La Casa Maple

 Por Jorge H. Haro

Charlie adquirió la Casa Maple con un sueño en mente: el de restaurar esa putrefacta edificación a su antigua gloria. Reemplazaría los tablones de madera carcomidos por las termitas, repararía las tuberías y el cableado, pintaría la fachada, limpiaría la capa de mugre que a través de los años se había vuelto parte de la esencia misma de sus cimientos, la indudable firma del abandono al que la casa había sido sometida. Marcaría el curso para convertir esas lúgubres paredes, ese monumento a la contaminación visual, en un verdadero hogar, para luego vendérselo al mejor postor por una cantidad exuberantemente por encima de su valor de mercado. Después de todo, si algo aprendió pronto en su carrera como restaurador de bienes raíces, es que no se le puede poner precio a un hogar. Al menos eso creía su clientela. 

A pesar de su edad y demacración, la casa era un diamante en bruto. Ya en curso a la decadencia, había sido abandonada por completo una década atrás, cuando su última habitante y dueña sufrió un paro cardiaco fulminante a la mitad de una noche de primavera. Los herederos se destruyeron entre si durante el juicio testamentario, cada uno de ellos enviando a su respectivo abogado sobre los otros, como un criador libera a un rottweiler rabioso en una pelea de canes. Tan atroz fue su lucha por conservar la casa, que uno a uno se fueron quedando en bancarrota tras pagar todas las cuotas del juicio. Al final ninguno se quedó con la casa. El banco llegó como un tifón a arrebatárselas de las manos. Fue durante el remate que Charlie vio la oportunidad de su vida al comprarla por una porción de su valor. 

Lo mejor de su trabajo era que ese mismo le proveía siempre un techo dónde quedarse. La Casa Maple podría ser fea, pero servía su propósito. Charlie llegó a esta con poco más que una maleta de viaje y una camioneta llena de herramientas de construcción. Había adquirido el edificio con todos los muebles. Muchos de ellos terminarían en un basurero, pero por el momento decidió dejarlos en su lugar para una sesión de fotografía. Era una estrategia de venta; mostrar el antes para impactar con el después. 

Tras estacionar su camioneta, el joven corredor de bienes raíces se hizo paso hacia el portico, percibiendo un aire imponente que provenía del edificio. La puerta principal, así como toda la estructura de la Casa Maple estaban hechas de ese árbol titular. La examinó de cerca antes de entrar, con la esperanza de que esta fuese salvable. 

“Nada que una buena capa de pintura y barniz no puedan solucionar,” pensó, mientras cruzaba el umbral. 

El vestíbulo era más chico de lo que la fachada aparentaba. Todo era culpa del enorme candelabro de cristal que colgaba del techo de doble altura, el cual era serpenteado por una escalera de espiral. Al verlo, Charlie expuso una sonrisa maquiavélica. Si removía el óxido y aclaraba el cristal, estaría cerca de agregarle otro diez por ciento al valor del edificio.  

Mientras más veía de la casa, más se llenaba de esperanza. En referente al tema estético, podría evitarse muchas de las remodelaciones que originalmente había planeado, mientras se esmerara en una limpieza profunda y la promocionara como una casa estilo vintage. Eso le encantaría a las parejas jóvenes, pues, en su experiencia, estas paradójicamente romantizaban las épocas del ayer, a pesar de su adicción a las tecnologías y comodidades del ahora. 

La Casa Maple contaba con cuatro habitaciones, tres baños completos, sala, comedor, cocina, un jardín trasero y una habitación adicional ubicada en el acceso a la azotea. Charlie sospechaba que esta fue construida para la servidumbre, pero que con la decoración adecuada él podría venderla como un estudio de yoga o mancave. La cocina estaba bien conservada, aunque algo atestada de instrumentos de cocción que no hacían juego. Los sillones de la sala olían a polilla y humedad. El joven abrió una ventana para permitir que la habitación tomara un muy necesario respiro. Charlie hizo nota de que debería encender una vela aromática cuando fuera a mostrar la casa. 

Esa noche se fue a dormir en una de las habitaciones de huéspedes. Tras revisar y fotografiarlas, se dio cuenta que difícilmente tendría que trabajar en ellas; se encontraban en excelente condición, escasamente usadas, habiendo únicamente sufrido el desgaste natural consecuencia del paso de los años. Hizo que Charlie pensara en lo poco querida que debió haber sido la dueña anterior para ser tan poco visitada.

“Seguro era una harpía” pensó mientras se quitaba el pantalón para irse a la cama. “Los hijos se odiaban entre ellos. Sin duda culpa de su madre.”

Se quedó dormido casi tan pronto como su cabeza tocó la almohada. Los crujidos y chillidos de la vieja casa no interrumpían su descanso, tras años de desarrollar una inmunidad al ruido producido por el movimiento de clavos y madera. 

En algún punto de la madrugada se despertó con unas terribles ganas de orinar. Charlie salió somnoliento de la habitación, encendió la luz y se dirigió al baño ubicado al final del pasillo. Tras darse su gusto, dio media vuelta sobre sus talones y comenzó su regreso tambaleante hacia la cama. 

Un golpe seco a sus espaldas le arrebató vorazmente el sueño. Charlie dio un giro, luego suspiró aliviado. No había sido más que el asiento del retrete, cual se había cerrado repentinamente.

A la mañana siguiente despertó temprano. Bajó a la cocina, se preparó una taza de café con pan tostado y huevos estrellados. Le excitaba comenzar la restauración. Tras devorar su desayuno, subió a la habitación y se vistió con celeridad. Ya con las fotografías del antes en mano, comenzaría a trabajar en el después. El principio de sus labores sería el de deshacerse de la mayoría de las baratijas esparcidas por toda la casa. Llenó dos bolsas de basura tamaño jumbo de tan solo purgar el primer piso. Las llevó a la parte trasera de su camioneta; más tarde las tiraría en el centro de donaciones, dónde seguro serían adquiridas por alguien que le gustaran los muñequitos de porcelana o servilleteros con patrones florales. 

Regresó sediento a la casa tras cargar ambas bolsas bajo el ardiente sol. Se dirigió a la cocina por un trago de agua. Entró buscando la taza que usó para su café esa mañana, pero no la encontró en el desayunador, donde estaba seguro que la había abandonado horas antes. De hecho, la mesa estaba libre, no había rastro alguno de siquiera un cubierto. 

Charlie no le dio mucha importancia; había demasiado que hacer en la Casa Maple como para distraerse con trivialidades. Continuó con su limpia, llenando más bolsas de basura y cargándolas hasta la parte trasera de su camioneta. Cuando regresó del centro de donaciones, ya era hora del almuerzo. Se preparó una merienda sencilla, consistiendo en un sandwich de tocino, lechuga y tomate. Después de eso fue al salón principal, donde comenzaría a despegar el papel tapiz de las paredes. 

Al entrar, su atención fue captada inmediatamente por un objeto postrado directamente frente a él, en el manto de la chimenea. Era uno de esos muñecos de porcelana que había tirado junto con el resto de las chucherías decorativas en la Casa Maple. 

“Debió pasar desapercibido,” pensó, a pesar de que estaba seguro que su limpieza había sido profunda y eficaz.

Ignoró el muñeco y se enfocó en su cometido; deshacerse de ese horroroso papel tapiz con grabado de querubines que atestaba el salón. Cada pliegue que jalaba venía acompañado de astillas de madera podrida que cubrían el suelo, pero se pelaba tan fácilmente que terminó mucho antes de lo esperado. Con el tiempo extra pudo tomar su escalera para sacudirle el polvo al candelabro y ajustar los tornillos que lo sostenían al techo. Luego tomó un martillo y removió todos los tablones del suelo que estaban dañados o rechinaban. Tal fue su emoción por el avance que incluso comenzó a ajustar las tuberías de gas natural detrás de la estufa y quedó a medio camino de terminar de reemplazar del cableado de la instalación eléctrica, antes de que su exhausto cuerpo le exigiera un descanso. 

Para entonces ya era tarde. Charlie comió una cena ligera en la cocina (una vez más había encontrado la barra libre de los platos y utensilios que utilizó durante el almuerzo. Concluyó que debió haberlos llevado al fregadero durante su estupor de esa tarde). Se desvistió de camino a la habitación, dejando sus pantalones, camisa y zapatos en diferentes puntos de la escalera. 

Esa noche sucedió lo impensable: pasadas las doce, la Casa Maple logró despertar a Charlie con el fuerte azote de una puerta. El joven se incorporó de un brinco, talló sus cansados ojos y miró a su alrededor. La puerta de su alcoba estaba cerrada, justo como la había dejado. Se levantó tranquilamente, observando cada rincón oscuro y desolado. Su ropa estaba doblada sobre la silla frente al tocador. Charlie se vistió, calzó sus zapatos y, mientras amarraba las agujetas, observó como la puerta se abría de par en par. La luz estaba encendida. El pasillo vacío. Dudoso, Charlie salió del cuarto. 

Un golpe seco retumbó a sus espaldas tan pronto puso ambos pies en el pasillo. Era la puerta de su alcoba, que se había cerrado detrás de él. De repente la luz cambió de tonalidad. Pasó de un amarillo arenoso a un rojo tinto. La misma comenzó a parpadear al ritmo de su ahora acelerado corazón.

—¡SAL DE AQUÍ!— escuchó una rasposa voz gritar. 

No le tuvieron que decir dos veces. Sin mirar atrás, prendió marcha hacia la escalera de espiral. Sentía que estaban jugándole una broma. Cada tantos pasos la luz se apagaba, lo que lo forzaba a quedarse quieto pues en esa oscuridad le era imposible ver más allá de su propia nariz. Cuando por fin alcanzó el rellano, se giró hacia la cocina, dónde las llaves de su camioneta aguardaban. 

Charlie no alcanzó a entrar. Antes de que pudiera dar dos pasos, la puerta azotó frente a él. El muchacho quedó momentáneamente paralizado del terror. Escuchó esa misma voz repetir su orden. Lo liberó de su trance. Dio media vuelta; la puerta principal estaba abierta de par en par. Se dirigía hacia ella, cuando escuchó un serie de fugaces susurros que cortaba el aire. Eran pliegos de papel tapiz que ahora surcaban a su alrededor, ondeando como serpientes sobre las arenas del Sahara. Uno de ellos se enrolló alrededor de su brazo al mismo tiempo que la puerta principal se cerró de un azote. Las luces volvieron a parpadear. El papel tapiz tiraba de su brazo, lo arrastraba hacia la puerta que daba hacia el patio. 

Charlie trató de pelear. Forcejeó. Con sus uñas rasgó el papel tapiz hasta que logró liberarse. En su lucha se tropezó y golpeó su barbilla contra el suelo. Ni eso lo detuvo. El joven se arrastró sobre sus codos y rodillas lo más rápido que pudo en dirección a la salida. 

Un rechinido lo paralizó. Charlie levantó su mirada y presenció como ese candelabro de cristal se venía abajo a toda velocidad. El estruendo hizo que los oídos le zumbaran. Charlie había estado a centímetros de ser aplastado. 

Algunos de los pliegos de papel tapiz que aún volaban a su alrededor terminaron agujereados por cristales que habían surcado por el aire tras la colisión. Él, de milagro, había salido ileso. Vio como la puerta principal se volvió a abrir y la voz repitió su orden por una tercera (y sospechaba última) ocasión. Entonces se incorporó lo más rápido que pudo, tomó impulso, paso por encima del candelabro destrozado de un brinco y salió por la puerta en tiempo record. Mientras el joven corría a toda velocidad por la calle, la puerta de la Casa Maple se cerró sin mayor escándalo. 

Desde que vi a ese muchacho entrar a mi casa, supe que sería mi perdición. Sabía que ese día llegaría eventualmente, pero guardaba la esperanza de pasar la eternidad con una linda familia o quizás una pareja de la tercera edad, como yo. No, en lugar de eso, tras una década de paz y tranquilidad, el descanso que nunca tuve en vida fue arruinado por un joven egocéntrico con deluciones de emprendedor. 

No me quise cerrar del todo. Sí, no debí ser tan pronta en impartir juicio, pero mientras más veía del joven, más me disgustaba. Era igual que mis hijos: descuidado, sucio, incapaz de poner las cosas en su lugar, lavar un plato o tan siquiera limpiarse los zapatos en el tapete antes de entrar.  No fue bueno ni para bajar la tapa del baño después de orinar. 

Lo seguí muy de cerca mientras él fotografiaba mi casa, examinaba los cuartos, baños y hasta la recámara de la sirvienta. Gracias al Señor abrió el cajón dónde están guardadas mis pantaletas, que de la pena me hubiera muerto por una segunda ocasión. Ya que hasta ahora nadie se ha molestado en llevarse mis muebles o pertenencias, pensé que estarían seguras, pero la mañana después de su llegada el joven se puso a recoger y tirar todas mis preciadas decoraciones. Si mi corazón aún latiera, el presenciar cómo se deshacía de mis cosas me lo hubiera roto en mil pedazos. ¡Todo eso tiene un valor incalculable! Los muñecos de porcelana son de colección, ediciones limitadas que en vida adquirí y conservé como una inversión. Apenas fui capaz de salvar uno. Lo puse en el manto de la chimenea, dónde pertenece, mientras ese tonto continuaba tirando una fortuna a la basura.

A partir de entonces no me le despegué. Claro, quería de algún modo evitar que su incompetencia fuera a destruir mi casa, pero lo que más me preocupaba era que el muy bruto se llegara a matar aquí y terminara yo pasando la eternidad en su compañía. Mi profecía casi se cumplió cuando lo vi limpiar el candelabro. No creo que se haya dado cuenta de lo inestable de la escalera en la que se postró o que aflojó los tornillos del techo en lugar de apretarlos. Quise arreglarlos antes de que toda la estructura de cristal se viniera abajo, pero no me dio tiempo suficiente, pues ese ingrato de inmediato se puso a remover tablones del suelo, algunos peligrosamente cerca de algunas columnas que sostienen la casa a pesar de estar ya casi podridas por dentro. Luego casi me infarto cuando comenzó a juguetear con los tubos detrás de la estufa. Debí dejar que cuanto menos se chamuscara las cejas. 

Después de eso se puso a cortar los cables de la instalación eléctrica. Hizo un trabajo horroroso. Dejó tiras de cobre expuestas, algunas a un pelo de distancia de hacer contacto.  Ni en vida ni en muerte he experimentado tal alivio que cuando por fin se fue a la cama. 

Decidí que no se podía quedar. Volví el ahuyentarlo mi prioridad. Saqué todos mis trucos de la manga. Esa madrugada, hice que la puerta de su cuarto azotara con toda mi fuerza; cuando salió al pasillo causé que las luces parpadearan y luego le grité que se largara. Esa parte fue más fácil de lo que había anticipado; lo demás no tanto. 

El joven, torpe y despistado, estuvo en múltiples ocasiones al borde de tropezar con los agujeros que dejó en el piso tras remover los tablones de madera. Tuve que apagar las luces cada vez que estaba a punto de caer en uno. De lo contrario se hubiera caído por las escaleras y roto el cuello.

Cuando por fin llegamos al primer piso, él quizo ir a la cocina, supongo que por sus llaves. Le cerré la puerta; en su torpeza, había dejado que todo el gas de la estufa se escapara, así que de entrar en la cocina se hubiera muerto envenenado, o peor, hubiera causado alguna chispa con los cables expuestos y hecho volar toda la casa. 

Los problemas no se acabaron ahí. Le repetí que se fuera y él pareció hacerme caso, pero estaba tan distraído que no notó como el candelabro, ese que él había aflojado, estaba a segundos de caer. Yo soy incapaz de tocar a un ser vivo; solo la casa me obedece, así que hice lo primero que se me ocurrió: lo enrollé con pliegos de papel tapiz y lo mantuve lejos de la zona de impacto. 

Ya para ese punto había colmado lo último de mi paciencia. Le grité por una tercera ocasión, esperando que el mensaje quede claro ahora y siempre. El joven salió por la puerta aterrado, espero que muy lejos de aquí. 

Vaya, qué labor es recibir huéspedes.