El Arrayán

Blepharocalyx salicifolius – Foto Internet: João de Deus Medeiros

Por José de Lómvar

—Ya me voy, viejo —la maleta de piel rojiza colgaba sobre su hombro izquierdo. Aunque su equipaje tenía espacio para cargar mucho, éste se mecía ligeramente al compás de sus movimientos lentos. Solamente cargaba con un pantalón extra, otras dos camisas, algo de ropa interior, dinero y un libro de bolsillo. Las botas, desgastadas por tanto caminar, las llevaba puestas, junto con un pantalón de mezclilla azul, una camisa blanca y su chaqueta de cuero café oscuro.
Como en respuesta a sus palabras de despedida, contestó el sonido del viento al soplar entre las ramas del Arrayán y de los limones, rebotando contra el muro. Se sentó sobre un banco de madera. Quería disfrutar los últimos momentos en la casa y en compañía de su amigo con calma.
—Sabes, no te voy olvidar. Ni a ti ni a los muros de esta casona.
La pintura de las paredes comenzaba a descarapelarse, dejando a la vista porciones grises carcomidas por el sarro y erosionados por los años de permanecer erguidos. En algunas secciones, los ladrillos crudos de adobe se asomaban, desprotegidos, testigos callados de lágrimas y risas, penas y alegrías, desesperanzas y esperanzas.
El viento dejó de soplar.
—Aquí, contigo y entre más amigos, compartimos tragos y hablamos de la locura que nos azota a los humanos. Tratábamos de corregir los males del mundo con ideas tejidas por palabras, debatíamos perspectivas, descubríamos los hilos negros de la ciencia para después darnos cuenta de que nuestras mentes embriagadas se acercaban más a la soberbia que a la verdad.
Silencio. Sólo el silencio cantaba en el patio de la casona en la que algún día pasado, resonó con voces llenas de emoción.
—Viejo, no es mi intención herirte, pero me tengo que ir.
Cerró los ojos. Una lágrima se resbaló por su mejilla hasta evaporarse con el calor áspero de la ciudad. Le dio una última palmada a su amigo y se irguió, avanzando con pasos secos y pausados hacia la entrada de la casa, al final del pasillo. Antes de salir del patio, donde aún lo cubrían las ramas, sintió un golpe, suave y ligero, contra la corona de la cabeza, después sobre el hombro, hasta hacer un pequeño TOC en los adoquines del piso.
Se agachó para agarrar el arrayán más grande que había visto. Limpió la tierra que lo cubría con los dedos y lo mordió, saboreando la pulpa agridulce.
—Gracias, viejo, yo también te extrañaré.
Guardó las semillas en la bolsa de su chaqueta y continuó hacia la salida.