
Por E. Pérez Fonseca
¿Quién iba a pensar que nadie te reconocería, mi querido Lucio? Que esas monjas soberbias jamás se dieran cuenta aquel día que el hombre bien vestido fueras tú, ¿de dónde sacaste esa ropa?, ¿de dónde sacaste una sotana? Para ellas todas solemnes, los pobres son todos iguales y por eso sus caras nunca la recuerdan. En cambio llegaste todo formal, diciendo que suplirías al padre Bernabé. Sin embargo, yo sí me di cuenta cuando entraste, Lucio, por tu caminar pausado como al que no le corre el reloj te reconocí, por ese aroma de mulato que ningún perfume oculta y que lo ibas dejando con tus pisadas por todo el convento, es más, ni siquiera se había ido, sólo lo removiste de los mosaicos, ahí seguía tu hedor, nomás lo encendiste de nuevo, Lucio. Yo sabía que algo te tramabas.
Pero ahí no empezó mi desgracia sino desde la primera vez que se te ocurrió pedir de comer a las monjas, años antes. Ahí me cayó la maldición, mi querido Lucio, por fiarme de ti, por no respetar a Jesucristo en su casa. Por eso le sigo rezando y diciendo que me perdone. Quién sino un descarado como tú, Lucio, un pescador de las costas de Nayarit que se vino porque lo querían matar en sus tierras y llegó a Guadalajara a pedir trabajo sin saber mucho y no le quedó de otra más que rogarle a las monjas por comida. ¿Cuánto tiempo fue, una semana, un mes?, ya ni me acuerdo. Ibas a pedir tus frijoles y tus tamales junto con el montón de niños desamparados. Yo te servía tu plato, Lucio. Un día me acariciaste la mano y no te dije nada, otro me tomaste la cintura y tampoco te reclamé, y entonces se te hizo fácil agarrarme las nalgas, a mí, ¿por qué a mí y no a las demás monjas? Tan a gusto que estaba yo en ese convento aunque me trataran como a las indias. Sí, eso era yo al principio, una india que había llegado del Estado de México porque en sus tierras había dos cosas; o casarse o irse de sirvienta y se me ocurrió primero irme de sirvienta a una casota, pero me enfadé porque la señora no me pagaba bien y el señor, el que me había contratado nunca estaba y los hijos me querían de su niñera. Hasta que la señora de al lado me dijo de su prima, y a su prima le mandé una carta toda mal escrita pidiéndole unas recomendaciones y por eso me recibieron en el convento, por esa mujer que me ayudó, porque yo no tenía quien pagara mi manutención como las otras monjas que les mandaban mucho dinero para que tuvieran un calabozo de lujo y se pudieran meter a la alberca y comieran carne todos los días y su único trabajo fuera rezar y salir a la calle y a las bodas y a las fiestas de sus parientes. Yo no tenía ningún pariente adinerado. El día que vino mi padre a visitarme no lo dejaron entrar, me dijeron que lo recibiera en la calle, pensaron que era otro pordiosero, pero él si era un hombre decente, Lucio, no como tú de pelado y de astuto. ¿Quién iba a pensar que yo te siguiera tus jueguitos y que un día se te ocurriera llevarme al baño a besuquearme y después, a mí, escaparme en las noches para ir en tu búsqueda ahí a la vecindad donde vivías, Lucio? A pecar, Lucio, a pecar te seguí y es por eso que soy desdichada, porque le prometí castidad a Jesús y a la Virgen y les mentí. Y cuando entro a la iglesia tengo que bajar la mirada, porque no me atrevo a verlos a los ojos, mi querido Lucio. Lloro y les pido disculpas por mi traición, Lucio. Mi cuerpo era de Jesús, ese cuerpo que tú corrompiste con tus labios y tu lengua y eso que tienes entre las piernas y por más que me prometía olvidarte, me enviabas cartas que a veces ni te entendía porque ni sabías escribir, en cambió yo que llegué apenas hablando español, ya me expresaba mejor que tú, porque leía la biblia y los libros de Santo Tomás. Aprendí a hablar bien y escribir sin faltas de ortografía. Ya me había ganado el respeto de las monjas, ya me sacaban a los eventos, ya platicaba con los padres; hablábamos del Papa, del Vaticano y de los museos que un día visitaría en Roma, aunque yo seguía durmiendo en un calabozo con otras diez monjas igual de pobres que yo y haciendo la limpieza y lavando la ropa y las sábanas de las que sí tenían un benefactor. Pero te seguí Lucio, te creí tus mañas. Por estúpida, por eso que sentía, por eso que me decías; que me saliera del convento, que tú me cuidarías, que nos iríamos a la costa a vivir de la pesca y quién sabe qué tanto más. Todo eso me lo tragué, Lucio, y después renegaba, aunque no te lo dijera para que no me fueras a dejar, ahora te lo digo, Lucio, porque si en el convento comía poquito, contigo fue peor la adversidad. Cuando menos en el invierno no se me helaban los pies como en las vecindades a las que me llevaste. Y es que yo te quería, Lucio, pero jamás pensaba dejar los hábitos de monja, yo deseaba olvidarte, pedirle perdón a Jesús, darme de latigazos por haber pecado, pero a Jesús no lo dejaría. Y se te ocurrió disfrazarte de padrecito, Lucio. ¿Quién iba a pensar que en tu ignorancia se te fuera a ocurrir un plan? Sí, un plan para robarte las limosnas, las joyas y las reliquias de la capilla, ¿Quién iba a pensar que te dejaran entrar así de fácil? Ya sé que las monjas fueron muy tontas porque no te reconocieron, pero es que ibas vestido decentemente. Hasta a mí me costo trabajo. Sólo a ti, Lucio. Y ya que te robaste todo, cuando iba llegando el padre Bernabé a dar la misa, sorprendido porque pensaba que uno de los dos presbíteros se había confundido, sales tú con el botín en una valija y una pistola que ni sabías usar, pero ahí andabas apuntándonos a todas la monjas. ¿Y cuando me reconociste, Lució, por qué hiciste eso, por qué te atreviste a jalarme hacia ti, a besarme delante de todas?
Me echaron del convento, Lucio, me echaron por tu culpa. Apenas que ya me estaba reconciliando con la Virgen. ¿Quién iba a pensar que hicieras semejante barbaridad? No sólo me castigaron tres días comiendo pan y agua por el beso, también me culparon de contubernio y aunque les dije que no te conocía, no me creyeron. Se acordaron cuando me había escapado en la noche para ir a verte y que les había mentido diciendo que era sonámbula. Sí, Lució, también a ti te mentí cuando te dije que me había salido del convento para seguirte. Pero no, fue porque me echaron. Tres meses duré vagando por distintas casas, porque no tenía ni un peso, ni para irme de vuelta al Estado. Lo bueno que uno de los benefactores del convento me dejó limpiarle sus bodegas, y ahí me daba permiso que durmiera. Hasta que me conseguí ese trabajo en las oficinas, donde me viste, Lucio. Yo te había olvidado, Lucio, pero te vi y sabe qué tanto me dijiste para convencerme de juntarnos. Maldigo ese día, maldigo todos los días que apareciste en mi vida, Lucio, porque contigo me fue peor, pero ni me daba cuenta. Apenas nos alcanzaba para comer, había días enteros que a puras tortillas con sal me la llevaba mientras te ibas a trabajar. Decías que te ibas a trabajar, pero regresabas sin un cinco, ahogado de borracho, y todavía querías que te hiciera de cenar. ¿Qué te iba a hacer de cenar si el refrigerador estaba vacío? Además te enojabas y me pegabas porque se te metía el diablo. ¿Quién iba a pensar que no me importara en esos días, Lucio? Porque hasta el hambre se me quitaba al verte. ¿Te imaginas, Lucio, lo que el cuerpo puede aguantar en la juventud? No sólo el hambre, también los golpes y las mentiras, y aunque uno sepa la verdad, el sufrimiento de la mente también lo soporta uno más, algo nos pasa que todo duele menos, por eso uno de joven es más crédulo, no es porque uno quiera, es porque el amargor no cala igual, en cambio ahorita casi treinta años después, traigo molida la espalda por todo ese trabajo pesado, y más me pesa el alma, Lucio y el remordimiento que vengo arrastrando, el que antes cargaba con poco esfuerzo, ahora me atosiga y me magulla hasta las entrañas. Así es, Lucio, ya no soy la joven fuerte que conocías. Tuve dos hijos, con la primera se me cayeron los dientes y con el otro se me aguadaron los huesos. Pero me puse a estudiar, Lucio. ¿Quién iba a pensar, tu crees, una india estudiando? Saqué la prepa allá en los noventas. En la noches estudiaba, saliendo de trabajar de una fábrica de plásticos. Me iba bien, Lucio, pero los hombres, Lucio, los hombres siempre me han metido en problemas. Me hice novia de uno de mis compañeros, de quien después supe estaba casado, ¿puedes creerlo?, la esposa me quería matar, pero yo no lo sabía, Lucio. Y lo corrompí sin saberlo, destruí su matrimonio, porque una vez más, el demonio se me presentaba. Entonces mi desdicha se ha ido acumulando, Lucio, realmente no veo la posibilidad de salvar mi alma. Lugar que voy, lugar que suceden desgracias. También tuve que dejar ese trabajo. Y no es que me hayan echado. La pena, Lucio, fue con la que ya no pude, y desde entonces, también cargo en mi lomo ese peso, el de la vergüenza.
Quisiera contarte más cosas, Lucio. Que me casé, y que el padre de mis hijos se fue de mojado porque ya no quería saber de mí, que me compré un carro, que me voy a Vallarta todos los años, que visité tus tierras y que me comieron los zancudos, esos horribles jejenes que atacan sin piedad. Que la ciudad ya llegó hasta Tlajomulco, que las avenidas se inundan cada que llueve, que sobreviví a una explosión de los ductos de PEMEX en Analco, que los carros siguen usando gasolina, que la crisis no ha terminado en el país, que los narcos son más famosos que los artistas, que la gente trata mejor a los perros que a los indigentes, que los centroamericanos son más despreciados que los indios, que los pobres siguen siendo pobres, que ya todos traemos un teléfono en la bolsa, que las teles se cuelgan como los cuadros y que los libros los lee uno en pantallas, que la gente prefiere usar zapatos de plástico que de piel, que el agua es más cara que el refresco, que ya no dejan fumar en los camiones, que es más barato viajar en avión que en carro, que ya se pueden casar hombres con hombres y las mujeres entre ellas, que las personas ya no se mueren de hambre sino de tanto que comen, que las putas ganan más dinero que los licenciados y que muchas cosas más, mi querido Lucio, pero sólo te escribo hasta aquí, y te escribo a ti porque te moriste, y no sólo te moriste, yo te dejé morir, y si no te hubieras muerto te aborrecería igual que a los otros que me embaucaron y que ahí siguen fastidiándome. A todos los detesto, pero a ti que ya no me molestas, te perdono. Y aunque me arrepiento de haberte conocido, y de todo lo malo que le hice a Diosito y a la Virgen, si el diablo me hubiera incitado de otra forma, lo hubiera seguido porque era una idiota, pero Satanás te utilizó a ti para tentarme, Lucio, y es por eso que acabaste muerto, porque el demonio nunca gana, porque yo sólo compré la botella de tequila adulterado y te la dejé en la mesa, la que te tomaste completita. Yo no te la di, tú te la bebiste sólo, porque Dios así lo quiso y mientras te morías, esos dos o tres días que te revolcabas de dolor, yo te veía y le agradecía a la Virgen de Zapopan, porque por primera vez me protegían de Lucifer. Por eso te dejo esta carta aquí en tu tumba, para perdonarte, Lucio. Porque no eras tú quien me había maltratado, sino uno de los demonios que te suplantaba cada que me veías. Pero se lo llevaron, Lucio, bendito Jesucristo se lo llevaron junto con ese cuerpo que una vez fue tuyo.