
Por Víctor Hugo A. Sanmiguel
Crónica presentada en el museo de la ciudad por el aniversario 478 de la ciudad de Guadalajara, Jalisco.
Tuve el regalo de capturar con tinta y un pliego de papel historias que a pesar de esconderse a primera impresión son parte de todo tapatío. El viernes treinta y uno de enero del dos mil veinte anhelaba conocer más de mi hermosa Guadalajara, por lo que decidí visitar lugares impregnados por el folclore de la cultura.
Tortas Ahogadas
Inicié la travesía con uno de mis lugares favoritos: Tortas Ahogadas el Cartero. (Ubicado en Normalistas, esquina belén) Como amante del buen sazón mexicano me aventuré al local donde creí se originó el platillo. Al llegar contemplé cómo bañaban con salsa de tomate el crujiente birote acompañado de: frijoles, carnita frita y col. Solo faltaba el picante. En ese instante brotaron recuerdos cuando solía visitar el establecimiento junto a mi papá. Tenía dos años la ocasión en que degusté por primera vez una torta ahogada.
Continué con mi misión preguntando si era posible entrevistarlos, para así traerle a Usted, querido lector, ésta crónica. Ellos con amabilidad me presentaron a un agradable señor con bigote y cabello dotados de tinte del tiempo. Me encontraba frente al mismísimo cartero que comenzó a vender esas únicas tortas, su nombre es Jorge Esquivel Reynoso quien aceptó de buena manera concederme una entrevista, para mi era algo nuevo pues jamás había entrevistado a alguien, aún así mantuve la calma y me dispuse a disfrutar de la historia de Jorge y el origen de su negocio.
Nuestra conversación lo remontó a aquéllos días a un costado del templo de San Francisco donde solía visitar al primer tortero de ese entonces, le decían el Güero. Preparaba el platillo en una mesa tapizada de alfalfa junto a recipientes de barro llenos de salsa y un delicioso picante el cual Jorge disfrutaba… a cambio de agruras, claro. El hecho de fermentar las salsas volvieron éste platillo digno de estómagos valientes.
Ésto motivó a Jorge a realizar su propia salsa, los sábados la preparaba hasta que encontró la que más gustaría y un cinco de febrero de mil novecientos ochenta y nueve inició uno de los locales más sabrosos para degustar tortas ahogadas. Jorge aprovechó su oficio de cartero y junto al correo que entregaba había una invitación a su nuevo negocio.
Debutaron un sábado con sesenta tortas, en treinta minutos no quedaba ni una sola, al día siguiente hicieron ochenta, el éxito comenzó y durante estos treinta y un años el platillo ha evolucionado junto a nosotros, antes ni siquiera era preparado con: frijoles, col o cebolla. Ahora no es necesario ser de estómago valiente para digerir una rica torta ahogada.
Le pregunté a Jorge lo que para el que significa ser tapatio. Recuerdo su mirada perpleja por confusión, me interrumpió explicándome que era de Ciudad de México. Como les decía… era mi primer entrevista, aun así mencionó que para él Guadalajara es único y hermoso, con un clima agradable y ni se diga del ingrediente que hace especial las tortas ahogadas, aquél pan que se hornea hasta quedar dorado. Semejante al bolillo y de forma parecida al baguette pero con un sabor y consistencia especial, el birote. Producto Jalisciense.
Cuando los padres de Jorge quedaron en bancarrota tuvieron que mudarse a Guadalajara. Especialmente por las chivas, así es… Jorge le va a las chivas. Siempre que ganan el campeonato regala quinientas tortas, quinientos refrescos y mil tacos. Le llama la fiesta chivas, para él no hay nada más bello que regalar comida. Espero que cuando el Atlas gane no suba el precio.
Finalicé nuestra conversación y cuando menos pensé había ordenado una torta y un taco de carnitas. Jorge pasó a retirarse sin embargo mi hambre de conocer la riqueza de Guadalajara aún no terminaba.
Calandrias
Me encontraba afuera de la rotonda de los jaliscienses ilustres donde avisté una calandria color blanco. Me presenté con el dueño, un hombre alegre de bigote, sombrero y lentes. Su nombre es Rafael. Al presentarse, un niño se acercó llevando consigo mismo un balde con agua, lo colocó frente al majestuoso caballo café. Esperamos a que se hidratara lo suficiente para proseguir con el viaje y al abordar el vehículo la emoción de recorrer la ciudad de esa manera se hizo presente. Anteriormente no me había dado la oportunidad de disfrutar un paseo en calandria quizá porque la monotonía de nuestra vida vuelve ordinario lo extraordinario de la ciudad, mi solución fue disfrutar cada segundo. Sentí la brisa percibiendo el traqueteo del caballo, las ruedas girar y los sonidos del centro. A lo lejos contemplé un par de calandrias eléctricas (aquellas que no necesitan de un caballo). Coloquialmente les llaman cucarachas.
Rafael me explicó que la insistencia del ayuntamiento por arrebatarles los caballos ocasionó cierto escándalo. Muchos cambiaron sus calandrias tradicionales a eléctricas pues les habían comentado que serían una donación, sin embargo la insólita realidad es que no dejarían de ser propiedad del ayuntamiento.
(Hoy en día las calandrias tradicionales sufren discriminación por supuesto maltrato animal) Pero… ¿Realmente sufren los caballos? Rafael me contó que desde hace quince años consigue veterinarios de calidad para su caballo, Montana. Ellos aseguran la importancia de mantenerlos en constante movimiento, si dejaran de hacerlo morirían de cólicos por lo que el brindar paseos también es una manera de que los caballos permanezcan en buen estado, al igual no cargan de nada, solo arrastran la calandria y las ruedas cuentan con baleros por lo que no sufren.
Cada vez hay menos calandrias tradicionales. Rafael mencionó que cuando deje de existir esta hermosa tradición abandonaría su trabajo. No solo le apasiona el turismo, desde niño ama convivir con los animales y pasear junto a ellos. Tenía trece años cuando se encargó de las calandrias, al igual que su acompañante de hoy en día. Se llama David. Me contó que le gusta bañar y darle de beber a Montana.
Esta vez sí les pregunté de dónde eran. Ambos al ser tapatíos despertaron en mí el interés en saber lo que para ellos significa ser ciudadanos de esta linda ciudad.
Rafael no solo se siente orgulloso de ser tapatío pues también considera que todos cargamos con la responsabilidad de conservar nuestra cultura, no avergonzarnos de dónde venimos y sobre todo compartir lo hermoso de nuestra raíz. Para David ser tapatío es un regalo, pues al contar con tradiciones tan bonitas el cree que es importante conocer su origen y cuidarlas.
Rafael me contó como hace unos ayeres las calandrias aportaban mayor atracción turística. Todos los catorce de febrero (Por el aniversario de la ciudad) se realizaba un evento llamado la guerra de las flores. Era realidad gracias al ayuntamiento y en ésta celebración las calandrias ofrecían un recorrido por las cuatro plazas de manera gratuita, al abordar se les entregaba claveles que serían arrojados por las calles. Sin embargo desde el inicio de los dos mil dejó de realizarse.
Después de adentrarme y conocer esta bella tradición, el viaje llegó a su fín. Descendí con el anhelo de que las calandrias permanezcan no solo en recuerdos. Son parte de nuestra cultura, sería triste ver cómo desaparecen. Agradecí a Rafael y a David por el recorrido. Me tomé una foto con ellos y pasé a retirarme.