
Por Jorge H. Haro
No espero conseguir lo que le pido. Cualquiera pensaría que estoy loca pidiendo esto, pero me parece importante hacer la aclaración. Éstas no son solo las palabrerías de una anciana, ni me lo estoy inventando para que me saquen de aquí. Al contrario, el vivir en un asilo fue idea mía. Sí, como lo escuchó. Yo le imploré a mi hijo que me mudaran para acá, a pesar de que él siempre me ha tratado bien. De hecho, el muy testarudo se resistió a enviarme. Le insistí por meses, no se imagina cuánto, e incluso hoy en día cuando viene de visita me pregunta si no preferiría volver a casa y yo le repito hasta el cansancio “ésta es mi casa ahora”, aunque apenas se empezaba a sentir como un hogar. Eso no se lo puedo decir, tendría mis maletas empacadas antes de lograr levantarme de mi silla. Me rehúso a ser una carga para él una vez más. Mi hijo y su esposa trabajan mucho y desde que nació, mi nieto ha requerido atención especial. Ellos no necesitan además cargar con el cuidado de una anciana ciega. La vista la perdí hace apenas un par de años y aunque quisiera decir que sé valerme por mí misma, bueno, es muy difícil adaptarse a este nuevo estilo de vida. Nada te prepara a que las luces sean apagadas de repente luego de toda una vida bajo el sol. Mi presencia aquí es lo mejor para todos.
No me malentienda, yo siempre pensé en los asilos como esos lugares espantosos, grises, donde los ancianos esperamos a que se nos acabe el reloj. A pesar de mi disposición a hacer el sacrificio, esa impresión en mi cabeza me tenía mortificada cuando llegué. Usted imagine mi sorpresa cuando este lugar resultó ser tan agradable.
Lo agradezco todo a los otros residentes. Me saqué la lotería con mis compañeros, tan cultos y civilizados, en especial el señor Andrews. ¡Ese hombre! cada mañana nos recitaba un poema antes del desayuno. Y nada de cosas simples, no señor. Seguido sus versos te dejaban rascándote la cabeza, pero lo más maravilloso era que no necesitabas entenderlos. La mera voz del señor Andrews era suficiente para plasmar en tu cabeza las imágenes más hermosas. Le juro que ni cuando tenía ojos yo había visto un mar tan remotamente bello como el que él describía y eso que en mi juventud yo seguido fui a la Costa Esmeralda. ¿Ha ido usted alguna vez? Entonces estará de acuerdo conmigo en su espectacularidad. Pero bueno, ¿en qué estaba? Ah sí, los poemas. Unas cosas tremendas, la mejor forma de empezar el día. Extraño tanto los poemas del señor Andrews. Eli también los extrañaba, aunque seguido acreditaba su dolor, no a la pérdida de los poemas, sino a la del poeta mismo, quien según ella no era nada mal parecido. Claro que eso lo decía en broma. Ya a nuestra edad no tenemos interés en el romance. Pero era agradable platicar con Eli como si aún fuéramos jovencitas de secundaria. Ella era tan dulce. ¿Puede usted creer que poco después de conocerme, se dio a la tarea de ser mis ojos? Me guiaba a todos lados y me describía mis alrededores. Yo reciprocaba este favor siendo sus oídos, aunque ella no estuviese del todo sorda. Para serle sincera, sospecho que fingía no escuchar para hacerme sentir útil, ese tipo de persona era Eli. Formé una relación especial con ella al poco tiempo de conocernos. Me dolió mucho cuando se fue y me ha tomado un esfuerzo tremendo recordar su ausencia. Con decirle que a veces, cuando alguien suelta un comentario al aire, me giro a mi izquierda porque ahí era donde ella se solía sentar y repito las palabras como si su oído aún estuviese presente. Así de profundo se incrustó el hábito en mí.
Estoy convencida que los otros residentes me ven con lástima cuando hago esto. Sólo el señor Jacobs, tan caballeroso, pareció preocuparse por mí. Se me acercaba a pedir mi permiso para sentarse a mi lado y platicar. Sin tener que escucharlo yo sabía que era él. El señor Jacobs tenía un olor inconfundible, a loción para afeitar y pomada para los juanetes. ¿Por qué hizo esa mueca? Usted sabe a qué me refiero, no se haga tonto. Aún ciega, yo sé que usted hizo una mueca de repudio; pues déjeme le aseguro, el aroma del señor Jacobs no era para nada desagradable. Todas sus lociones y pomadas eran perfumadas y de la más alta calidad. Las protegía con recelo también. Eso y sus trajes. Todas las mañanas salía de su habitación de traje y corbata. En algunas ocasiones se ponía un sombrero y en esos días caminaba por todo el asilo como si fuese dueño del lugar. Siempre bien vestido el señor Jacobs, incluso traía ya puesto el traje con el que fue sepultado. Eso me dejó muy sorprendida. Algunas personas simplemente saben cuando la hora les ha llegado. Sin duda Jacobs era una de ésas. Siempre creí que yo también lo sabría, pero para serle franca… ¿sabe a quién más sospecho que le anunciaron el final de su camino? La señora Abbot, ¿la recuerda? Con su cabello largo y nevado. Nunca peinada, siempre de camisón y pantuflas, excepto el día antes de que se nos fuera.
Era un domingo, ella se presentó a la capilla con su mejor vestido, maquillada, peinada, deslumbrándonos a todos con los anillos en sus dedos y unos hermosos aretes colgado de sus oídos. Por lo menos eso fue lo que Eli me contó. La señora Abbot se puso todas sus joyas ese día y logró verse más hermosa que de costumbre. Sí, como lo escuchó. La señora Abbot, aún entrando a sus noventas, tenía a muchos pretendientes en el asilo. Le lanzaban piropos de los de aquellos tiempos y le ofrecían escoltarla hasta su habitación luego de la cena. El señor O’Toole, le dedicó más canciones que a cualquier otra. Aún con su artritis tocaba la guitarra y nos serenaba con su voz angelical. Seguido nos decía que ya su canto no era lo de antes. Entendible, ¿no cree? Pero era un gran cantante el señor O’Toole, aunque lo que tenía de músico también lo tenía de mujeriego. Nunca contrajo matrimonio. Vivió su vida una amante a la vez. Solía decir que no encontró a su amor verdadero hasta que llegó a este asilo. Ya se ha de imaginar la reacción de la señora Abbot. “¡A todas les has de decir lo mismo, viejo charlatán!” le gritaba con fuerza, para que todos la escucháramos. Por supuesto, nadie lo tomaba en serio, ni siquiera él mismo. Nos divertíamos mucho viendo al señor O`Toole ir detrás de la señora Abbot. Quizás por eso su muerte nos afectó tanto. A la señora Abbot más que a nadie, por supuesto y sin duda el señor O`Toole se fue convencido de que la conquistaría.
Usted ha de pensar que ya a mi edad uno está acostumbrado al cambio, pero eso no es del todo cierto. Aceptamos la realidad, la inevitable permuta a nuestro alrededor. Eso no significa que nos resignemos a que deba ser de esta manera. Ya en el invierno de nuestras vidas hemos pasado por tantas experiencias; todo lo que queremos es un poco de constancia ¿me entiende? Pensé haberla encontrado aquí, con los poemas, con las risas, las canciones y las pomadas, mas el tiempo nuevamente me arrebató mi seguridad. Por lo mismo le pido a usted que me lleve a donde ya no habrá más cambio. Ya estoy muy cansada, he pasado por muchos días, unos buenos y otros no tanto, pero agradecida por cada uno de ellos. Ahora solo quiero regresar a aquello que ya comenzaba a sentirse como un hogar, así que dígame, ¿le hará una bondad a esta vieja ciega, para que tenga que empacar sus maletas por una última ocasión?