Minificciones de Halloween

Literoblastos

Hasta la muerte

Por José de Lómvar

La noche estaba fría y el suelo duro. Se acercaba la luna llena y con ella, el canto de algunos muertos, que, a pesar de ya no tener cerebro, permanecían dementes. Narcisistas y mitómanos, depresivos e impostores; en cada una de sus lápidas, de mármol para los que fueron ricos y de cemento para los otrora pobres, se deletreaban las letras que formaban una palabra en común: escritor.

De velorio en velorio

Por Maik Granados

Llegó apresurado al tercer velorio en aquella noche de viernes. Al igual que en los otros, vio a la tía del difunto llorándole, como si lo hubiera criado desde pequeño, a pesar de sólo haberle cambiado en un par de ocasiones los pañales. «Era tan bueno, tan educado, yo misma lo vi crecer…». También estaban los compañeros de la secundaria, ya sin granos ni caras brillosas. Recordando las anécdotas en común con el finado, riéndose entre ellos por las travesuras. «Bola de ojetes, bien que le hacían bullying para su diversión propia. ¡Hipócritas!» Pensó. Tampoco era sorpresa encontrarse con la ex novia del cadáver. Se la reconocía por la notable rigidez en su rostro, en un esfuerzo por disimular la satisfacción del momento. La justicia divina había hecho lo suyo. Seguramente ella estaba pensando en lo último que le dijo en vida: «¡Ojalá que te mueras, cabrón! ¡O por lo menos que se te caiga el pito por andar con las putitas de tus amigas!»…

«Vaya ocasión que son los velorios», dijo para sí mismo, mientras se acercaba al cuerpo solitario al final de la sala. «Son el epílogo de una vida, que realmente a nadie le importa». Antes de reconocer al muerto, vio a los verdaderos deudos sumidos en la tristeza. La esposa y los hijos desencajados, la madre desconsolada, el padre en congoja… Ninguno de ellos, era pariente suyo.

Encabronado, dio la media vuelta y se dirigió a la salida, al tiempo que gritaba: «¡Chingada suerte, tendré que seguir buscando!».

La máscara

Por Jorge H. Haro

Cuando se intentó quitar la máscara, luego de aterrorizar a los vecinos con su monstruosidad, todo lo que pudo sentir fue su propia piel. Ahí se percató que la había olvidado en casa.

En frío

Por Alejandra Maraveles

A mí me gustaba el frío. Yo, que había nacido en un país tropical, esperé hasta tener la edad suficiente para cambiar de residencia. Hace dos años me mudé a un país Nórdico.

Nunca pensé que la muerte me sorprendería con un infarto fulminante en pleno inicio de la noche que en este país dura casi 6 meses, ni tomé en cuenta que dejar las ventanas abiertas haría que la temperatura dentro del departamento fuera la de un congelador.

Mi cuerpo no muestra descomposición, ni he despedido olor alguno, sólo hay dos vestigios de que no estoy vivo, la falta de pulsaciones y mi mejilla izquierda que ha sido picoteada por una familia de cuervos, ahora inquilinos en mi sala.

Ansío la primavera y el buen clima, para que mis vecinos se percaten de mi deceso y yo pueda, lejos de los picotazos, por fin, obtener la paz del sepulcro.

El reflejo

Por Missael Mireles

En mis pesadillas veo un sutil rastro de sangre que lleva a la sala de mi departamento. Está oscuro, pero yo logro ver con claridad. Hay un cadáver, yace boca abajo, me es familiar. “Ese es el culpable de tu sufrimiento”, susurra una voz en la penumbra. Cuando trato de ver el rostro del cadáver, la misma voz me interrumpe: “en el espejo está su verdadero rostro”, y algo me impide acercarme al cuerpo. Vuelvo a mi recámara, miro al espejo, y no hay nada, salvo mi propio rostro. Entonces despierto, recuerdo la voz; “ese es el culpable”. Me dirijo al espejo, y entonces sé quién debe morir.

La luna y tú

Por Maggo Rodríguez

¿Ya viste la luna? Espero que sí. Salió redondita, como tus ojos verdes cuando me miraban. Está llena, igual que mi ropa con tus pelitos negros cuando te acostadas encima de ella.

Ilumina todo con su luz, pero no tanto como tú iluminabas mi corazón cuando me recibías con incesante ronroneo apenas llegaba del trabajo.

Qué dichoso debe ser el cielo, que tiene la última luna de octubre brillando con toda su fuerza, y también te tiene a ti, jugando con nubes de estambre y estrellas de cascabel.

Pociones

Por Stephanie Serna

Una bruja de este siglo se mentaliza frente a sus utensilios, ha llegado el momento de preparar la poción más encantadora existente en su libro de hechizos.

Una pizca de especias del huerto, un trozo del fruto anaranjado de temporada (que, de preferencia, al ser cortado, deje en su lugar una característica sonrisa), un chorrito de sustancias lácteas, un toque de polvos dulces y por último, cafeína al gusto para obtener el efecto deseado.

Después de mezclar en el aparato productor de sonidos infernales, la bruja se dispone a verter su brebaje sobre frías rocas transparentes colocadas con cuidado en el interior de un elegante vaso, en el cual ha escrito previamente el nombre de su víctima.

Para finalizar, exclama dicho nombre y espera desde su sitio a que su poción cumpla su cometido.

La no fiesta de Halloween del pequeño Marcus

Por Nicte G. Yuen

Papá vampiro invitó a toda la comunidad de monstruos a la gran fiesta de Halloween que como cada año festejaba en su mansión súper, ultra embrujada, la madrugada del 31 de octubre. Compró en línea telarañas fluorescentes, tres docenas de calabazas cosecha especial, diez kilos de tierra añeja de cementerio, veinte tarántulas y ocho serpientes, un costal de ojos de muerto fresco, un par de gatos negros nacidos y criados en el pueblo de Salem, algunos instrumentos de tortura para decorar el jardín, ataúdes nuevos para toda la familia, y hasta contrató a un coro de fantasmas para que interpretaran los lamentos de moda. En pocas palabras, gastó hasta el último centavo de sus ahorros en la fiesta; después de todo era ya una tradición, y sus vecinos esperaban con meses de anticipación ser invitados a tan exclusivo y escalofriante evento.

Sin embargo, para nuestro buen amigo, el pequeño Marcus, recluido en el último rincón de la mansión, allí donde ni una mosca alcanzaba a llegar; aquella fiesta y toda la algarabía que provocaba, le causaba tremendo enojo. Justamente un par de días antes que papá vampiro comenzara a volverse loco con las compras, al pequeño Marcus se le ocurrió contagiarse de una extraña, extrañísima enfermedad, de esas que un vampiro padece una vez cada milenio, y que lo obligó a guardar rigurosa cuarentena en su ataúd, no fuera a contagiar a sus hermanos, a sus padres o a los otros vampiros de la comunidad. No importó cuánto lloró o maldijo, cuánto gritó y suplicó, ni con cuánta desesperación lo hizo; el pequeño Marcus pasó todo el mes envuelto en aquella permanente oscuridad.

Y NO VIVIERON FELICES PARA SIEMPRE