
Por E. Pérez Fonseca
Alicia esperaba a su madre en el ingreso de la escuela mientras los alumnos de sexto año recogían los adornos de un festival regional y colocaban cuadros de héroes nacionales. Los compañeros vaciaban bolsas llenas de dulces, y ella sólo los veía, porque así debía ser, su madre le tenía prohibidos los chocolates, los panes, las papitas y todo lo que no fuera el alimento de la casa, sano y nutritivo. Sin gluten, sin azúcar, sin sodio.
—¿Quieres? —Karla le ofreció de sus chocorroles.
—No. Gracias.
Pensó en el daño que le causaría el tan sólo morder ese pan. Como le había dicho su madre, esas golosinas estaban hechas de productos que podrían causarle cáncer. Y aunque para Alicia, a los ocho años, el cáncer era un concepto tan confuso como la muerte, la justicia o la reforma energética, sus deseos de comer chatarra eran mitigados por las constantes advertencias.
—Tengo doritos —insistió Karla.
—No me gustan.
Durante media hora, escuchó por la bocina, uno por uno, el nombre de los alumnos que podían salir. Al resto los veía romper un empaque tras otro con sus dientes manchados y sus dientes metálicos. Y así, el ruido de bolsitas de plástico junto con el sonido de una niña masticando a su lado, niños babeantes limpiándose los mocos después de engullir dulces picosos, le ocasionaban un mayor rechazo a ese tipo de comida.
Era la primera vez que su madre había tardado tanto y, al notar que ya no quedaban alumnos a su lado, fue a la dirección.
—No han llegado por mí —le dijo a la secretaria.
—¿Cómo te llamas, hija?
—Alicia Martínez.
—A ver —la secretaria le contestó mientras trataba de abrir una caja de chocolates—. ¿Quieres uno?… ¡Ah, sí! —dijo con la boca llena—, llamó tu mami hace rato. Se le ponchó una llanta del carro… Va a tardar un poco… Anda, cómete un dulce en lo que esperas.
—No, gracias.
Alicia se sentó en la silla que le indicaron, al lado de ella estaba una canasta repleta de golosinas, sobre el escritorio de la secretaria había envolturas abiertas y en toda la oficina permanecía un olor a gomitas de dulce. A donde volteara, encontraba imágenes de colores y texturas plásticas; un arcoíris que sólo le generaba más angustia.
Para esas horas Alicia ya debería estar alimentándose con algo nutritivo. Era tanta su hambre que pensó en comerse unas galletas, sin embargo, al sólo ver la gran cantidad de morusas esparcidas en la ropa del director, aguantó lo más que pudo. Miraba a su alrededor, esperando encontrar una manzana o una naranja. Después, ya con agitación, se levantó y movió todas las bolsas que había en la oficina. Lo más natural que encontró fueron unos cacahuates, en la envoltura decía “sin conservadores y sin sodio”. Pensó que su madre no tendría problemas en que comiera unos.
Cuando se terminó el paquete, juntó la basura y sacudió sus manos en un bote, algunas cáscaras se habían quedado pegadas en sus dedos y se rascó para quitarlas. Granitos aparecieron en su palma junto con una comezón que después de unos segundos se volvió incontrolable y de pronto, algo en su cuello le impedía respirar adecuadamente. Sacó de su mochila una botella de agua y le dio un trago.
Para el momento en que se había vuelto a sentar, algo se movía en el escritorio de la secretaria; los panditas de goma, en coreografía, bailaban una canción. Música salía de una lámpara y Alicia podía ver las ondas de sonido como si fueran ondas en el agua. Al mirar hacia la secretaria notó que el cuerpo de la mujer cambiaba de colores y junto a ella, había un escarabajo gigante, tan grande que su cabeza llegaba al techo de la oficina. El escarabajo le hablaba, pero Alicia no le comprendía. Con pasos lentos se acercó a ella y lo que al principio le pareció grotesco, después le causaba terror. El descomunal insecto movía sus patas como si quisiera sujetarla, ella intentaba quitarse sin muchas posibilidades; su cuerpo se sentía rígido y algo la detenía en la silla. Con sus enormes tenazas el insecto trató de alcanzarla, en cada intento cortaba alguna parte de la silla. Alicia lo esquivó haciéndose de un lado a otro hasta que la silla se desplomó y pudo liberarse.
Entonces corrió o intentó hacerlo con el poco aire que podía tomar y lo pesadas que se encontraban sus piernas. El portón de la escuela parecía alejarse a cada paso. En su camino, Alicia chocaba con niños inflados como globos, algunos al estallar desprendían caramelos que se impactaban como proyectiles en su cara. En su desesperación saltó con tremenda fuerza y sus pies se alejaron del suelo varios metros, se elevó durante algunos minutos hasta que la escuela desapareció de su vista.
Alicia lleva ya varios días paseándose por el cielo y sólo baja cuando divisa algo nutritivo para comer. El resto del tiempo lo pasa en el aire. No quiere volver a encontrarse con el grande insecto, ni convertirse en uno de esos globos lanza dulces. A veces pasan a su lado niños aterradores, a algunos los ve subir en espiral más allá de las nubes, otros se quedan atorados en los cables, sin embargo la mayoría explotan a las pocas horas y lo único que queda es un plástico viscoso esparcido por las calles.