Aliados visibles e invisibles. Un relato de no ficción

Por José de Lómvar

Las palabras, dependiendo de su orden en el enunciado, la connotación con sus homólogas, su categoría gramatical, y hasta su género, guardan un significado propio. A pesar de esto, la interpretación del mensaje, depende tanto del escritor como del lector, tomando en cuenta que las reglas del lenguaje pueden ser violentadas por el primero y omitidas por el segundo.

Existen dos palabras, una después de la otra, que forman un sustantivo de género masculino y que aqueja, tanto a los científicos como tomadores de decisiones; lo admito, también me preocupan a mí. Estas palabras son: cambio climático. ¿Y cómo es posible que la idea de este fenómeno no sea preocupante? Si las proyecciones del IPCC (Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, por sus siglas en inglés) son correctas, sus implicaciones podrían ser catastróficas, sobre todo en las costas. A pesar de este escenario, la esperanza de estas zonas podría surgir de los mismos ecosistemas que el cambio climático amenaza con modificar.

El sedante a mi ansiedad me llegó mientras que caminaba a lo largo de una playa del pacífico mexicano; en La Boca, Jalisco, para ser más específico. El sonido de las olas, crujiendo contra el continente, se mezcló con el graznido de las gaviotas que volaban sobre un restaurante al final del camino. La brisa marina me salpicó, haciendo contraste con el ardor del sol sobre mi cuello. Aunque no era el temporal de lluvias, el oleaje indicaba una marea fuerte.

A unos trescientos metros del restaurante, más allá de las dunas que se formaban después de la playa, un panteón se extendía sobre una superficie de quinientos metros cuadrados. La cercanía del restaurante y del cementerio al océano me obligó a preguntarme: ¿qué prevenía que el mar se los tragara?

Caminé hacia el panteón. Al llegar, giré mi cuerpo y miré hacia el Pacífico. Las olas más fuertes no poseían la suficiente fuerza como para para alcanzar las dunas de arena, mucho menos el restaurante o el panteón. Sin embargo, era un día asoleado, y no hacía mucho viento. Una tormenta seguramente tendría la suficiente energía para alcanzar el restaurante y a los muertos que descansaban en el cementerio… si no fuera por las dunas. La manera en que estaban formadas, hacía que sirvieran de barrera para que las olas no se adentraran demasiado. También eran un obstáculo contra los vientos que soplaban desde el océano.

Pero una cosa son las tormentas de hoy, con el clima actual, y otra muy diferente serían los meteoros con las condiciones que se proyectan a un corto-mediano plazo por el cambio climático. Con un incremento en la temperatura promedio, el nivel del mar aumentaría, acompañado de tormentas más fuertes. Esto significa vientos con más energía y olas más poderosas golpeando contra el continente. Al visualizarme ante este escenario, recé para que las dunas poseyeran la suficiente solidez para evitar que el mar se tragara al restaurante y a los muertos.

Me dirigí hacia las primeras dunas que se alzaban desde la línea de la costa, donde crecían algunos bejucos de playa. A una distancia corta, tierra adentro, la arena se acumulaba en montículos de mayor tamaño debajo de mareños y otros matorrales. Tanto los bejucos como los mareños, se habían adaptado a un ambiente con escasez de agua dulce. El primero lo hacía al poseer hojas suculentas, las cuales lo blindaba contra el calor y la falta de humedad. Aparentemente, el segundo sólo poseía ramas cubiertas de espinas de hasta cinco centímetros de longitud para espantar depredadores. Me pregunté si esta vegetación tenía algún papel que desempeñar en proteger al restaurante y al cementerio del mar.

La respuesta era que sí, y tenía que ver con el cómo se formaban las dunas. Observé que, en los lugares con suelo descubierto, la arena no formaba montículos tan grandes como en los sitios cubiertos por la vegetación. El viento que soplaba desde el océano, erosionaba al suelo y suspendía las partículas de arena en el aire. A éstas, las atrapaba la vegetación y posteriormente, eran depositadas debajo de ella, en donde serían fijadas por las raíces.

Aunque esta respuesta era suficientemente buena, aún faltaba una pieza en este acertijo. ¿Cómo sobrevivía la vegetación a un ambiente salino y a un suelo infértil? Mi curiosidad me condujo a cavar un hoyo en una duna cerca de un mareño. Agarré con las manos desnudas un puño de arena, llevándome algunas raíces finas entre mis dedos. Esta se sentía húmeda, o por lo menos, más húmeda que en la superficie del suelo y mucho más que en los sitios desprovistos de vegetación. También estaba pegajosa. Lo que fuera que causaba que la arena se adhiriera a mi piel, también jugaba un papel importante en proteger del mar al restaurante y a aquellos que descansaban eternamente.

Pero, como con todo acertijo, la respuesta a mi pregunta me condujo a otra. Dirigí mi atención hacia los granos de arena que se adherían a otros objetos. ¿Qué agente hacía que la arena se sintiera así? Cayeron dos palabras a mi mente, una después de la otra, que hacía contrapeso contra el cambio climático: hongos micorrícicos o el aliado más antiguo de las plantas terrestres. El hongo trabajaba en conjunto con el mareño, desarrollando largas hifas que se anclaban con sus raíces más finas, ayudándolo a absorber nutrientes, como fósforo, nitrógeno y potasio. Las micorrizas también le ayudaban a la planta a tolerar suelos salinos y la escasez de agua.

Como todo en un mundo material, las micorrizas no trabajan gratis, y demandan de la planta suministros de energía en forma de azúcares simples que el hongo, por sí mismo, no puede sintetizar. Al hacer esto, el hongo obliga al mareño tomar más carbono de la atmósfera para satisfacer las necesidades energéticas de los dos. Cuando las micorrizas mueren, producen una sustancia viscosa hecha de glomalina, una proteína que hace que las partículas de suelo sean más adhesivas.

Las piezas del rompecabezas estaban en su lugar. Las dunas protegían, tanto al restaurante como a los muertos. Al mismo tiempo, hongos micorrícicos hacía posible que la vegetación pudiera colonizar las dunas, y esta a su vez, protegía a las dunas de la erosión del aire y del agua.

Reí. Si existen restaurantes y cementerios en las otras regiones del mundo cerca de la costa, también estarían a salvo gracias a nuestros aliados visibles, las dunas costeras y la vegetación que sobre ella crece, así como a nuestros aliados invisibles, los hongos micorrícicos que hacen que la vegetación pueda vivir.

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