
Por Luis Fernando A. Sanmiguel
El silencio de la noche se vio interrumpido por el escandaloso sonido de los platillos al ser colocados en el mantel de seda que vestía la mesa. El grito de algún comensal que intentaba llamar la atención del camarero y el revuelo general provocado por el conjunto de conversaciones entremezcladas, se vivía en el restaurante.
Y ahí, en medio de todo aquello estaba yo, observando la entrada del recinto, esperando a quien sería mi primera cita en mucho tiempo, pero con la seguridad de alguien que sabe que ha conocido al amor de su vida.
Comenzamos a hablar en una de esas aplicaciones que tantos usan, pero pocos reconocen utilizar. Y lo nuestro fue un amor a primera vista… de perfil. Desde el primer corazón que le mandé como muestra de mi genuino interés, hasta el primer mensaje de texto enviado, tratando de impresionarla con mi cultivado léxico de hombre intelectual.
Uno de los meseros me tocó el hombro, tratando de sacarme de mis recuerdos.
–Señor, esa mujer dice que viene con usted -una mueca de desagrado se asomaba por la comisura de sus labios, como si no estuviera de acuerdo con lo que acababa de decir.
Asentí con la cabeza. Pedí dos copas del mejor vino que tenían y me dispuse a ver la entrada, vaticinando la apariencia de mi cita.
Cubría su esbelto cuerpo con un vestido tinto, largo y ceñido, lo que acentuaba las sensuales curvas que poseía. La observé acercarse con paso lento, pero decidido hacía donde la recepcionista le había indicado. Estaba a sólo un par de pasos cuando pude apreciar su tez con la suficiente nitidez, a pesar de la tenue iluminación del local. Tenía una mandíbula cuadrada y estaba casi seguro de que había observado más de un vello facial en su rostro, quizá eran las sombras que se extendían por momentos engañando a mi vista.
La invité a que se sentara. Comenzamos a charlar y durante quince cortos minutos sentí una conexión diferente a la que había experimentado con alguien más en toda mi vida. Nadie, ninguna mujer me había aportado tanto conocimiento futbolístico como lo hizo ella. Hablamos sobre el mal momento que estaban pasando las Chivas. Sobre las mejores opciones que tenían para el próximo mercado de fichajes, e inclusive le mentamos la madre al América más de una vez.
Al ir bajando nuestra emoción inicial, pude percibir como gran parte del restaurante nos veía con repudio, como si no perteneciéramos ahí. Extrañado, le pregunté:
–¿Soy yo, o todos nos están observando?
Ella me miró a los ojos. Se acercó y me dijo:
–Nos tienen envidia, ellos no pueden comprender la conexión que hay entre tú y yo.
En ese momento llegó el camarero.
–¿Ya sabe lo que va a pedir señor?
–Sí, lo sé –se adelantó a decir ella.
–Quiero una hamburguesa de doble carne y tocino, unas papas a la francesa y un batido de chocolate.
–¿Vamos a compartir? –le dije, sorprendido por su respuesta.
Ella no respondió, así que decidí ordenar un pollo con verduras y un refresco.
La comida llegó con rapidez y pronto el silencio se adueñó de nuestra mesa. Silencio que se veía interrumpido con los sonidos guturales que surgían cuando masticaba la hamburguesa con esmero.
Esa fue la gota que derramó el vaso, que estaba lleno de ensoñación y comencé a observar con nitidez sus hombros y espalda anchas, junto a unas manos desproporcionadas al resto de su cuerpo. En el momento en el que levantó su vista para limpiarse la salsa BBQ que corría por su mentón, pude contemplar con claridad un bulto grande en la garganta que movía con ansia al tragar.
Fue entonces cuando decidí partir de ahí lo más pronto posible, antes de que se me acusara de transfóbico, o antes de que montara una escena que lamentaría el resto de mi vida. Me excusé para utilizar el mingitorio y en cuanto quedé fuera de su vista, salí lo más rápido posible de aquel lugar.
Pedí un taxi y me alejé rumbo a mi hogar, tratando de apartar de mi mente una noche más que olvidable, con una persona que por mucho que esforzara no podría olvidar. Con la esperanza de no tener otra historia de amor más que contar.