DIOS, SOFÍA Y UN VAMPIRO

Por Nicte G. Yuen

Sofía despertó aquella mañana con una imperiosa necesidad de recitar el padre nuestro, sus labios se fueron llenando de oraciones y su boca de un amargo sabor. No recordaba la última vez que había orado, quizá cuando aún era una niña y sus padres la obligaban a ir a misa los domingos, quizá cuando su hermano murió en aquel accidente y ella lloró sobre el féretro, quizá fue la primera vez que la asaltaron a la salida del trabajo; la verdad Sofía no estaba segura, lo cierto es que tenía años siendo estrictamente atea. Dios, Jesús, La Virgen María, los santos, los ángeles, la iglesia y sus sacerdotes; nada importaba ya.  

Rápidamente la rutina la envolvió en sus idas y vueltas, llenó su termo de café y peinó sus cabellos en una coleta. Sin embargo, cuando estaba a un paso de salir de casa, sintió que algo iba mal, se detuvo con ambas manos en la perilla de la puerta padre nuestro que estás en los cielos…voy a buscar ese crucifijo que me regaló mamá en mi cumpleaños… hágase Señor tu voluntad… Sofía perdió quince minutos buscando el crucifijo, tenía los dedos temblorosos y los labios resecos. Para cuando por fin salió de casa, una extraña sensación también la acompañó, pegada a su pecho, casi en el punto exacto que el crucifijo y su necesidad de orar. Horas más tarde, invirtió su receso de la comida para buscar una iglesia… Santísima Virgen María, tú lo sabes mejor que yo, no volveré a ver otro amanecer, necesito que Dios me escuche, háblale de mí, estoy tan arrepentida…  

Anocheció. Sofía había besado el crucifijo antes de salir del trabajo y zambullirse en aquel caos llamado tráfico. A su mente vino aquel empolvado recuerdo del velorio de sus padres, no se permitió llorar, había tantas culpas y reclamos de por medio; entonces sintió la necesidad de regresar justo a aquel momento. El pasado nunca lo había sentido tan turbulento. Corrió bajo la lluvia y los relámpagos que inundaban la ciudad cerca ya de las nueve de la noche; los intentos por abordar el autobús habían sido en vano, viéndose en la necesidad de regresar a casa caminando. Los recuerdos de sus padres y su hermano le taladraban el cerebro; iba a morir, lo sabía, por eso la culpa subía y bajaba por su garganta. Tenía miedo, no por aquella tormenta ni por el viento helado, era la incertidumbre. Cubrió el crucifijo con su mano derecha, algo estaba tan cerca de ella, algo que no respiraba… He pecado, necesito el perdón… Los murmullos de Sofía se detuvieron cuando sintió una mano sobre su nuca, una caricia vacía.

El beso del vampiro. El crucifijo fue arrancado del cuello de Sofía. 

La sangre ingresó lentamente, apenas unas pocas gotas, mezclándose en su torrente sanguíneo con la cautela de un miedo recién nacido. Se detuvo, reflejándose en sus pupilas amarillentas, entonces el vampiro comenzó a escuchar las plegarias que se escurrían de los labios de Sofía, Padre Nuestro que estás en los cielos… Sonrió mientras le lamía la herida, incluso soltó una carcajada al percatarse que su corazón estaba a punto de colapsar, moriría antes que  terminara de vaciarle su sangre… hágase tu voluntad en la tierra como en los cielos… Succionó con violencia, desgarrando la piel de su cuello, dejando que su sangre escurriera entre la comisura de sus labios, empapando su camisa… perdona mis pecados, amén… El vampiro apartó sus colmillos del cuello, se tomó unos minutos para mirar al cielo y buscar a Dios, quizá había mandado a sus ángeles para frenarlo, quizá San Miguel estaba a la vuelta de la esquina, espada en mano, preparado para impartir justicia; quizá no existía Dios ni San Miguel ni la justicia divina y esa pobre chica terminaría convertida en la cena de un inmortal. El vampiro le concedió a Sofía un par de minutos, después de todo ella tenía fe, se lo había ganado… Dios te salve María, llena eres de gracia…  Los colmillos rozaron la herida, la sangre escurría a través del cuello. La Virgen, claro, una madre nunca desampara a sus hijos, ella no permitiría que me alimentara de una criatura tan inocente y devota; así que mientras los dos esperamos que Dios o la Virgen o San Miguel vengan a salvarte, me divertiré chupándote el cuello, lamiéndote las mejillas y acariciándote el pecho… Sofía recordó aquella mañana cuando sonó el despertador, sus ojos miraron el amanecer a través de la delgada tela de las cortinas, fue en aquel instante en que comenzó a buscar a Dios, lo hizo porque la muerte estaba cerca… Bendita tú entre las mujeres… La espera había culminado, estaba condenada a morir aquella noche, en aquel parque, sobre aquellas margaritas empapadas en lluvia y sombras. ¿Quién eres? ¡Dime tu nombre! Le ordenó el vampiro antes que perdiera la conciencia y finalmente cerrara los ojos. ¿Por qué yo? ¡No estoy preparada para morir! ¿Por qué Dios permite que existan seres como tú? ¡No quiero morir! Sofía era una mujer realmente bella, con aquella melena rojiza y esas ganas de otro amanecer, además su piel olía a jazmines… ¿Cuál es tu nombre? Entonces lo miró directamente a los ojos, dejando caer sus brazos, extenuada, al límite… Sofía, me llamo Sofía. Las últimas gotas de su sangre finalmente lo dejaron satisfecho, era hora de regresar a casa, no podía permitir que le alcanzara el nuevo día. Querida Sofía, ahora que has muerto, lamento informarte que Dios no existe, tus plegarias no han sido escuchadas. 

El amanecer iluminó el cuerpo semidesnudo de Sofía, dejando el descubierto la falta de vida en aquella muchacha cubierta de mordeduras; a través de la distancia, el vampiro aún lograba escuchar los inexistentes latidos de su corazón, y sus plegarias pérdidas en la nada.