Más vale llorar, que prevenir

Por Alejandra Maraveles

Voy manejando mi viejo carro, al que cariñosamente llamo “la lata”, ha vivido mejores momentos, ahora se ha convertido en casi una chatarra, todos en mi familia lo han manejado y todos han sido causantes de alguno de sus tantos choques, a veces bromeamos diciendo que sólo le falta que le caiga un piano encima para completar golpes por cada lado del mismo.

La apariencia física de “la lata”, es un reflejo mío, como su dueña, he pasado por muchísimas cosas, su pintura está tan deteriorada como mis propios sueños. Sin embargo, éste es un buen día, amanecí contenta, voy camino a mi trabajo, disfruto que al menos la radio le funcione y descargo esa rara alegría con la que amanecí, acompañando a las canciones que suenan, con mis desafinadas cuerdas vocales.

Me detengo en un alto, una canción que me gusta, subo el volumen a todo lo que dan las bocinas, de las cinco que tiene, sólo dos le funcionan, pero es suficiente para que se escuche bien. Comienzo a cantar. Hay mucho tráfico y los demás conductores pelean por ganar un sitio que les asegure el paso cuando cambie el rojo por el verde. Hoy no voy a pelear como ellos, he amanecido de buenas y no dejaré que nimiedades como embotellamientos me quiten ese buen ánimo.

Dejo pasar dos carros, una camioneta y un minibús, escucho cómo los cláxones de los que vienen detrás de mí, marcan una sonora queja, sólo me limito a sonreír mientras pienso que debieron tomarse su tiempo para no andar con tantas prisas, tal como yo hice. Miro el reloj del estéreo del panel de control de mi auto, respiro con tranquilidad, pues llegaré incluso temprano.

El semáforo cambia sus colores, el cuello de botella que se arma en ese cruce hace que los segundos sean insuficientes para lograr atravesar la calle, la canción va por la mitad, por lo que no me importa esperar otro alto.

Mi garganta eleva la voz, llevo el ritmo con la cabeza y tamborileo con mis dedos sobre el volante, estoy tan ensimismada en este pequeño divertimento que no me percato de que por la ventanilla un agente de tránsito, sobre su motocicleta, me hace señas. Pasan cerca de veinte segundos, antes notarle. Cuando lo hago, sonrío, pero el agente sigue haciendo señas para bajar el vidrio. La orden me desconcierta un poco, estoy en un alto, no he infringido ninguna norma, de hecho, tengo dos altos esperando por cruzar.

Bajo el vidrio de la ventanilla, y en ese momento el semáforo me da el pase, así que le digo amablemente.

–No puedo pararme –y arranco, pero el agente me sigue, como si hubiera hecho algo malo.

–Le digo que se pare –me ordena a gritos. Su tono me desagrada y vuelvo a pensar, que no he cometido ninguna infracción.

Bajo el volumen de la música casi al mínimo, en mi cabeza se revuelve la memoria, acababa de renovar mi licencia, si me hubiera detenido una semana atrás, habría visto que mi licencia estaba vencida. Por casi un año había conducido así. En ese instante, la situación es distinta.

La orden del agente de tránsito se vuelve insistente, a ésta le acompaña la sirena que indican que debo estacionarme y mi dificultad por detenerme en medio de una glorieta parece desesperarlo, tengo que avanzar más, hasta llegar a un punto donde pueda orillarme y parar. Lo hago y él se ve bastante enojado.

–Le dije que se parara –me reclama mientras se acerca a la ventanilla del lado del chofer. Justo la que está a mi izquierda.

–No podía hacerlo en medio de la glorieta –le refuto. Su tono ya me molesta, ¿acaso es un idiota? ¿Qué clase de agente de tránsito pide a alguien que se detenga a la mitad de una glorieta?

–Pero le di la orden.

Un “¿Y eso qué?”, muere en mis pensamientos antes de salir de mi boca, sé que si lo suelto parecería desacato.

–Pues ya estoy aquí, ¿qué sucede, cometí alguna infracción?

El tipo, me mira, sus ojos demuestran enojo. 

–Su licencia y tarjeta de circulación.

Sé que no soy experta en ley de tránsito, pero si conozco lo suficiente para saber que no he cometido ninguna falta y de que no debo temer.

Saco la licencia, se la doy, después abro la guantera para buscar la tarjeta y el hombre mira el plástico que le acabo de dar, camina alrededor del carro con ella en la mano. Por fin encuentro la tarjeta de circulación. Su baile que cubre el perímetro de “la lata” comienza a alargarse y yo siento que la intranquilidad me consume con lentitud. Aún puedo escuchar el radio, suena lejos, tanto como la alegría que sentía hasta hace unos minutos, ésta ha decidido dar paso a otras sensaciones.

Después de casi diez minutos se asoma a la ventanilla, le alcanzó la tarjeta de circulación y me dice, algo que no entiendo bien. “Las placas no le pertenecen”, o al menos eso es lo que mis oídos codifican.

–Disculpe, ¿qué? –pregunto.

–Las placas no coinciden y voy a tener que llevarme el carro.

¿Las placas?, la recito de memoria JZC5121, no han cambiado desde que compré el vehículo hace más de diez años, ¿de qué rayos habla ese tipo?

Miro el reloj, el tiempo se ha consumido rápidamente, eso no me gusta nada, no sólo no llegaré temprano, sino que ahora llegaré tarde.

Saco mi teléfono celular, tengo que llamar a la oficina de mi padre, él tiene todos los papeles originales de “la lata”, necesito que me diga si algo no anda bien. Marco y espero dos timbrazos a que me conteste.

–Me acaban de detener y me dicen que las placas no coinciden con el carro.

–¿Qué? –responde mi padre –Las placas que trae son las de siempre.

–Pues es lo que yo creo, la verdad es que no sé de qué habla.

–Ve qué es lo que quiere, checo los papeles a ver si hay alguna irregularidad y te vuelvo a marcar.

El hombre, está cerca de su motocicleta, llamando por radio, yo tengo que comunicarme al trabajo. Mi jefe contesta y apenas puedo decir que me detuvieron y que llegaré tarde, cuando la batería de mi celular se muere.

Mi teléfono no es tan viejo, apenas tiene un año, sin embargo, la batería se descarga con mucha facilidad, estaba totalmente cargado al salir de mi casa y sólo pude hacer dos llamadas. Aquello me altera, sé que ni mi jefe ni mi padre estaban a mi lado, pero el aparato muerto en mi mano, era un enlace con ambos, ahora me he quedado sola.

–Ya llamé a la grúa para que venga por su carro.

–No entiendo –le digo, siento que la garganta se me cierra –, no cometí infracción, por qué va a llevarse mi carro.

–Ya le dije, las placas no coinciden.

–¿Con qué? No entiendo, lo que me dice no tiene sentido, son las mismas placas de siempre, ¿de qué habla?

–Las placas no coinciden –me repite y se aleja, para regresar a su motocicleta.

¿Se va a llevar mi carro?, ¿por qué? Será viejo y destartalado, pero es mío. Quisiera llamar a mi padre, que me guiara, que me diera indicaciones para tratar con ese tipo, pero mi teléfono no me sirve más, las palabras de “ve qué es lo que quiere”, se hacen grandes en mi cabeza; es evidente, quiere lo que quieren todos los agentes de tránsito, que le dé una mordida.

Abro mi cartera, está casi tan vacía como mi paciencia, mi trabajo es de medio tiempo, no gano mucho dinero, si ganara más no manejaría un carro viejo, ¿qué pretende ese hombre disfrazado de autoridad?, qué no se supone que su lema es “servir y proteger”, ¿o ese es el de la policía? No estoy segura, de lo que sí estoy segura es que se les llama “servidores públicos”, aunque lo que hacen, parece todo menos servir.

–Van a tardar media hora en venir a recoger su vehículo –me informa el tipo.

Puedo sentir cómo las lágrimas se anegan en mis ojos, antes de que lo piense dos veces, dos hilos de agua recorren mi cara.

–¿Qué le pasa?

–Es que no puede ser, mis placas son las de siempre y no traigo dinero, si quiere dinero, no le puedo dar, soy pobre. ¿Qué no ve?, no tengo dinero, mi carro está viejo y mi teléfono tampoco funciona, si me recoge mi carro, ni siquiera traigo suficiente para el camión, ¿qué voy a hacer? Me va a dejar tirada aquí.

El llanto no cesa y mi garganta se cierra finalmente, ya ni siquiera la voz me obedece, se queda retenida en alguna parte de la que no tengo conocimiento. Y comienzo a odiarme a mí misma. ¿Cuántas veces no fui yo, quien criticó a las mujeres que consiguen las cosas por medio de las lágrimas?; siempre menosprecié a esas mujeres que ante el menor problema se sueltan a gimotear, a aquellas que siempre consiguen lo que quieren por medido de esa artimaña arcaica del lloriqueo.

Pensar en eso, me hace llorar más, ¡soy tan patética!, he caído tan bajo, que me he convertido en “esas mujeres”.

–No, no llore, pero entienda yo sólo hago mi trabajo.

Las frases “No es justo”, “No entiendo”, “No hice nada malo”, apenas y se entienden entre mis sollozos. Mi cara se ha puesto roja, y me vuelvo a enojar conmigo, ni siquiera soy como “esas mujeres”, ellas se ven bonitas llorando, yo parezco una mezcla de chango y monstruo.  Tomo un kleanex, me limpio la cara y miro el pañuelo, se ve medio negro. Recuerdo que estaba maquillada, y hago énfasis en el “maquillada”, porque ahora ni siquiera eso, el llanto se hace más fuerte.

–Oiga, no se ponga así, si no es el fin del mundo…

–Para usted, a lo mejor –logró decir en medio de gemidos –,ni siquiera voy a llegar a tiempo, me van  a descontar el día. Yo también sólo trato de hacer mi trabajo.

Quisiera parar, pero mi cuerpo ya no me obedece, ni mis ojos, ni mi boca, sólo sigo llorando y el agente me mira, no sé qué piensa, la verdad, no me interesa. Quisiera que esto fuera una pesadilla, ¿cómo alguien puede conseguir ese efecto?, cómo era posible, que para alguien como yo, que difícilmente amanecía contenta, ese señor hubiera venido a robarme ese momento tan inusual, ese momento que hubiera disfrutado aún más de saber que desaparecería tan pronto.

Comienzo a sonarme la nariz, y el agente de tránsito, por primera vez me parece humano, sus ojos reflejan mi dolor.

–Tome –dice al tiempo que me regresa mi licencia y mi tarjeta –, primero cálmese un poco y luego se va tranquila.

Yo abro los ojos y las lágrimas paran de repente, sólo mi cara desfigurada es lo que queda del llanto.

El tipo ya se ha dado la vuelta y va de regreso a su motocicleta, se monta en ella, arranca y dobla a la derecha, dejándome en estado de shock.

Pasan unos minutos para que comprenda que me ha dejado ir, que no hay grúa, que no tuve que dar mordida, guardo con lentitud la licencia, regreso a la guantera la tarjeta de circulación, tomo otro kleanex, me miro en el espejo retrovisor, mi cara luce horrible, trato de limpiar lo mejor que puedo el maquillaje corrido, me sueno la nariz nuevamente y siento que la respiración vuelve a la normalidad.

Giro mi cabeza para asegurarme que en realidad el agente se haya ido, todavía con la incredulidad pintada en el rostro, veo que en verdad se fue, prendo “la lata” y arranco, voy hacia mi trabajo, pensando en que ser de “esas mujeres”, después de todo, no tiene nada de malo.