
Por Luis Fernando A. Sanmiguel
Yo tenía ocho años cuando pasó, era noche de día de muertos y como era costumbre me disfracé con la vieja sábana de la cama de mi abuela, que para ese entonces me hacía tropezar si no cuidaba mis pasos. Salí de mi habitación, esperando encontrar en el pasillo de madera a mi hermano mayor, quien siempre me llevaba a observar el desfile de calaveras y, si tenía suerte, comprábamos chocolates y pan de muerto en la tienda del pueblo, para comerlos a media noche mientras veíamos películas de terror en la sala y contábamos historias espeluznantes, más cuando abrí la puerta en silencio para intentar asustarlo, no había nadie.
Bajé las escaleras con sigilo, buscando encontrarlo antes de que me diera un buen susto. Descendí un peldaño, el crujido de la madera delató mi presencia, pero no había rastro de mi hermano por ningún lado. Llegué al final de los escalones y sentí unas manos huesudas rodeando mi cuello, me quedé petrificado de miedo hasta que mi agresor gritó con una potente voz:
–¡Buu!
Pisé la sábana que llevaba en la cabeza, haciéndome perder el equilibrio y caer de trasero al suelo. Mi hermano no paraba de reír.
–¡Ay Hugo, de verdad, siempre logras superarte! –decía entre carcajadas, mientras se agarraba el estómago.
Recogió la tela sobrante de mi disfraz, me ayudó a levantarme y me sacudió el polvo de la sábana.
–Ahora sí pareces un fantasma de este pueblo –Una sonrisa traviesa se asomaba por la comisura de sus labios.
Más sosegado por la aparición de mi hermano, le pregunté emocionado:
–¡¿Vamos a ir al desfile?!
Su sonrisa se desdibujó ante mi pregunta.
–Este año no, tengo que cuidar a la abuela, iré por sus medicamentos a la droguería del centro.
La felicidad en mi rostro desapareció y comencé a subir cabizbajo rumbo a mi habitación. Mi hermano al ver mi reacción me habló:
–Hugo, ¿crees que te dejaría sin nada hoy?
Me enseñó un billete de cincuenta pesos y yo corrí como una centella para arrebatarle el dinero de las manos que era tan poco frecuente en mis bolsillos, mientras él lo quitó con rapidez de mi alcance.
–Vamos al pueblo, ahí yo voy al centro por las medicinas de la abuela y tú compras pan de muerto para comer mientras te cuento una historia de terror que tanto te gustan, ¿te parece? –Me ofreció el billete y mis pensamientos se vieron nublados, al imaginarme la increíble cantidad de golosinas y pan de muerto que podría comprar con ese dinero.
Salimos por la puerta de la cochera y antes de que mi hermano cambiase de opinión respecto al dinero, me fuí corriendo por los callejones atestados de personas maquilladas de catrines, niños y parejas se preparaban para el desfile que tendría lugar en un par de horas.
Caminé por el empedrado contemplando la decoración que habían puesto por la avenida donde pasaría el desfile. Algunos estaban terminando de levantar grandes altares repletos de pétalos de cempasúchil, fotos de familiares y amigos. Al principio de la avenida había un arco decorado con las mismas flores, el cual marcaba el inicio del desfile, y otro idéntico al final de la calle, en donde concluiría el festejo.
Llegué a la panadería, donde compré el último pan de muerto, una galleta de chispas de chocolate y una concha de vainilla que tanto le gustaba a mi abuela. Salí, esperando encontrar a la gente ansiosa y feliz por el comienzo del desfile, pero el sonido de la celebración fue interrumpido por el estruendo de un balazo que hizo reverberar mi cráneo. Un escalofrío recorrió mi ser erizándome la piel. Cerré los ojos para tranquilizarme y al abrirlos contemplé que continuaba la armonía del festival, «tal vez fue mi imaginación».
Caminé extrañado, siguiendo la pintoresca senda que marcaban los portales hasta llegar a la casa. Abrí la puerta y comencé a llamar a gritos a la abuela y a mi hermano, nadie me contestó. Cuando estaba a punto de subir las escaleras e ir a buscarlos, observé una luz verde proveniente del sótano. Descendí por las escaleras y conforme me acercaba al final, pude percibir el murmullo de una voz conocida.
Llegué al último escalón y frente a mí avisté al abuelo con ropaje elegante y un puro en la mano.
–¿Qué estás haciendo aquí escuincle?
–Vine con mi hermano a cuidar a la abuela.
–¿Trajiste el pan que tanto le gusta?
Observé mi mano esperando encontrar la bolsa, pero no había nada. Apenado miré al abuelo.
–Descuida, llegaste justo a tiempo para el banquete. Veamos lo que nos preparó tu abuela este año.
Subimos rumbo a la sala. El aroma a pan recién horneado robó nuestra atención, guiándonos hacia el comedor, dónde mi abuela sollozaba junto a mi hermano mientras colocaba nuestras fotos en el altar de muertos.