Iglesia Rota

Por Marisol Ruíz Arnot

¿Qué es la vida? Una ilusión,

una sombra, una ficción,

y el mayor bien es pequeño:

que toda la vida es sueño

y los sueños, sueños son

CALDERON DE LA BARCA

Esto que voy a contar ocurrió en un poblado muy cercano a Madrid, pero pudo haber ocurrido en cualquier lugar del mundo. 

Eduardo es un investigador y periodista apasionado por el arte y la historia. Y justamente el día que ocurrió lo que les voy a contar, Eduardo regresaba de la ciudad de Granada, en donde se encontraba realizando una investigación en la Sala de los Reyes de la Alhambra. La misión consistía en descifrar la verdadera historia que esconden las pinturas de las tres bóvedas de dicha sala.

Luego de seis meses de trabajo, estaba exhausto, pero entusiasmado porque creía haber logrado un importante hallazgo; un hito histórico y cultural para la ciudad, para España y para la humanidad en general. En eso pensaba Eduardo cuando manejaba de vuelta a casa. Tenía el asiento trasero del coche lleno de fotografías, libros antiguos, documentos y algunos empaques de comida chatarra y vasos de café. La carretera se encontraba despejada. Alfombras verdes y esponjosas cubrían las montañas en ambos lados de la autopista. De vez en cuando, abría la ventana para fumar un cigarrillo y a su vez llenar los pulmones de ese aire puro y fresco que da el amanecer y que comienza a perderse en las grandes ciudades. De pronto vislumbró a lo lejos un pequeño barrio que no había visto antes en los cientos de veces de haber transcurrido por esa carretera. Pensó que podía estar imaginando. Pero conforme avanzaba se daba cuenta que aquello que había visto un par de kilómetros atrás no era objeto de su imaginación; había la entrada a un barrio. Disminuyó la velocidad y giró el volante para inspeccionar la zona. Recorrió la manzana sin bajar del coche.  

Eran tan solo unas cuantas calles estrechas en donde encontró algunos locales de alimentación, un par de tabernas, una cafetería y lo que parecía haber sido una escuela. Todo estaba en completa soledad y abandono. Parecía como si toda la comunidad se hubiera extinto de repente. 

Al llegar a la última callejuela, hubo algo que llamó más la atención a Eduardo. Aparcó el coche, tomó su mochila y se acercó al terreno donde estaba una iglesia en ruinas. La finca se hallaba dentro de una reja oxidada la cual no fue difícil forzar para entrar. El hombre caminaba despacio por el predio y miraba su entorno; arriba, a los lados y al suelo, como si buscara algo sin saber qué exactamente. Rodeó el templo para ver si hallaba alguna puerta por donde pudiera asomarse, pero no la había. La puerta principal había sido sellada con ladrillo de distinto color al ladrillo con que estaba construida la iglesia. Tan solo quedaban un par de ventanas a una altura de alcance complicado.

Se alejó un poco de la construcción para observarla desde otra perspectiva. Le llamaba la atención que, siendo una iglesia, no tuviera ninguna cruz. Tal vez pudo haberla tenido en el pasado, pero en ese momento la ornamenta se reducía a un gallo de metal posado en la punta de la cúpula. Eduardo sacó la Polaroid de su mochila para tomar un par de fotografías del lugar, y cuando asomaba su ojo derecho por el visor escuchó una risita aguda que lo hizo soltar de golpe la cámara, dejándola colgar de su cuello. Escaneó su entorno con la mirada para tratar descubrir de dónde venía aquel ruido. La segunda vez que escuchó la risilla logró ver a un niño asomado por una de las ventanas. El niño le hacia una seña con la mano como invitándolo a entrar. 

Eduardo se sentía extrañado de que ahí dentro pudiera haber un niño. Pensó en los vagos que suelen apoderarse de las fincas. “Pero, ¿un niño en un barrio abandonado en medio de la nada?”, se preguntaba. Nada le hacía sentido y en ese momento pudo haber optado por salir de ahí e ir a casa, pero su instinto periodístico lo llevó a perseguir a aquel pequeño. 

Buscó en rededor un par de rocas y troncos que lo ayudaran a trepar hasta la ventana. El chiquillo parecía esperarle. Era un pequeño que no debía pasar los diez años. Tenía la piel morena, unos ojos grandes y oscuros, y una cabellera corta. Si bien estaba desnudo, no parecía ser precisamente un vagabundo. 

Una vez que Eduardo logró entrar, el chiquillo se había escondido entre las columnas deterioradas del recinto. —¡Hola! ¿Dónde estás?, ¿Cómo te llamas?, ¿Estás solo? —preguntaba el periodista sin recibir más respuesta que el eco de su propia voz. 

En el fondo de la iglesia, en lo que debió ser el altar en algún momento, se encontraba una pequeña puerta por donde se asomó una vez más el chiquillo, y entre risas, volvió a hacer la seña al hombre para que este le siguiera. Eduardo caminó a prisa hasta llegar a la puertecilla. Una vez entrando, se encontró con una escalera de caracol que descendía, era tan angosta que apenas cabía una persona y su curvatura no permitía ver más allá de los dos escalones siguientes. La luz era escasa, pero suficiente para ver los muros de aquel pasadizo de piedra. En las paredes, en color rojo y con pintura que parecía estar fresca, se leía una y otra vez la palabra “Pradolongo”. Se detuvo un segundo y tomó un par de fotografías sin un objetivo concreto, las guardó en un costado de la mochila y siguió andando. El niño caminaba a prisa delante de él. Dejaba en el suelo las huellitas de sus pies descalzos y húmedos. Eduardo solo lograba ver la pequeña mano color canela que arrastraba el niño por la pared, parecía como si jugara a pintar con los deditos el muro de aquel caracol. El bracito del pequeño estaba cubierto de tatuajes que también tenían forma de caracol, pero con la caminata y la poca luz, no era posible descifrar aquellos símbolos. 

Aunque Eduardo sabía que era tan solo un niño, sintió miedo. Miedo o incertidumbre. Lo que siente cualquiera que no sabe hacia dónde camina, que de lo único que tiene certeza es de los dos escalones siguientes que tiene bajo sus pies. Sin embargo, su intuición lo llevaba a hacerlo. Llegar al fondo sin saber lo que iba a encontrar y sin entender por qué debía llegar al fondo. Llegó a dudar de su estado de consciencia, se detuvo un instante en medio de aquella escalinata, respiró profundo un par de veces. Pero nuevamente el crío regresaba, asomaba medio rostro y hacia la señal. 

Como hipnotizado por ese pequeño ser, Eduardo siguió hasta el final de la escalinata de piedra. Lo que encontró fue aún más desconcertante y tenía menos sentido que todo lo que hasta ese momento había ocurrido. Encontró un cenote con el agua más turquesa que hubiera visto jamás. El niño que lo había guiado saltó al agua y se incorporó con otros de su edad que jugaban en la superficie. Eduardo, aturdido, ni siquiera pensó en tomar fotografías. 

Además del estanque, había una cueva formada de la misma piedra por donde llegaba un rio. En él, nadaban libremente algunas mujeres, hombres, ancianos y niños.  Eduardo se quedó oculto tras el muro que daba fin a la escalera de caracol, no quería ser notado hasta haber observado un poco el comportamiento de las gentes. Era una comunidad peculiar. Había personas rubias, pelirrojas, morenas y de facciones muy distintas unas de otras. Parecía como si cada uno de ellos perteneciera a una raza distinta, pero al mismo tiempo se comportaban como si fueran una sola familia. Lo único que los hacia iguales era su desnudez y los tatuajes de sus brazos que el periodista seguía sin poder descifrar. 

El niño que lo había guiado hasta allí, de vez en cuando le echaba una miradilla de complicidad y le sonreía mientras se tapaba la boca para no dejar escapar la risa. Cuando Eduardo quiso avanzar un paso para observar más de cerca, fue visto por uno de los hombres jóvenes quien pronto nadó hacia la orilla del estanque y les hizo señas a los demás. Eduardo no comprendía el lenguaje que allí se hablaba, pero con ver el rostro de los individuos, supo que no era bienvenido. El resto de los hombres comenzaron a nadar a la orilla para salir del agua y las mujeres tomaron a los pequeños y formaron un círculo alrededor para protegerlos.

El niño de los ojos grandes miró por última vez y extendió la mano haciendo una seña que el periodista interpretó como una despedida. Eduardo comenzó a subir a prisa la escalera de caracol. Escuchaba detrás de él los murmullos y las pisadas de los que le perseguían. La escalera daba la impresión de ser más extensa que cuando había descendido. Atravesó nuevamente las columnas de la entrada, escaló a la ventana y saltó. Esta vez sin apoyarse de las rocas y el tronco que lo habían ayudado a subir. Ya no escuchaba los pasos, sin embargo, no dejó de correr hasta salir de la reja y subir a su coche. Colocó su mochila en la parte de atrás y salió de ese poblado lo más pronto que pudo, dejando nubes de polvo tras de sí en aquellas callejuelas de terracería. 

Una vez que dejó de traspirar y su corazón recuperó el ritmo, no podía borrar de su mente aquellas imágenes. El niño de piel canela, las personas, el hermoso azul de aquel estanque. “¿Quiénes eran esas personas? ¿De dónde venían? ¿A dónde conectaba ese rio que corría por debajo de la cueva?”, pensó que, definitivamente tenía que volver para investigar. No obstante, lo mantendría en secreto, incluso para su mujer, hasta no tener algo concreto que mostrar y alguna posible explicación. 

Al llegar a casa, sin pensar en el agotamiento de las horas de viaje, prendió el ordenador y se dispuso a investigar, pero no había resultados que le ayudaran a responder a sus preguntas, parecía como si ese lugar no hubiera existido jamás. No había indicios de que allí hubiera habitado una comunidad; ni antigua, ni contemporánea. Luego colocó en el buscador la palabra que había leído en los muros del pasadizo: P-R-A-D-O-L-O-G-O… Nada, ni siquiera la palabra tenía un significado. 

A la semana siguiente, Eduardo se preparó para volver a aquella iglesia rota. Llevaría una cámara digital para documentar cada paso que diera. Colocó en su coche todo el equipo para la exploración y acudió a la carretera a las afueras de Madrid. Y ahí estaba la misma entrada al poblado y al fondo las ruinas del santuario. 

El cancel estaba todavía abierto tal como él lo había dejado una semana atrás. Incluso el tronco que lo había ayudado a trepar a la ventana seguía ahí.

Esperó un poco para ver si el niño que lo había guiado la vez pasada aparecía. —¿Hola? Niño, ¿estas ahí? —esperó unos minutos, pero el pequeño no apareció. Entonces, subió al tronco y entró por la misma ventana. Llevaba la cámara encendida, atada con un elástico sobre su cabeza. 

Caminó entre las columnas de la iglesia, se detuvo a contemplar los reflejos tornasol que provocaba la luz que entraba por la cúpula y lentamente caminó hacia donde estaba la escalinata. Atravesó y comenzó a bajar. Esta vez la escalera lucía distinta, no había rastros de huellas húmedas. Descendió por el caracol y en los muros se leía aquella palabra “Pradolongo”, pero la pintura no era la misma. Ahora parecía aerosol con el que los adolescentes hacen grafitis las calles. Al llegar hasta el final de la escalinata, no encontró aquel estanque color azul turquesa que había visto días atrás. No había cenote, no había cueva, no había rio, no había gente. Era un sótano gigante hecho de ladrillo; vacío, seco, abandonado y lleno de polvo. 

Eduardo no daba crédito, no comprendía absolutamente nada. Creía que, de haber sido un sueño, lo había sido bastante real y eso era preocupante. La gente no está acostumbrada a soñar despierta. De estar despiertos no lo llaman sueños, sino tal vez alucinaciones. Y de ser una alucinación, Eduardo estaría en problemas clínicos. Y en todo eso pensaba el periodista mientras recorría el lugar.

Consternado, apagó la cámara, subió por la escalera, salió de la finca y manejó de vuelta a casa. Decidió mantener aquel suceso en secreto para siempre. Ya que, si eso saliera a la luz, perdería credibilidad sobre los hallazgos históricos recientes en la Alhambra de Granada, así como en cualquier ámbito de su vida. 

Al llegar a casa, tomó una copa de vino y se puso a narrar cada escena de su experiencia en aquella iglesia rota. Que, si bien había sido producto de su imaginación, le parecía que había sido mágico. Luego de varias horas de escritura, y cuando estaba a punto de guardar la bitácora, recordó las fotografías que había tomado cuando perseguía al pequeño dentro de la escalinata de caracol. Hurgó con arrebato en su mochila. Una de las imágenes contenía aquel bracito moreno lleno de tatuajes circulares, y una parte de muro en donde se leía perfectamente “Pradolongo” con aquella pintura roja y fresca.