Desde el sepulcro

Créditos de la imagen:
https://www.mexicodesconocido.com.mx/guerra-cristera-mexico.html

Por Missael Mireles

I

Se dice que un ser humano jamás piensa en el infortunio, en el dolor de la vida. El dolor, el sufrimiento, es una indeseable verdad de la que ningún individuo tiene la más mínima posibilidad de rehuir, aunque sea su más vigoroso anhelo. He sido artífice de hechos atroces de los cuales entre esta espesa oscuridad que me abruma, me arrepiento de todo corazón. Antes de proseguir, he de confesar que yo era escéptico a sucesos fantasmales…

     Me llamo Javier Guzmán, soy un general de brigada perteneciente al ejército de Plutarco Elías Calles. Ahora mismo me aprisiona la oscuridad, pero aún así, he de contar mi testimonio. Llegué a Guadalajara el día anterior; un año se ha cumplido de la vigencia de la Ley de Calles, y gran parte del territorio mexicano se encuentra levantado en armas bajo la rebelión de los cristeros.  Yo nunca me imaginé que un puñado de campesinos tuviesen el coraje necesario para defenderse de nosotros, el Estado, pero, sobre todo, para defender su fe. He de mencionar que, en mi experiencia en el campo de batalla, he presenciado momentos de dulce gloria al inicio de un conflicto armado y esta lucha contra los cristeros no había sido la excepción. Con todo el pesar de mi alma, cargo conmigo el recuerdo de un suceso en el que yo personalmente participé, un suceso que en su momento fue para mí un satisfactorio cumplimiento a mi labor, una pequeña victoria que me colmaba de gozo: yo me encontraba en la región de Sahuayo, en el estado de Michoacán. Habíamos logrado capturar a un grupo de cristeros en una hacienda situada a las afueras de la ciudad, liderados por un sacerdote llamado Alfonso Hernández, gracias a nuestra participación en una emboscada. Poco a poco, los cristeros fueron ejecutados, siendo Hernández el último en permanecer con vida. La sangre de los campesinos tiñó de rojo el suelo de la hacienda, y para mí, era una decoración perfecta. 

      -¿No te da miedo morir, padre?- le dije al clérigo.

      -La muerte no es algo a lo que deba temer.

      -¿Eres estúpido? Sabes que ahora mismo tu vida depende de mí; yo tengo el poder necesario para decidir si te dejo seguir respirando o no, es un poder que me fue otorgado por el gobierno de nuestro país, ¿y aun así te atreves a comportarte de una manera tan arrogante?

      -Antes de responderte, quisiera que me permitieras hacerte una pregunta; ¿el gobierno quiere matarnos sólo por cumplir con la palabra del Señor? ¿Acaso es que las leyes son promovidas por un grupo de animales?- dijo el sacerdote. Su actitud me provocó impotencia, y le asesté un golpe en el rostro con mi pistola.

      -Las leyes son promovidas para el desarrollo de nuestro país, para que gente como tú entienda que solamente el gobierno es el indicado para llevar a cabo ese desarrollo. Pero ahí está el problema: no quieren entender -recriminé. 

      -No, ése no es el problema: la unión entre Iglesia y el Estado se había mantenido estable, sin que el crecimiento social en México se viese afectado, pero fue Calles quien deicidio terminar con esta unión. La culpa es del gobierno, de ustedes.

      -Ahora resulta que crees saberlo todo -añadí entre risas-. ¿Ves todos esos cuerpos a tu alrededor? -apunté a un costado, con la punta de mi arma-, estás a punto de terminar como ellos, pero todavía te queda una oportunidad. Ya sabes qué hacer: solamente debes renunciar a la Iglesia, y adoptar otra forma de vida, en la que nunca realices cultos religiosos -susurré. Hernández permaneció un momento en silencio.

      -Lamento rechazar tu oferta, pero mi fe es más importante que mi propia vida – respondió el sacerdote.

      -Muy bien. Estás decidido -dije al tiempo en que apunté el gatillo a su frente. Como último acto, el padre se persignó.

      -¡Viva Cristo Rey! -gritó el clérigo. El eco de aquel grito se había perdido entre el estruendo de mi arma. La bala traspasó el cráneo del padre; la sangre brotó de su nuca, formando una pequeña nube roja. El cuerpo del sacerdote cayó al suelo. Yo lo miré fijamente, quieto, como si tan sólo observara la nada. Después, exhalé. 

      -Quemen a toda esta mierda -ordené. Mis hombres obedecieron al instante, y a los pocos minutos, las llamas se apoderaron de la hacienda. Aquel sitio ardía al rojo vivo. Nosotros nos alejamos de la zona, dejando atrás la hacienda que poco a poco se extinguía entre el incandescente fuego.

II

Esa misma noche volvimos a Sahuayo. No recuerdo la hora en que arribamos a la Plaza Principal, pero la madrugada estaba casi en su apogeo; lo recuerdo por la espesa oscuridad que cubrió la región. Curiosamente y, a pesar del verano, esa noche hacía frío. La mayoría de mis hombres dormían, pero en ese momento, el sueño no había llamado a mi puerta: estaba dentro de una vivienda abandonada con el sargento Ríos. El silencio a nuestro alrededor era apenas quebrantado por nuestras voces.

      -Según nuestros registros, la brigada del padre Hernández era la última que radicaba en Sahuayo -dijo Ríos, sentándose frente a mí.

      -Por lo menos nos hemos quitado un peso de encima -le respondí sin mucho alivio, al tiempo en que encendí un puro cubano. 

      -Desgraciadamente toda la república está repleta de campesinos devotos por exterminar -añadió Ríos.

      -¿Quieres decir que nuestra labor de hoy no te reconforta lo suficiente? ¿Sabes desde dónde hay que comenzar para llegar al cien? -le pregunté al sargento.

      -Desde el uno…

      -Exactamente Ríos: estamos hablando de un proceso lento, pero en el que es necesario avanzar para conseguir el objetivo. El día de hoy dimos un paso adelante con lo que hicimos en la hacienda, hemos avanzado en nuestro camino. ¿He aclarado tus ideas?

      -Sí, mi general. Perdone mi actitud -dijo el sargento, La luz de la Luna irradiaba nuestros rostros, cerniéndose por la ventana del aposento. De nuevo un silencio sepulcral, en el que incluso creí escuchar el fluir de mi propia sangre. Después, Ríos prosiguió  -¿Está usted enterado de lo que acontece en Guadalajara?

      -Indudablemente; nuestro nuevo objetivo principal es el arzobispo Francisco Orozco y Jiménez. Ésta vez no nos preocuparemos por los cristeros, tengo entendido que el coronel Aguirre y sus hombres se están encargando de ellos en gran parte de Jalisco.

      -De eso estoy seguro, me informaron sobre ello la noche anterior -añadió Ríos.

      -Entonces partiremos a Guadalajara en la mañana y, en cuanto matemos al arzobispo, estaremos aún más cerca de finalizar este conflicto.

      -Sí, señor, aunque sólo quisiera saber…-un repentino suceso interrumpió al sargento. Un pequeño objeto grueso atravesó la ventana, golpeando a Ríos en el rostro. Éste emitió un gruñido. El objeto cayó sobre la mesa de madera y bajo el fulgor nocturno: era una roca. Me asomé por la ventana, ignorando el destrozado cristal cuyos fragmentos habían caído al suelo: ahí, en la plaza, advertí a una mujer adulta. Furioso, bajé por la escalera, en dirección a la plaza, Ríos seguía emitiendo sonidos de rabia y molestia a mis espaldas. Salí a la calle, y vi que la mujer intentaba huir apresuradamente, pero por fortuna, yo fui mucho más veloz. Cuando me encontré a pocos metros de ella, la embestí con mi cuerpo, y ambos caímos al suelo. La mujer intentó hacer otro esfuerzo inútil por librarse de mí.

       -¡Tú y todos los de tu especie pagarán por sus atrocidades! ¡Que el Señor se apiade de sus miserables almas! ¡Viva Cristo Rey! -gritó ella. Me sentí fastidiado por su atrevimiento. Desenfundé mi cuchillo de caza, lo empuñé con fuerza, y rasgué la garganta de la mujer. De su garganta mutilada se escapó un alarido de dolor, tan débil que apenas yo pude escucharlo. Un charco de sangre comenzó a formarse en la explanada de la Plaza Principal, y de nuevo, una sensación de gozo recorrió mi ser.

III

Llegamos a las afueras de Guadalajara al atardecer. A pesar de que el sol dejaba caer sus potentes rayos sobre nosotros, no hacía mucho calor. Ríos conducía uno de nuestros vehículos; yo iba sentado en el asiento del copiloto, y desde ahí podía ver sin ningún problema la marca rojiza en el semblante del sargento.

    -¿Aún te duele, Ríos? -le pregunté, sin dejar de observar la marca.

    -Muy poco, General, no tiene por qué preocuparse -respondió manteniendo su vista al frente. 

    -La puta que te hizo eso ni siquiera rogó por su vida, sólo me maldijo, o al menos así lo creí. Hubieras visto su cara cuando la maté.

    -Supongo que también era una cristera.

IV

    -Sí, eso parecía -dije. Continuamos recorriendo el camino hacia Guadalajara: el paisaje que rodeaba sus afueras consistía en verdes campos de maíz que en fragmentos se tornaban amarillos, y sobre éstos, pequeñas colinas se alzaban en relieve. Fue ahí, cuando nos topamos con un detalle que casi nos había dejado perplejos: cerca de las vías del tren, en los postes de madera situados junto a los rieles, advertimos los cadáveres de varios cristeros que ahí habían sido ahorcados. He de confesar que era un panorama siniestro, incluso para mí. No supe si aquello era como una advertencia para las brigadas de cristeros que quisieran entrar a la ciudad, o un mensaje victorioso dirigido al ejército del estado. 

Anocheció en Guadalajara. A pesar de nuestras ansias por continuar con nuestra labor, el cansancio se apoderó de nosotros. Las calles permanecían en total calma cuando llegamos; fue como si la ciudad no hubiese sido alcanzada por el conflicto cristero, pero yo no me dejé engañar por aquella aparente calma, estaba seguro que incluso con la presencia del coronel Aguirre en la ciudad, aún había trabajo por hacer. Los cristeros nunca descansaban. Cuando buscamos un sitio donde pasar la noche, curiosamente dimos con un edificio residencial abandonado, muy cercano al cementerio de Santa Paula. Una vez dentro, y a juzgar por su interior que casi parecía intacto, supe que había pasado poco tiempo desde que sus anteriores residentes se marcharon. Incluso, me pareció una pequeña bienvenida: los muebles colocados en sus respectivos sitios, las sábanas limpias y sin un solo rastro de deterioro en las ventanas. 

    -Yo dormiré en el piso de abajo, General, que tenga buenas noches- dijo el sargento Ríos, desde la tenue oscuridad del pasillo.

    -Buenas noches, Ríos, descanse lo suficiente; mañana tendremos un día muy ocupado- añadí después de dar un trago a mi botella de tequila. Ríos asintió, y bajó las escaleras. 

V

No recuerdo el momento en que me quedé dormido, pero estoy seguro de que, cuando todo sucedió, era de madrugada. Mi sueño fue perturbado por un grito, el cual creí producto de alguna pesadilla. El grito me despertó, y no le había dado importancia al principio, por lo que traté de volver a dormir. Sin embargo, fue ahí cuando sentí un bulto en mi cama. Me volví hacia esa dirección y, con horror absoluto, presencié una escena lúgubre: sobre la cama, ensangrentado y con las cuencas de los ojos oscurecidas, yacía el cadáver del sargento Ríos. Me levanté de un salto. Me di cuenta que al cráneo de Ríos le habían arrancado los ojos. Preocupado y, con furia, tomé mi arma para salir de la habitación apresuradamente…y el horror que al principio sentí se intensificó, al ver a un grupo de misteriosos cristeros al pie de la escalera. La piel de todos ellos era bastante pálida y tanto en sus vestimentas como en sus cuerpos mostraban marcas de sangre y heridas grotescas. Al instante apunté el cañón de mi pistola hacia ellos y jalé el gatillo con desesperación: las balas no surtieron ningún efecto, atravesaban los cuerpos de los cristeros, pero no los dañaba. Fue entonces que entré en razón: no eran humanos, eran espectros. 

    Intenté huir por el lado opuesto del pasillo, pero misteriosamente, un trío de espectros aparecieron detrás de mí, sujetándome con fuerza. Desesperado, hice un esfuerzo por zafarme; arrojé golpes, codazos y patadas, agité mi cuerpo bruscamente en un intento inútil por librarme de aquellos seres. Me llevaron a la calle, donde me aguardaba un inmenso conjunto de espectros furiosos. Me lanzaban insultos y maldiciones, que más bien sonaban como guturales graznidos de demonios. Entonces, de entre la siniestra multitud, se abrió paso un sujeto vestido con una sotana, a quien reconocí: era el padre Alfonso Hernández. La marca del balazo con el que le di muerte aún se mostraba en su pálida frente.

     -Estírenlo -dijo Hernández. Su voz era fantasmal. Un pequeño grupo de espectros me sujetaron por mis extremidades, manteniéndome elevado del suelo. Frente a mí, el espectro de un cristero delgado se acercó, sosteniendo un mazo de hierro -. Tus pecados serán castigados -murmuró el sacerdote. Acto seguido, el cristero alzó en alto el mazo, mi corazón palpitó con fuerza. El espectro asestó un golpe brutal a mi rodilla derecha, rompiéndola. Sentí que el hueso se había roto por la mitad, atravesando mi piel. Mi grito de dolor se perdió entre las exclamaciones de los espectros. Al instante, mi otra pierna y mis brazos sufrieron el mismo martirio. El dolor que me abrumaba era más que insoportable, sentí que poco a poco moría. Los espectros se encaminaron hacia una dirección que el padre Hernández indicó, arrastrándome por el suelo. La distancia que recorrían fue una tortura inhumana para mí; estaba seguro de que mis gritos no atravesaban la barrera que el bullicio de los espectros creaba. Sentí la sangre emanar de mi piel desgarrada, de mis brazos y piernas severamente fracturados, dejando un rastro rojizo tras de mí. En un momento dado, noté que habíamos ingresado a un sitio protegido por un extenso muro de concreto. El suelo se había vuelto aún más rocoso, la Luna se alzaba en el cielo estrellado y lucía como un gigantesco ojo de mirada perdida. Logré observar un campo de tumbas y mausoleos antiguos erguidos a mí alrededor, entonces, supe que me habían llevado al cementerio de Santa Paula. Los espectros se detuvieron en un fragmento del campo vacío, ante un ataúd de madera abierta.

   -Métanlo -ordenó el macabro sacerdote. Lentamente, fui arrojado al interior del ataúd, el impacto lastimó mis rotas extremidades y volví a gritar. No fui capaz de hacer ningún movimiento. Lo último que vi fue la tétrica mirada del padre Hernández, que penetraba en mí como un filoso cuchillo. De pronto, la tapa del ataúd no me permitió ver más el exterior. Escuché los leves golpeteos de los clavos siendo martillados en la tapa, dejaron caer el ataúd en un agujero, y después, no escuché nada más. Éste es el momento en que me arrepiento de mis atrocidades. No sé cuánto tiempo ha pasado desde que fui torturado y enterrado, pero sé que no estoy muerto aún. Con el dolor de mi alma y de mi cuerpo, ruego por el perdón de mis pecados. Desde mi sepulcro imploro; por favor, que alguien ahí afuera escuche mis lamentos…