El eco de María

Por Maik Granados

María despertó en medio de la penumbra de su esclusa, en aquel convento donde su padre la llevó, para borrar la vergüenza que había provocado con sus acciones, al buen nombre de los Postigo.

Por debajo de la puerta, el tímido halo de la luz danzante de una vela, se coló hasta sus ojos topacios, mientras el olor húmedo de las paredes de cantera de la diminuta habitación, le recordaba su larga estancia.

Llegó ahí con la vida sembrada en su vientre, orgullosa de haber entregado su cuerpo a un soldado, fuera del sacramento matrimonial. 

Lo hizo por amor.

María nunca consideró que su amado teniente emprendería la retirada, con la argucia de haber sido destacamentado a las aduanas en el puerto de Veracruz. 

Jamás le volvería a ver.

La dote que la cabeza de los Postigo había dado a las monjas, tan sólo fue suficiente para que María diera a luz a un pequeño robusto de facciones indígenas, heredadas de su padre en eterna fuga.

Para después del nacimiento, no hubo ningún tipo de acuerdo, ni pagos. Al final de la cuarentena, María encarnó el abandono de su familia. 

Un niño en un convento resultaba inconveniente además, ella no tenía los medios para criarlo como Dios manda. Así entregó a su hijo en adopción. 

Supo que el niño viviría con una mujer poderosa, dueña de campos de algodón en el estado de Puebla. Seguro no conocería el hambre.

Igual que a su padre, jamás lo volvería a ver.

María tenía una cuenta pendiente con las religiosas. Aprendería con ellas algún oficio, en la cocina o en los quehaceres de telares y así, saldaría su estancia. Renunciaría entonces al amparo del claustro religioso en busca de algún trabajo, con alguna señora de sociedad que requiriera de sus servicios, reuniría el dinero suficiente y buscaría encontrarse con el destino de su vástago cedido… 

Al menos ése era su plan. 

El tiempo encajó su pesada losa de interminables horas en sus delgados hombros de mujer frugal. Su residencia con las monjas se prolongó más allá de la palidez de sus cabellos y de su cara con la piel zanjada.

Entonces el convento se quedó casi vacío. María vivía ahí, con un par de monjas y un dúo de mujeres jóvenes encargadas de los deberes de mucamas.

Por las noches mientras dormía, llegaba a su mente el recuerdo vivo de su hijo, y aún en la debilidad de sus huesos, no perdía la esperanza de volverle a ver. Hasta que una noche, en medio del silencio, antes de conciliar el descanso, escuchó la risa de un niño jugando en la crujía cercana a su cuarto. Al despertar, intentó dilucidar si aquello había sido un sueño o una manifestación de la realidad. Calmó la angustia que le provocó el fenómeno con oraciones y plegarias. 

María se acostumbró a los diarios ecos de las expresiones infantiles, detrás de las puertas de madera de su habitación, durante las madrugadas. Una risa, un llanto y hasta un berrinche por un juguete quebrado. Entonces lanzaba plegarias por las almas de aquellos angelitos que deambulaban en la oscuridad de aquel convento, mientras pasaba entre los dedos las cuentas de su rosario. Eso la confortaba, era una manera de aliviar su aflicción por el involuntario abandono de su pequeño. 

Pensó que tal vez esa era su penitencia, rezar por las almas de los pequeños inocentes que noche a noche jugueteaban detrás de las puertas de madera de su recámara. Pero los espectros infantiles no quedaron sosegados y, en la expiación de María, movieron violentamente los objetos, giraron los picaportes de las puertas y hasta proyectaron sus pequeñas sombras en los altos muros del patio del convento.

María se quedó sola.

Con el tiempo, ya no sólo hubo infantes. Ahora eran hordas enteras de almas errantes las que invadieron su espacio. Cada noche, cada tarde, en cada cuarto, y en cada esclusa del convento, había apariciones constantes de hombres, niños y mujeres, con atuendos extraños, y raros objetos entre sus manos. Algunos traían consigo pequeñas lámparas con luces centelleantes. Se paseaban felices por las crujías, en racimos andantes, curiosos a los detalles y las historias de un guía de turistas.

Y María, desde la sombras, rezaba por aquellas almas piadosas.

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