
Por Maggo Rodríguez
El diablo no me deja olvidarte. Hace que te sueñe cada noche de sábado, tan puntual es el sueño como tú, cuando llegabas a nuestras citas. Hace que te vea alegre, que escuche tu voz cuando me cantabas al oído una melodía romántica de los tiempos de nuestros abuelos. Pero estos bellos sueños sólo dan pie a una terrible melancolía de domingo por la mañana, tan larga, que odio los domingos, lunes y martes, tratando con desdén a todo aquel que osa interrumpir mi día con su existencia.
El diablo no me deja olvidarte. Me pone en el camino, cuando voy más de prisa, un grupo de jóvenes músicos callejeros que interpretan “La vida en rosa” al ritmo de dos chelos y un violín. Tocan nuestra canción. Y el diablo, tan astuto, paraliza mis piernas, me obliga a detener mi marcha urgente para contemplar aquella interpretación que me apachurra el corazón. Termino por darles un billete de 50, como si tuviera que compensarles el hecho de que una de mis lágrimas salte, suicida. Me hace envidiarla.
El diablo no me deja olvidarte. Porque me pone a buscar como tonta tus placas en cada auto deportivo que encuentro, sabiendo que es la ciudad con mayor tráfico de vehículos, conciente que ya no estás aquí. Mantengo una esperanza que raya en la necedad, sin embargo; espero que uno de tus tantos negocios te haga regresar a la ciudad y pueda reencontrarte.
El diablo no me deja olvidarte. Promete que cada pastel y galleta serán tan dulces como tus besos, por eso voy de un local a otro por toda la ciudad, probando todos los sabores: frambuesa, avellana, vainilla, tres chocolates. No. Ninguno se equipara con lo azucarado de tus brazos y lo empalagosa de tu boca. Sé que no te gustaría ver mi abultado vientre, estoy segura que te molestaría saber que me convertí en una aficionada catadora de bizcochos, en lugar de continuar con el doctorado como me aconsejaste.
El diablo no me deja olvidarte, porque fue Dios el que te llenó de bendiciones y te hizo abandonar la ciudad y abandonarme a mí.