes de nuestro divorcio.

   – Pues ya no quiero ser indiscreta. Hablemos de otra cosa.

   Arlene intentó guiar el curso de la charla hacia asuntos más agradables, pero Martin se las arreglaba para que la conversación tocara el tema de Harriet.

   La semana siguiente Martin se encontraba sentado junto a su escritorio de caoba. Toqueteaba las teclas de su laptop sin atinar a escribir ni una sola línea coherente de su nueva novela. Miraba arrobado a través de la ventana las gotas de lluvia que crepitaban suavemente en el balcón hasta que la melodía de su celular rompió la quietud de aquella tarde. Era Sherman, cuya voz ronca sonaba temblorosa.

   –Arlene acaba de sufrir un colapso. Dijo el doctor que es un derrame cerebral. Si quieres venir, estamos en el hospital.

   Martin condujo su coche lanzando resuellos. Pocas cosas detestaba más que los nosocomios. Y sentía una fobia singular por los funerales. Pero se trataba de Arlene. Así que se estacionó lejos, caminó despacio bajo el paraguas y perdió algo de tiempo en los escaparates. Al fin se decidió a ingresar al hospital y encontró a Sherman sentado mirando al vacío, con los ojos vidriosos junto a Harriet, a Dan y a personas cabizbajas envueltos todos en una neblina de aflicción. Nadie había notado su presencia. Martin apenas abrió la boca, pero no pronunció palabra alguna y se dio la vuelta. Sintió sobre sus espaldas la mirada de Harriet que quizá habría levantado la cabeza y lo vería alejarse. 

   “A menudo el sepulcro encierra, sin saberlo, dos corazones en el mismo ataúd”, dijo Alphonse de Lamartine.